No hay una política colombiana más conocida que Ingrid Betancourt. Una enorme foto suya, demacrada y ensimismada, colgó de la alcaldía de París durante parte de su secuestro por las FARC y se grabó en la retina del mundo. Solo es una entre los 21.000 secuestrados por la guerrilla en los 50 años que duró el conflicto, pero los focos siempre la miraron a ella, con una mezcla de admiración y morbo. Desde su liberación en 2008 se afincó en Francia mientras en su país su figura transitaba un camino amargo. Pasó de heroína a villana, del respeto más profundo al odio más visceral. Betancourt puso distancia. Dejó de fotografiarse con líderes mundiales y de recibir premios para recogerse y estudiar teología. Trató de recomponer una vida atravesada por el cautiverio atroz de más de seis años en la selva. Hasta lograrlo. Una década después, empieza a resucitar a la política que siempre fue.
Betancourt (Bogotá, 59 años) trabaja desde hace meses por unir al centro político de cara a las presidenciales de 2022 con el mensaje de liberar a Colombia del “secuestro de la corrupción”. Lo hace aún de forma tímida, sin destapar una carta personalista. “No tengo una ambición”, asegura en una entrevista virtual. Está convencida de que el país tiene la oportunidad en estas elecciones de elegir por primera vez una buena opción, aunque su plan no acaba de concretarse. Las grietas entre los candidatos que deberían unirse para formar esa alternativa de centro tienden a abrirse más que a cerrarse. El papel de Betancourt se ha tornado imprescindible en la labor de acercar los egos de los políticos, todos hombres, que en público hablan de acercarse y en privado tienden a alejarse.
Todos los protagonistas le otorgan un papel clave en las negociaciones. Para los candidatos de centro, Betancourt se ha convertido en un talismán. Ahora que cada uno parece tirar para su lado, a pesar de un previsible suicidio político si se lanzan a las urnas divididos, todos la quieren cerca. La buscan Alejandro Gaviria y Juan Manuel Galán, que cada día se alejan más de la Coalición de la Esperanza, a la que la política trató de atraerlos y donde ha depositado su apoyo, a favor de Sergio Fajardo. “No tengo duda de que va a ser una protagonista muy importante”, aseguró este en una entrevista con EL PAÍS a finales de octubre.
Betancourt está ahora en Francia, después de unas semanas en Colombia de gran exposición mediática. Ha participado en reuniones, en actos públicos y se ha abierto un perfil de Twitter en el que se presenta como “Mamá y Abuela, Colombiana y Libre, en misión para que los colombianos se liberen de la corrupción que nos tiene a todos secuestrados”. Francia ha sido y es su guarida, el lugar con el que todavía le cuesta tomar distancia. Desde allí, y con la espiritualidad que la caracteriza en los últimos años, pide a los candidatos que la rodean un tiempo de “reflexión y silencio”.
La política está probando el agua. Comprobar cómo se siente ella en Colombia y cómo se sienten los colombianos con ella. Ha sido un viaje personal largo. A los tres meses de su rescate en la selva, en una entrevista con este diario, aseguró que no quería volver a ser política. Ahora, varias fuentes consultadas no dudan de que si se diera una victoria de la Coalición de la Esperanza, Betancourt entraría a formar parte del próximo Gobierno, aunque le auguran una carrera más a largo plazo. Ella aún rechaza hablar de puestos o listas, pero trabaja para resucitar Verde Oxígeno, el partido que fundó y del que era candidata presidencial cuando fue secuestrada en 2002. “La política está en mi ADN”, reconoció en otra entrevista para este diario en septiembre de este año.
Betancourt es consciente de que su presencia despierta rencores latentes. Pero ya no le duele, asegura, solo observa. “Colombia vive secuestrada por un sistema de corrupción de tipo mafioso que impone a los ciudadanos una lógica de la omertá, del silencio, del miedo, que hace que las víctimas sean agredidas y revictimizadas”. Sabe que la pasión que genera entre los políticos que tiene más cerca no siempre se extiende al resto del país. En realidad nunca lo hizo.
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El nacimiento de una política
Betancourt nació en una cuna de oro en Bogotá, en 1961. Hija de políticos y estudiante del Liceo Francés, en un país en el que el colegio se pregunta con mayor frecuencia que el nombre, vivió varios años en Francia, donde se licenció en Comercio Exterior y Relaciones Internacionales. En 1983 adquirió la nacionalidad francesa al casarse con un diplomático, con el que tuvo dos hijos.
