En la carretera que lleva de Irpin a Kiev, el padre Tadeus, un católico de 62 años, imparte la bendición a mediodía del sábado a una pareja a la que ha acercado con su coche a las afueras de esta localidad. Vestido con sotana y estola, el sacerdote se da media vuelta y regresa en sentido contrario del que toma el éxodo de la guerra que está vaciando el casco urbano. El cura asegura que no tiene intención de irse. Los combates se han recrudecido en esta localidad de unos 60.000 habitantes situada a unos 25 kilómetros del centro de Kiev. Las bombas han caído en las últimas horas en la estación de trenes y una parte importante de la población ya no dispone de agua, electricidad o gas.
Las detonaciones se escuchan con frecuencia y salen columnas de humo tanto al este como al oeste mientras miles de personas escapan. Un misil surca el cielo disparando aún más el estado de nervios de los presentes. Grupos de militares ucranios se dirigen a pie hacia el frente preparados para entrar en combate con los rusos, que hostigan esta zona desde hace una semana.
Desde antes de llegar a Irpin por la carretera que lleva desde Kiev se intuye por los grupos de personas que caminan por el arcén y el carril bici las dimensiones de la evacuación. El Ejército local se divide las tareas. En el frente trata de frenar el avance de las tropas rusas. En la retaguardia, ayudan junto a los milicianos a evacuar la población. Miles de personas se agolpaban este sábado en los restos del puente que los propios soldados ucranios dinamitaron la semana pasada para intentar retrasar el avance hacia Kiev de las tropas del Kremlin. Los cascotes de ese puente derruido hacen ahora de embudo cuando todos los civiles necesitan escapar.
Jóvenes soldados se afanan en ayudar a pasar a los bebés, a los niños, a los ancianos y a los que han huido con más equipaje del que pueden transportar por sí mismos. Son muchos los que no dejan atrás a sus mascotas y los perros y gatos son protagonistas de la escapada. Todo vale para ayudar a trasladar a las personas impedidas por encima de los tablones habilitados sobre el cauce del río Irpin. Hay mujeres, sin fuerza para seguir avanzando, que son alzadas sobre mantas. A otras directamente las recogen los militares y las cargan sobre ellos.
Vlod, un soldado de 19 años, trata de calmar el llanto de Emma, una niña de cinco meses que lleva en sus brazos. Julia, su madre, llora desconsolada porque la situación le supera. Por unos instantes no encuentra a su marido, Oleg. “Estos 11 días han sido los más terroríficos de mi vida”, cuenta en el momento en que logran acomodarla en el asiento delantero de una furgoneta con la bebé en su regazo. “Nuestra vida era perfecta en Irpin. Sus parques… ahora es una ruina. Esto es muy duro”, afirma.
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