No llevan uniforme ni placa. Visten de paisano y, como reflejan numerosos vídeos e imágenes en redes sociales, irrumpen en las manifestaciones que sacuden Irán desde mediados de septiembre en moto o a pie, armados con palos, porras y material antidisturbios. También con armas cargadas con munición real. Esos hombres ataviados con ropa corriente de color oscuro han sido los verdugos de una parte de los al menos 304 iraníes que, de acuerdo con la organización Iran Human Rights, han perecido en la represión de las protestas, según numerosos testimonios y organizaciones como Amnistía Internacional (AI). Muchos iraníes creen saber quiénes son: los miembros de la fuerza paramilitar Basij, una de las cinco ramas de la Guardia Revolucionaria, ese ejército paralelo que nació del temor del ayatolá Ruholá Jomeini a un golpe de Estado del Ejército regular. El nombre oficial de esa milicia es Fuerza de Resistencia Basij. Antes, tras su creación en 1980, se llamó “Organización para la Movilización de los Oprimidos”: los pobres del país a quienes Jomeini prometió que heredarían la República Islámica. Buena parte de los basiyíes son de extracción social humilde.
Esta milicia, “utilizada con frecuencia como fuerza auxiliar para mantener el orden público y reprimir la disidencia”, denuncia AI, “ha sido relacionada en numerosas ocasiones con el asesinato de manifestantes desarmados”, según el Departamento del Tesoro de Estados Unidos, que la considera el “brazo de represión nacional” del régimen iraní y en 2007 la incluyó en su lista de entidades terroristas.
La participación de estos milicianos en la represión de las manifestaciones por la muerte el 16 de septiembre de la joven de 22 años Mahsa Amini, detenida por llevar mal colocado el velo, fue muy temprana, explica por teléfono desde Chattanooga (Estados Unidos), Saeid Golkar, profesor de la Universidad de Tennessee y autor de un libro sobre esta milicia. “La primera en llegar fue la policía, pero, tres días después, cuando la protesta ya se había extendido por el país, los basiyíes ya estaban presentes”. Golkar confirma que los milicianos no solo están “trabajando como opresores activos en la calle, matando y deteniendo a la gente”, sino también infiltrándose entre los manifestantes. “Los agentes de paisano tienen dos cometidos: el primero, identificar a los líderes. Algunas de estas personas han sido luego detenidas o asesinadas, como la adolescente de 16 años Nika Shakarami [muerta a golpes el 20 de septiembre]”, explica el especialista. “Su segundo cometido es crear una atmósfera de miedo. Como no llevan uniforme, los manifestantes no saben si quien está a su lado es uno de estos milicianos”.
Para la socióloga franco-iraní Mahnaz Shirali, estos milicianos no solo “siembran el terror” sino que, al vestir de paisano, proporcionan al régimen la posibilidad de “borrar su rastro”. “Cuando la policía detiene a alguien de tu familia, sabes quién lo ha detenido. Los basiyíes secuestran a los jóvenes manifestantes y los internan en centros de detención secretos. Las redes sociales están llenas de anuncios de familias que buscan a sus hijos”.
De la importante presencia de estos milicianos en la represión de unas protestas, cuyo participantes, en muchas ocasiones, se han defendido de las fuerzas de seguridad, da fe un dato: de los 43 miembros de las fuerzas de seguridad iraníes que han muerto desde el 17 de septiembre, presuntamente en enfrentamientos con manifestantes, 24 —el 56%— eran basiyíes, de acuerdo con los datos públicos de sus funerales recogidos en un tuit por el politólogo iraní Ali Alfoneh.
A mediados de octubre, 15 días después de que las fuerzas de seguridad mataran el 30 de septiembre a 66 manifestantes, incluidos varios niños, en lo que ya se conoce como el “viernes negro” de Zahedan, en la provincia suroriental de Sistán y Baluchistán, el diario estatal Iran News publicó una lista en la que elevaba a 24 los decesos de los miembros de las fuerzas de seguridad que participaron en la represión durante las cuatro semanas anteriores. A 17 se los presenta como basiyíes. Uno de estos milicianos, Mohammad Amin Aref, murió en “el viernes negro” de Zahedan, confirma el diario. El fallecimiento de otros basiyíes de ese listado se sitúa también en esa localidad. El 15 de octubre, la agencia oficial IRNA aseguró que, en una sola noche, 185 milicianos habían resultado heridos al participar en el dispositivo de seguridad que trataba de aplastar las protestas en Teherán.
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Los basiyíes no son solo una milicia “muy importante en términos de represión”, subraya Golkar, “se trata también de una organización de masas”, que admite a hombres y mujeres, organizada en 22 entidades presentes en todo el país, entre ellas, asociaciones de estudiantes, profesores, abogados, periodistas y deportistas, o los llamados “círculos de rectitud” donde se adoctrina a los afiliados —que Golkar calcula en un millón—, en los valores islámicos más reaccionarios, muchas veces en las mismas mezquitas. El especialista calcula que los basiyíes tienen unas 50.000 oficinas. Los afiliados a la organización están presentes incluso en los más altos niveles de la Administración: el expresidente ultraconservador Mahmud Ahmadineyad [2005-2013] era un basiyí. La milicia mantiene también un imperio económico paralelo con participaciones millonarias en las principales industrias de Irán, como los metales y los minerales, la automoción y la banca.
“Están en todas partes”, explica Parisa, nombre ficticio de una exiliada iraní en España, que recuerda otro de los cometidos de los milicianos: apoyar a la policía de la moral, el cuerpo a quien se atribuye la muerte de Mahsa Amini. “Para nosotros, los basiyíes y la policía de la moral es lo mismo. Ellos también detienen a la gente por nada, te meten en una furgoneta y te golpean”. Como la policía de la moral, los basiyíes consideran el velo como un baluarte frente a la lujuria y la occidentalización de Irán.
A Parisa, un basiyí la amenazó con la cárcel después de escuchar una conversación privada en la que criticaba al régimen. Nazanin, otra iraní exiliada, también de nombre ficticio, fue despedida de su empleo como profesora en la Universidad de Shiraz después de que una alumna basiyí la denunciara por haber criticado en clase el cierre de periódicos independientes. “Para dar clase en la universidad, tienes que afiliarte a los basiyíes, pero solo si eres un miembro activo obtienes la plaza”, recalca. El 40% de las plazas de las universidades iraníes están reservadas para los estudiantes de la organización. Uno de cada tres universitarios del país milita en sus filas, de acuerdo con los datos del profesor Golkar.
Los privilegios de ser basiyí no se quedan ahí. Solo los miembros activos perciben un sueldo del Estado, pero todos los afiliados acceden de forma preferente a las becas, al empleo público y a la vivienda, y disponen de un servicio médico y de una red de economatos. La organización se ha convertido así —afirma Golkar— en “un colchón entre el régimen clerical y el pueblo” y constituye “una de las razones de la supervivencia” de la República Islámica. Su razón de ser es “reclutar a personas de la sociedad y luego tratar de adoctrinarlas, organizarlas, armarlas y utilizarlas contra esa misma sociedad”, concluye el experto. Esos basiyíes armados, que reciben entrenamiento militar y en técnicas antidisturbios, son integrados después en las unidades encargadas de aplastar las protestas. El actual líder iraní, el ayatolá Alí Jamenei, definió recientemente a esta milicia como “un árbol resplandeciente”.
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