Volvió a Colombia en 1989 después de asesinato de Luis Carlos Galán, el presidente que no fue, la gran esperanza de un país contra la corrupción. Pablo Escobar había ordenado su muerte. “Galán era la buena opción y lo asesinó la corrupción. El sistema solo nos deja malas opciones a la hora de votar en segunda vuelta. Hoy con la Coalición de la Esperanza se vuelve a dar la oportunidad”, dice. Los hijos de Galán acaban de resucitar el partido de su padre, el Nuevo Liberalismo. La cercanía entre los Betancourt y los Galán es notoria. Ella los saludó públicamente desde la tribuna en la presentación, el pasado septiembre, del libro Una conversación pendiente, que publicó este año junto al expresidente Juan Manuel Santos, y Juan Manuel Galán asegura por teléfono que Ingrid Betancourt va a ser “fundamental” en la construcción de una alternativa política de centro.
Betancourt entró en política en los noventa con juventud, fuerza y dosis de irreverencia que escandalizaban a una sociedad pacata y poco acostumbrada a escuchar voces femeninas en un mundo marcado a fuego por castas masculinas (hasta hoy). Un día repartía condones contra “el virus de la corrupción” y otro acusaba, casi en solitario, al presidente Ernesto Samper de haber recibido dinero del cartel de Cali para financiar su campaña. Una acusación que el mandatario admitió años después. Poco antes de ser secuestrada en 2002, se lanzó a la presidencia con pocas opciones y muchas ganas.
La culpa
El relato de que fue culpable de su cautiverio aún pervive en parte de la sociedad colombiana, que la acusa de desoír las advertencias de viajar en plena campaña electoral a San Vicente del Caguán, en el sur del país, donde su destino se cruzó con las FARC. También resiste el rencor que generó su petición en 2010 de una indemnización al Estado por más de cinco millones de euros, que acabó retirando ese mismo año por las críticas. Hoy se arrepiente de aquella marcha atrás: “El tema de las reparaciones en Colombia es tabú. Este es a mi juicio uno de los efectos del secuestro mental en el que nos tiene la corrupción, que hace que los ciudadanos se sientan mal, haciendo algo indebido por reclamar sus derechos”.
Los ataques contra ella fueron feroces. Fue tachada de “ingrata y codiciosa” por demandar al Estado que la había liberado. El escritor y periodista Felipe Restrepo Pombo, que incluyó un retrato sobre Betancourt en su libro Perfiles anfibios, cree que es una figura “sumamente complicada de entender”. “La gente siente empatía por su drama, pero de ahí a que sea una figura electoralmente atractiva hay una enorme distancia”, añade. El periodista Daniel Samper Pizano escribió el 10 de octubre en una columna en el portal Los Danieles sobre ella: “Desde hace algunas semanas sacude las pasarelas, tras unos años de penitente ausencia, un personaje ubicado a medias entre la Bella Durmiente del bosque y la bruja mala de Blancanieves”.
Sin embargo el paso del tiempo, su decidido apoyo al proceso de paz y su participación en un emotivo y duro cara a cara con sus captores este año han contribuido a pulir la percepción que tenían de ella muchos otros. La periodista María Jimena Duzán es una de ellas. Después de marcar distancias con la que había sido su amiga, se ha “reencontrado” con la que considera “otra Ingrid”. La ve una mujer más madura, que ve las cosas con más finura, más preparada. Una persona que conoce “la condición humana, lo ha visto todo y ha trascendido al odio”, explica por teléfono. Para ella sí es valioso su regreso a la política. También lo ve así Lina Cabezas Rincón, doctora en Ciencias Políticas, analista de Agenda Pública y consultora de asuntos públicos en Atrevia, que la considera “un símbolo de la dureza del conflicto”, del que salió con un discurso “no beligerante ni resentido”.
A la Betancourt de 2021 las críticas ya no le frenan. Tampoco los reparos de sus hijos, que sufrieron la adolescencia con una madre prisionera en la selva, y siempre han vivido lejos de Colombia y de la política. Su apuesta es decidida, aunque sus visitas aún sean intermitentes. “No me sentiría cómoda de quedarme cruzada de brazos si tuviera la oportunidad de ayudar a cambiar el destino del país”.
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