Era una palabra medio olvidada en el vocabulario de la izquierda francesa, aunque haya vertebrado la historia de esta corriente ideológica desde el siglo XIX. Ahora, en un país que exhibe las tasas de desempleo más bajas en años, pero el miedo al desclasamiento social está extendido, la palabra trabajo regresa al escenario político. Y enciende debates en la izquierda que podría calificarse de radical, la que está más allá de la socialdemocracia.
Políticos como el secretario nacional del Partido Comunista Francés (PCF), Fabien Roussel, reivindican “la Francia del trabajo” en contraste con “la Francia de los subsidios”. Sostienen que, si en las últimas décadas el voto obrero y blanco se pasó en masa a la extrema derecha de Reagrupamiento Nacional (RN), no fue solo por los miedos, reales o imaginados, a la inmigración, o por los efectos de la globalización y el cierre de fábricas en las declinantes regiones industriales. Fue también —afirman— porque estos votantes concluyeron que la izquierda había renegado de algo tan suyo como la cultura del trabajo en favor de la cultura de los subsidios.
“La izquierda debe defender el trabajo y el salario”, dijo en septiembre Roussel. “El tema no es aumentar los mínimos sociales [ingreso mínimo para personas en situación de precariedad], sino salir de los mínimos sociales”. Alexis Corbière, dirigente del primer partido de la izquierda, La Francia Insumisa (LFI), le respondió: “Los subsidios son una magnífica conquista social, no tienen nada de indigno, son nuestro orgullo”. “Perdón, pero el valor trabajo es un valor de derechas”, completó la diputada ecologista Sandrine Rousseau, antes de reivindicar el “derecho a la pereza”.
Lo que Roussel dijo, de una manera quizá esquemática, lo medita desde hace tiempo François Ruffin, diputado de LFI por un distrito en el norte industrial de Francia, en los viejos territorios comunistas y socialistas hoy en manos de RN de Marine Le Pen. Él conoce de primera mano a estos votantes, debate con ellos, y los escucha, como explicaba hace unas semanas durante una entrevista en París.
“Durante mi campaña electoral, me interpelaban sin cesar personas que me decían: ‘Yo ya no puedo votar a la izquierda porque estoy a favor del trabajo”, contaba Ruffin (Calais, 47 años). Y se preguntaba: “¿Cómo hemos podido llegar a este punto? Para mí, la izquierda es Jean Jaurès [fundador del Partido Socialista], Fourmies [bastión de la izquierda en el norte], los mineros. Tiene un vínculo orgánico con el trabajo. Pero ahora me dicen: ‘Yo trabajo, pero no tengo derecho a nada’. Para esta gente, es la derecha la que defiende el valor del trabajo, y la izquierda defiende la asistencia social”.
Ruffin es la estrella ascendente de la izquierda. La semana pasada ocupaba la portada del semanario L’Obs con un titular provocador: “Soy socialdemócrata”. Es una manera de diferenciarse del líder de su partido, Jean-Luc Mélenchon, y de apelar a un segmento de votantes que va más allá de la izquierda radical.
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Cuenta el diputado que, durante la última campaña para las elecciones legislativas, en junio, en los mercados y plazas de las regiones obreras y la Francia de provincias, se hablaba más de la dicotomía entre trabajadores y personas con asistencia social que de inmigración. “No nos hablan de la inmigración, sino del cas soc’ que vive en el piso de abajo, tan blanco como ellos”, dice, usando la contracción de “caso social”. Esta expresión designa, de una manera despectiva e hiriente, a la persona sin formación ni perspectivas laborales, a veces alcoholizada, que vive de las ayudas de subsistencia del Estado.
Lo que ocurre, según este argumento, es que el trabajador precario que madruga acaba echándole la culpa más al vecino cas soc’ que al patrón o al gran capital. Y es así como acaba votando a la extrema derecha: asocia a la izquierda a los subsidios que permiten al pobre vecino sobrevivir. Ruffin dice que intenta luchar contra esta percepción.
“Mi campaña la gano diciéndoles: ‘Cuenten conmigo un momento: 1, 2, 3… En este tiempo gana 10.000 euros Jeff Bezos, el jefe de Amazon que no paga impuestos en Francia, mientras que el panadero de la esquina tiene un impuesto del 24%. En estos tres segundos [Bezos] saca tanto como una acompañante de niños con discapacidad en un año de trabajo”.
Le Monde citaba en septiembre un estudio publicado en 2009 del sociólogo Olivier Schwartz sobre los conductores de autobús de la región de París, al que también se refiere Ruffin. “Su representación, su consciencia del mundo social”, escribía Schwartz, “no era bipolar, sino triangular: tenían la sensación de estar sometidos no solo a una presión procedente de arriba, sino también a una presión procedente de abajo, de quienes estaban por debajo de ellos”.
Hay una izquierda que considera que abordar estos asuntos es hacerle el juego a la extrema derecha. La pelea doctrinaria estalló en septiembre durante la Fête de L’Humanité, fiesta anual del diario del Partido Comunista Francés que durante un fin de semana congrega a miles de personas con debates, discursos y conciertos. Fue allí donde el anfitrión, Roussel, declaró: “Yo no estoy a favor de la Francia del RSA [ingreso mínimo para las personas sin recursos] y el desempleo (…), sino más de un trabajo al cual le corresponda un salario”.
Puede parecer una obviedad, pero en un país en el que la semana de 35 horas es uno de los últimos éxitos tangibles que exhibe la izquierda, a algunos les sonó a provocación. “Tenemos un derecho a la pereza”, respondió días después la ecologista Rousseau, “un derecho a la transición entre oficios, un derecho a hacer pausas en la vida y, sobre todo, debemos encontrar tiempo, compartirlo, y la semana de cuatro días”.
No es solo el concepto trabajo lo que polariza a las izquierdas, agrupadas en la Asamblea Nacional bajo el nombre de Nueva Unión Popular Ecológica Social. El comunista Roussel ha marcado diferencias con LFI y con los ecologistas defendiendo la energía nuclear. En enero, desató una polémica al declarar: “Un buen vino, una buena carne, un buen queso: para mí esto es la gastronomía francesa”. “Estas palabras excluyen a una parte de la gastronomía que tiene lugar en Francia”, replicó —de nuevo— Rousseau, líder del ala izquierda de los ecologistas. La dieta carnívora se asociaba, para un sector de la izquierda, con la agricultura intensiva y la destrucción del medio ambiente.
El propio Ruffin, en sus posiciones en temas como la inseguridad en las calles, se aleja de su partido, LFI. “Cuando en un barrio una mujer me cuenta que no puede dormir de noche por el ruido, o que tiene miedo de volver a casa de noche, hay que escucharla”, dice. “Hay que tener en cuenta lo que vive o lo que siente la gente”.
Para el diputado, esta es la única manera de frenar el avance de Le Pen, que desde las legislativas de junio cuenta con 89 diputados —un récord— y sabe cómo hablar al votante obrero, algo que la izquierda ha olvidado.
“No les abandonaré”, promete Ruffin en alusión a estos votantes. “Perder a esta gente, para la izquierda, no es solo perder a un segmento electoral: es perder su alma”.
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