Las imágenes son de una violencia inusitada para los estándares de China: muestran una marabunta descontrolada en las calles de Guangzhou, una industriosa ciudad portuaria ubicada al sur del país; los manifestantes derriban las vallas que los mantenían confinados en sus bloques y tumban también uno de los puestos donde se practican las PCR. Algunos vídeos que han circulado por redes sociales del país muestran el inmediato despliegue de antidisturbios cubiertos con EPI (equipos de protección individual) que irrumpen con paso firme para imponer el orden.
El caos dura un suspiro, según testigos citados por la prensa hongkonesa: fueron apenas 20 minutos de ira el pasado lunes por la noche en esta metrópolis de 19 millones de personas. Pero las protestas en una de las mayores urbes del país reflejan el hartazgo que se extiende entre la población tras casi tres años bajo la rígida política antipandémica de Pekín. Y han hecho emerger la precaria situación de los trabajadores migrantes, el eslabón más precario de la pirámide productiva del país y las víctimas más vulnerables de las disrupciones que provocan los cierres sanitarios.
Los habitantes de algunas zonas de la ciudad soportan desde finales del mes pasado estrictas medidas de confinamiento por un reciente brote de coronavirus. Desde el 22 de octubre, cuando arrancó la ola en Guangzhou, se han notificado más de 50.000 infecciones, según el recuento de la revista económica Caixin, miles de personas han sido transferidas a centros de cuarentenas y los casos siguen en aumento, con unos 9.000 nuevos contagios en las últimas 24 horas. Las autoridades locales anunciaron este jueves que planean construir dependencias específicas para confinar a casi 250.000 personas.
Las protestas estallaron en el distrito de Haizhu, una zona que alberga numerosas fábricas y talleres textiles. Allí se encuentra el mayor mercado de telas al por mayor del país, un inmenso laberinto comercial de varias plantas con más de 4.000 tiendas en su interior. El epicentro de la revuelta (y del brote de covid en Guangzhou) fue, concretamente, Fengyang, un subdistrito que cuenta con 164.000 habitantes censados y una población flotante de 220.000 personas, según el censo nacional de población de 2021. La mayoría de estos habitantes foráneos provienen de la provincia de Hubei, ubicada en el centro del país. Son gente que se gana la vida en fábricas textiles o ejerciendo como sastres en pequeños talleres.
Estos trabajadores migrantes carecen de algunos derechos básicos —como el acceso de sus hijos a la escuela— por el hecho de haber nacido en otra provincia. Suelen cobrar poco, soportar duras condiciones laborales y viven hacinados en pequeñas habitaciones baratas en viejos bloques de lo que se denominan “pueblos urbanos”. “Es un área rural entre edificios modernos”, define un joven local, que prefiere no ser citado. Allí, cuenta, los alquileres son bajos, cuestan entre 500 y 800 yuanes (entre 67 y 108 euros) al mes. “Es una zona un poquito caótica”, añade. La mayoría de apartamentos los alquilan los propietarios autóctonos y en esta tensión entre locales con recursos y migrantes sin posibles se encuentra, según este joven, una de las explicaciones de la furia desatada.
Soldados y policías con mascarillas marchan en la Ciudad Prohibida de Pekín, la semana pasada.
Andy Wong (AP)
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Los locales acusan a los migrantes de haber agravado la situación sanitaria en Guangzhou porque no respetan las medidas antipandémicas, añade. A su vez, los foráneos se quejan de ser víctimas de un trato discriminatorio por carecer del llamado hukou (el sistema que pervive desde los tiempos de Mao Zedong y que divide a los ciudadanos según su provincia de origen, limitando los beneficios estatales a los que tienen acceso) y protestan porque no se les proporciona suficiente comida durante los encierros o porque no se les da prioridad para hacerles las PCR. La situación, según este joven, se ha agravado porque algunos de los migrantes habrían vendido su carnet de identidad, una práctica ilegal con la que personas sin recursos tratan de obtener un poco de dinero, lo que les habría convertido en habitantes casi invisibles a ojos de las autoridades.
Xiao Hai, un taxista de Guangzhou que ejerce como trabajador voluntario para contener el virus en el distrito de Haizhu, estuvo cerca de las revueltas del pasado lunes. La noche de las protestas vio a los antidisturbios y a la policía en la zona. Según su versión, había escasez de alimentos y la gente estaba inquieta por el estricto cierre, pero no está seguro de cuál fue la chispa que encendió los ánimos. “Creo que intentaban subir al autobús para el traslado de la cuarentena, pero no había suficientes autobuses”, aventura. Las protestas no llegaron a mayores, añade. Y asegura que nadie escapó al confinamiento.
Un oficial de policía de Guangzhou citado por el diario hongkonés South China Morning Post aseguraba que las razones detrás de los disturbios fueron múltiples. “Cada uno tiene sus propias demandas, pero sin duda hay gente que provoca problemas deliberadamente”, recogió el diario. Enseguida los residentes fueron devueltos a su cuarentena, y la policía y los trabajadores comunitarios volvieron a colocar las barreras que la turba había destrozado. Entre las causas de los desórdenes citadas se encuentra el intento por parte de las autoridades de enviar a los migrantes de vuelta a sus provincias de origen.
Los trabajadores son a menudo quienes más sufren las medidas de confinamiento. A finales de octubre, decenas de empleados de una gran fábrica de iPhone en China, situada en la provincia de Henan y propiedad de Foxconn, decidieron saltar la verja y escapar tras varias semanas encerrados en el recinto por un brote. Las imágenes difundidas en redes sociales mostraban grupos de personas caminando con maletas y mochilas por las carreteras, con el aire de los refugiados, y daban cuenta de la precaria situación vivida durante el encierro de los obreros que ensamblan los móviles de Apple. Una semana después, la compañía estadounidense anunciaba las consiguientes demoras en la fabricación de sus modelos.
China vive en las últimas semanas un repunte de casos que anda ya muy cerca de batir los registros del país. Este viernes, Pekín ha comunicado 25.273 nuevos contagios de coronavirus, cifra que crece cada jornada y se aproxima inexorablemente a las cerca de 30.000 infecciones diarias de abril de este año. Entonces, la ola china tenía el epicentro en Shanghái, cuyos habitantes fueron confinados durante más de dos meses; en esta ocasión, Guangzhou es uno de los motores de la nueva ola de covid. Las cifras, astronómicas para el gigante asiático, resultan muy bajas si se comparan con otros lugares del planeta donde se ha optado por convivir con el virus, como Estados Unidos, donde en un momento de calma vírica como el actual se superan los 70.000 casos diarios.
El gigante asiático comienza a pisar territorio desconocido con esta nueva ola: el elevado número de infecciones convive con las últimas medidas de distensión aprobadas por Pekín. Las autoridades chinas redujeron la semana pasada los períodos de cuarentena para los contactos estrechos de los infectados y para los viajeros internacionales, mientras planea dar un acelerón a las campañas de vacunación. A pesar de ello, el Gobierno insiste de momento en la eficacia de la llamada política de cero covid dinámica como estrategia para contener el coronavirus.
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