Una mujer hace un vídeo sobre productos de maquillaje para su blog desde su casa.Artem Varnitsin / EyeEm (Getty Images/EyeEm)
En la comunicación entre influencers y seguidores, que —a pesar de la inmensa brecha que existe entre la situación económica de ambas partes— simula ser de igual a igual, reside la gran diferencia con respecto a las celebridades de tiempos pasados: las de ahora no deben dar la impresión de estar por encima de todo y de todos. Si antes las superestrellas del cine y de la música eran figuras idolatradas, ante las que lo único que se podía hacer era buscar su póster en la revista juvenil de turno, recortarlo y adorarlo, ahora los influencers no se dirigen a sus seguidores como lo harían con seres inferiores o admiradores, sino como si fuesen sus amigos. Les piden consejo y, a cambio, les ofrecen recomendaciones (pagadas) de productos. Esta estrategia de marketing, que vincula la autenticidad con la comunicación (aparentemente) de igual a igual, es anterior a los propios influencers. De hecho, ya en los años setenta podemos encontrar precedentes de esta modalidad, por ejemplo en la publicidad a través de la entrega de regalos promocionales por parte de azafatas, que Wolfgang Fritz Haug describe en su obra Kritik der Warenästhetik (Crítica a la estética mercantil, sin traducir al español): “Este ‘truco del tú a tú’ no significa más que las azafatas son pagadas, sirven de envoltorio y se muestran como personas con criterio propio, que confían a los demás sus experiencias y que tienen un encanto personal. El capital valora la humanidad de estas azafatas en tanto en cuanto su apariencia facilite que se caiga en la trampa de la publicidad a través de los regalos promocionales. Para las azafatas, esto supone arrendar sus fuerzas vitales, tanto físicas como intelectuales, al capital, que se apodera del aspecto externo de esas fuerzas, se oculta en su interior y aparece ante las masas de compradores como algo atractivo, “al mismo tiempo inteligente, encantador y capaz de adaptarse”.
Aunque rara vez los seguidores valoren a sus ídolos por su inteligencia, lo cierto es que los influencers han conseguido perfeccionar este truco del tú a tú incluso hasta disimular esta pequeña mácula. De hecho, aspiran a parecer personas con criterio propio y atrayentes en el sentido más literal de la palabra: tienen que arrastrar hacia sí (y hacia los productos que publicitan) a los usuarios. Sin embargo, su papel es ambiguo: mientras que en el ejemplo de Haug las azafatas aparecen como personas claramente subordinadas al capital, no está tan claro a qué clase pertenecen los influencers.
Debido a su heterogeneidad, los youtubers y los instagramers parecen escapar de cualquier categorización clásica en este sentido (al menos de cualquier categorización que se haga aplicando el criterio del poder de disposición sobre los medios de producción). Algunos de ellos son empresarios y producen sus propios artículos de cosmética, fitness o merchandising, pero muchos otros no son más que trabajadores autónomos privilegiados.
Para determinar a qué clase social pertenecen, es preciso analizar las diferentes relaciones de explotación a las que se encuentran subordinados o de las que se benefician. El término “explotación” no debe entenderse aquí en un sentido moral (como se suele hacer hoy en día), sino de acuerdo con la teoría de la plusvalía de Marx, que emplea esta palabra para referirse a aquellas partes de la riqueza creada que no acaban en manos de quienes la producen, sino de otros actores de la sociedad.
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¿Cómo se ganan la vida los influencers? A menudo, arrendando “sus fuerzas vitales, tanto físicas como intelectuales, al capital”. Por tanto, sus ingresos no pueden ser muy elevados: la mayoría de ellos venden su propia fuerza de trabajo, así que, en este sentido, están explotados. El valor (publicitario) que generan, consistente en la mejora de la imagen del socio al que anuncian (lo cual, idealmente, debería traducirse en un aumento de las ventas), es superior a su remuneración, y la plusvalía que se obtiene gracias a su labor va a parar a las empresas publicitadas.
No obstante, no todos los influencers se encuentran en esta situación de subordinación con respecto al capital: cuando alcanzan un determinado nivel de profesionalidad y fama, pueden convertirse ellos mismos en capitalistas. No es infrecuente que colaboren con grandes empresas, por ejemplo del sector cosmético, para lanzar sus propios champús o artículos de maquillaje. Cuando eso ocurre y no comercializan ellos mismos sus productos, se transforman en explotadores al mismo nivel que los demás. Ya se trate de manuales o de artículos de merchandising, lo cierto es que hoy en día los influencers pueden hacer que sus artículos lleguen con más facilidad que nunca a sus seguidores, a través de herramientas como Shopify.
Esta plataforma, que es la empresa de mayor valor (en Bolsa) de Canadá y que cuenta, entre otros colaboradores, con los Kardashian, fue fundada por Tobias Lütke, un empresario natural de la ciudad alemana de Coblenza que comenzó su carrera vendiendo junto con un socio tablas para snowboard a través de una tienda en línea que había programado él mismo. Después se le ocurrió la gran idea empresarial: ¿por qué no ayudar a que cualquier pyme o autónomo, es decir, cualquier persona, pueda disponer de su propio comercio en internet? En 2006 creó esta empresa, que hoy en día cuenta con 5.000 trabajadores y probablemente es la que mejor ha sabido aprovechar el marketing de influencers.
Los influencers especialmente exitosos pueden romper así con su subordinación con respecto al capital. La esencia de su nuevo modelo de negocio —un comercio propio en línea, una tienda propia de entradas para eventos, unos libros de recetas de cocina autopublicados, la captación directa de anunciantes— es lo que se conoce como “desintermediación”, aunque en realidad este negocio no elimina por completo los intermediarios, ya que sigue necesitando la plataforma de turno para aparecer en las redes sociales, el programa informático correspondiente para gestionar el comercio electrónico y, por encima de todo —y de forma absolutamente determinante—, una serie de servicios digitales de pago.
Así pues, los influencers son al mismo tiempo explotados y explotadores, dado que, por una parte, sirven al capital y, por otra, emplean a trabajadores para que los ayuden a organizar su agenda, retocar sus fotos y editar sus vídeos. Muchos de los puestos que crean son los denominados “trabajos de mierda”, que no deben entenderse en este caso como actividades duras, mal pagadas y de poco prestigio, pero absolutamente necesarias. Aquí nos estamos refiriendo a aquellos trabajos que el antropólogo David Graeber define así: “[Un] empleo tan carente de sentido, tan innecesario o tan pernicioso que ni siquiera el propio trabajador es capaz de justificar su existencia, a pesar de que, como parte de las condiciones de empleo, dicho trabajador se siente obligado a fingir que no es así”.
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