Apenas puede caminar. Pasa la mayor parte del día estirado, junto a la ventana de la habitación donde reside desde que el pasado 12 de octubre huyó de su ciudad natal, Mahabad, en el Kurdistán iraní, y tras varios días de tortuoso camino por los Montes Zagros, alcanzó Irak. Peyman Golabi, de 28 años, se encontraba ayudando a un joven herido de bala en las protestas desatadas en el país por la muerte de Mahsa Amini cuando fue brutalmente atacado por las fuerzas de seguridad. Al manifestante le sangraba el abdomen y Peyman no dudó en desplegar su instrumental de veterinario para atenderle en plena calle. En ese momento y desde tres metros de distancia, un policía le disparó con una escopeta, insertándole en el cuerpo 200 perdigones. “Me desplomé, caí al suelo y entonces varios basijs (milicianos voluntarios paramilitares) empezaron a golpearme con la culata de la escopeta y a darme patadas”, cuenta Peyman mientras permanece acostado, sin moverse y articulando las palabras con mucha dificultad.
Su hermano Aso ha volado desde Noruega para cuidarlo y, desde que aterrizó en Erbil, capital del Kurdistán iraquí, no ha parado de tocar a las puertas de los principales consulados europeos para intentar conseguir, sin éxito, un visado humanitario con el que evacuar a Peyman a un país en el que pueda ser operado. Su relato es estremecedor por el maltrato y la extrema violencia sufrida durante el largo periplo vivido desde su detención hasta la huida. Una violencia ejercida por un régimen que estos últimos meses ha reprimido de forma brutal las demandas de libertad y democracia de sus ciudadanos.
La pierna del kurdo iraní, Peyman Golabi tras recibir un disparo de escopeta con 200 perdigones.
Desde el estallido de las protestas en Irán a mediados de septiembre, al igual que Peyman, varias decenas de kurdos iraníes han cruzado la frontera huyendo de la violencia. Jila Mostajer, directora de Hengaw, organización de referencia para los medios internacionales para el seguimiento de la represión en el Kurdistán iraní, explica a este diario en una cafetería de Erbil que desde el inicio de las manifestaciones, 128 kurdos han muerto a manos de la policía y más de 7.000 han sido arrestados, entre ellos, 209 mujeres, 181 niños, 91 estudiantes y 36 profesores. Mostajer recuerda que antes de la muerte bajo custodia policial de Amini —la joven había sido detenida el 13 de septiembre por llevar mal colocado el velo— los kurdos ya sufrían de manera sistemática los atropellos del régimen, pero ahora la presión es mayor y muchos estudiantes están llegando a Irak para evitar la cárcel. En total, al menos 481 iraníes han muerto por la represión desde el inicio de las manifestaciones, según la ONG en el exilio Iran Human Rights.
Arrastrado por el suelo
Hasta el día en el que su vida se rompió, Peyman estaba involucrado en un proyecto de vacunación de perros callejeros en varias aldeas del Kurdistán iraní, una de las regiones menos desarrolladas del país, que históricamente ha sufrido el abandono y la represión de la República Islámica y con anterioridad, del régimen del Sha.
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“Me gritaron que me levantara y me pusiera a caminar, pero no podía, sangraba, no tenía fuerzas”, continúa este joven iraní su relato. Como no podía tenerse en pie tras ser golpeado y recibir el disparo, varios policías le cogieron de los tobillos y lo arrastraron más de 200 metros por el suelo hasta el vehículo policial. A causa de los disturbios, el pavimento estaba cubierto de cristales que le arrancaron la camiseta y le destrozaron la espalda. “Cuando llegamos a comisaría me volvieron a ordenar que caminara, pero tampoco podía, así que volvieron a arrastrarme por el suelo hasta el interior del edificio y allí me golpearon hasta quedar seminconsciente”. En ese momento, los agentes dijeron que no respiraba. “¡Lleváoslo a la morgue!”, gritó alguien, y “entonces pensé que eso era estar muerto”.
