Encontré en un libro antiguo de mi biblioteca un viejo billete de metro. Marcaba el lugar en el que había abandonado la lectura, pues las páginas que venían después parecían sin estrenar. Se titulaba Llamada para el muerto, y era de John Le Carré. Un espía se suicida durante la noche, en su cama, sin haber dado hasta entonces ninguna muestra de desequilibrio. Al día siguiente, al poco de que su familia descubra el cadáver, suena el teléfono: llaman del servicio despertador: el muerto había solicitado, antes de meterse en la cama, que lo avisaran a una hora equis. Ahí surge la pregunta de la que arranca la historia: ¿alguien que ha decidido suicidarse durante la noche pide que le despierten por la mañana? ¿Acaso se puede despertar a un muerto?
Ignoro cómo acaba porque ya digo que abandoné incomprensiblemente su lectura (adoro a Le Carré) allá donde coloqué el billete de metro que, además de ser viejo, tenía otra característica: había apuntado en él, a bolígrafo, un número de teléfono sin nombre. ¿A quién pertenecía? Ni idea. Ni siquiera sé si llegué a telefonear a su usuario o usuaria (limitaciones del genérico). Por un momento, siento la tentación de marcarlo, aunque seguramente ni siquiera exista ya, pues los códigos han cambiado desde entonces con la introducción de nuevos dígitos. Me limito a quedarme perplejo, en fin, frente a ese reclamo del pasado. El número, el billete y la novela me interpelan, interpelan al yo de aquella época, fallecido dentro de mí hace tiempo, suicidado quizá.
Comienzo a leer la novela en la página en la que la abandoné y su trama se mezcla con la de mi existencia. Pero, una vez más, me declaro incapaz de llegar al final del relato (y de mi vida), de modo que meto el billete en su sitio, coloco el libro en el suyo, y me voy a la cama tras pedir a Siri que me llame a las seis.
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