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Ida Vitale, la poeta nómada


A Ida Vitale le gusta el bacalao. Cocinarlo y comerlo. Su sola mención le produce un entusiasmo reservado a los frutos prohibidos. De hecho, lo estuvo durante su infancia por una razón peregrina: su abuelo paterno —siciliano, garibaldino y masón— llegó a América en un velero en el que durante semanas el único alimento fue ese pescado y un pan salado y duro que llaman galleta marina. Los versos de Ida Vitale, que este martes recogerá el Premio Cervantes en Alcalá de Henares, se han ido decantando hacia la brevedad y eliminando la anécdota, pero en dos de sus poemas más celebrados recuerda a sus abuelos. El dedicado a Félix Vitale D’Amico recoge además el nombre de sus doce hijos, entre ellos el padre de la poeta –Publio Decio- y de la tía botánica que le prestó el suyo: Ida. El resto eran Pericles, Marc’Antonio, Tito… Toda una apuesta.

Ida Vitale, que nació en Montevideo el día de difuntos de 1923, recuerda la suya como una casa de tíos y tías solteras en la que unos y otras estudiaron sin discriminación de sexo. Por eso su marido solía bromear diciéndole que ella pensaba que en Uruguay no había machismo porque en su casa nunca lo hubo. Tampoco había libros de poesía en la nutrida biblioteca de la familia y con la necesidad de compensar ese vacío fantasea todavía la escritora cuando le preguntan por una vocación traducida hasta ahora en 11 libros que no ocupan más de 500 páginas. Tratando de llenar otro vacío, con veinte años empezó Derecho hasta que se creó en Uruguay la primera facultad de Letras. Allí conoció a uno de sus grandes maestros: José Bergamín. Exiliado de la España franquista, el poeta madrileño —católico y comunista en un ambiente laico de “anarquistas líricos”— se ganó a los estudiantes con tres virtudes que su discípula resume así: “Su respeto por la libertad ajena, su arte de aguzar las sensibilidades y su optimismo”. Ni la gratitud de Vitale hacia Juan Ramón Jiménez —que elogió sus primeros versos— ni la rivalidad de este con su colega de exilio empañaron aquella imagen. Cuando llegó al Cono Sur, Bergamín no alcanzaba los 50 años pero su alumna lo recuerda como “un viejito” que nunca se sintió extranjero en un país que se había ganado el sobrenombre de Suiza de América.

Todo cambió en 1973 cuando un golpe militar acabó con aquella “democracia perfecta”. Lo que empezó como una persecución contra la guerrilla de los tupamaros terminó volviéndose contra todo aquel que fuera sospechoso de liberal. Por ejemplo, por andar entre libros. Era el caso de Ida Vitale y de coetáneos suyos como Mario Benedetti, Idea Vilariño o Juan Carlos Onetti. Cuando la policía entró en su casa buscando a su hija Amparo —fruto, como su hijo, Claudio, del matrimonio con el crítico Ángel Rama, del que se había separado—, la poeta tomó el camino de México. “Se está más preparada para una operación quirúrgica que para el exilio”, escribiría luego. En el Distrito Federal una “cooperativa de ángeles de la guarda” los acogió a ella y a Enrique Fierro, su segundo marido. Pese a llegar “desmantelada”, no tardó en encontrar trabajo como profesora en el Colegio de México, traductora para el Fondo de Cultura Económica y colaboradora de diversas revistas, entre ellas la de Octavio Paz, contra cuya deriva conservadora la había prevenido Mario Benedetti. El resultado fue el mismo que cuando León Felipe la previno contra Bergamín: devoción por el apestado.

Ni que decir tiene que ninguno de los cinco libros que había escrito hasta el momento —de La luz de esta memoria (1949) a Jardín de sílice (1980)— le permitían vivir de la literatura, por eso mantuvo siempre un pie en la prensa. En ella vivió momentos tan extravagantes como actuar de negra “autorizada” de García Márquez. En 1981, cuando trabajaba como redactora de El Correo del Libro, recibió el encargo de conseguir que el novelista colombiano, premio Nobel al año siguiente, redactara unos folios para presentar el libro que acababa de publicar: Crónica de una muerte anunciada. Consciente de la dificultad de la misión y del presupuesto con el que contaba —cero pesos—, Vitale recurrió a un amigo común: Álvaro Mutis. Conseguida la audiencia con el creador de Macondo, este tuvo una idea todavía más descabellada que la de su jefe: ella escribiría el texto y él lo firmaría después de aprobarlo. Y así fue.

“Se está más preparada para una operación quirúrgica que para el exilio”, escribió

Cuatro años después, la democracia volvió a Uruguay y los Vitale-Fierro sintieron la obligación de regresar a su país. Él fue nombrado director de la Biblioteca Nacional y ella, responsable de la sección cultural del semanario Jaque. Meses antes, un Boeing de Avianca que se disponía a aterrizar en Barajas se estrelló en Mejorada del campo. En él viajaba Ángel Rama, convertido por entonces en el gran crítico literario de América Latina. La vuelta de Ida Vitale a Montevideo no fue trágica pero sí accidentada: “Una ciudad no perdona a aquel que se aleja por largo tiempo”. Cansado de lidiar con los residuos de la dictadura, el matrimonio volvió a hacer la maleta, esta vez para instalarse en la Universidad de Austin (Texas). Vitale tenía 66 años y la nueva aventura duró casi 30. En otoño pasado, tras la muerte de Enrique Fierro, decidió retornar al Uruguay. Estaban tan unidos —por el buen humor y por la buena poesía— que ella acostumbra a recordar su pasado hablando en primera persona del plural. En noviembre cumplirá 96 años pero parece inagotable. El día que le anunciaron que había ganado el Cervantes viajó a Punta del Este para la feria del libro. A la semana siguiente estaba en otra feria, la de Guadalajara (México), a ocho mil kilómetros. Alguna vez ha dicho que las dos cosas que necesita para sentirse en casa son una biblioteca pública y un aeropuerto. En el libro Léxico de afinidades, una suerte de diccionario personal, recoge una definición de poesía que parece un autorretrato: “Las palabras son nómadas; la mala poesía las vuelve sedentarias”. Ella, por si acaso, no para.


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