Lo siguiente que recuerda es despertar en un hospital con un dolor insoportable. “Dos policías me vigilaban en mi habitación día y noche y una mañana escuché al doctor decirles que no podían operarme por falta de instrumental médico”. Los 200 perdigones estaban repartidos por todo el cuerpo, desde los tobillos hasta la cabeza, y le habían afectado gravemente la rodilla, un punto próximo al corazón, un testículo, los nervios del brazo y de la mandíbula.
De la cárcel al hospital
La decisión de las fuerzas de seguridad fue entonces trasladarle a una cárcel de Mahabad, donde le encerraron en una celda de 12 metros cuadrados con otros 30 reclusos. “La habitación estaba sucia, no cabíamos. Se me infectaron las heridas y después de ocho días, las autoridades de la cárcel comunicaron a la policía que mi salud se había deteriorado y que tenían que sacarme de allí porque estaba a punto de morir”. Mientras tanto, su familia desconocía su paradero, las protestas tomaban masivamente las calles de todo el país y los hospitales se llenaban de heridos custodiados por policías a la espera de ser trasladados a centros penitenciaros, reconvertidos en universidades, según ironizan los iraníes, por la cantidad de estudiantes que albergan.
Los agentes del Cuerpo de la Guardia Revolucionaria decidieron sacar a Peyman de la cárcel y sin saber muy bien qué hacer con él, lo llevaron a otro hospital, esta vez en la ciudad de Urmia, en el Azerbaiyán iraní, a 120 kilómetros de Mahabad. Tras examinarle, los médicos concluyeron que tampoco podían operarle. Tenían miedo de las represalias del gobierno y aunque quienes le llevaron al hospital eran agentes del régimen, muchos médicos temen las consecuencias de haber salvado la vida a un manifestante. En ese punto, las autoridades decidieron llamar a sus padres y les ordenaron que vinieran a recoger a su hijo y se lo llevaran a casa, a cambio de una fianza equivalente a unos 300.000 dólares (275.000 euros). Como la familia no tenía esa cantidad, entregaron la escritura de la vivienda donde se criaron Peyman y sus ocho hermanos, y se lo llevaron. “Una vez en casa estaba muy mal. Mis padres no sabían qué hacer. Mi vida corría peligro en Irán, así que decidimos que debía irme”, explica, mientras su hermano, sentado a su lado, prepara té.
El periplo por la escarpada cadena montañosa que separa el Kurdistán iraní del iraquí duró varios días. “Íbamos parando y escondiéndonos para no ser detectados por los drones iraníes. No podía dormir ni caminar solo, me dolía todo el cuerpo”. Cuando llegó a Erbil, se instaló en una vivienda alquilada y allí se reunió con su hermano. “Le hemos llevado a varios hospitales, pero nos dicen que no tienen el instrumental necesario para operarle”, explica Aso, que detalla que han conseguido extraerle 60 perdigones del cuerpo, pero el hecho de llevar tres meses con el organismo lleno de balines le ha deteriorado mucho la salud. “En la cabeza no le dispararon, pero le golpearon tanto que a veces se desmaya, pierde la conciencia y sufre unos dolores terribles. Tiene pesadillas, no está bien”.
Pero la falta de tecnología médica no es lo único que frena a los facultativos iraquíes. La represión de Teherán ha cruzado la frontera y existe miedo por lo que les pueda pasar en su propio país, donde el régimen iraní se mueve como si se tratara de una extensión de la República Islámica. Cuenta un periodista kurdo iraquí que los ingenieros iraníes no encuentran trabajo en Irak porque las empresas temen que trabajen para el gobierno.
Mientras tanto, Peyman sigue con el cuerpo agujereado en una habitación solitaria sin que ningún doctor le asista. Las embajadas europeas le dicen que espere y los funcionarios de la ONU en Erbil no responden.
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