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Intentos inciertos de poner coto a la extrema derecha


Fue una triple acción en países distintos y contra tres organizaciones diferentes de la derecha nacionalista o la extrema derecha. El mismo día y en el espacio de unas horas. La coincidencia refleja una voluntad común de trazar líneas rojas con los ultras en un momento en el que, precisamente, estas líneas se difuminan y algunas ideas de los partidos ultras —sobre la inmigración, la soberanía o las fronteras— se instalan en el centro del debate.

El 3 de marzo pasado, el Gobierno francés disolvió el grupúsculo Génération Identitaire. El mismo día, se supo que los servicios secretos alemanes habían puesto bajo vigilancia a Alternativa para Alemania (AfD), principal partido de oposición en el país más rico y poblado de la Unión Europea (UE), decisión que posteriormente un tribunal administrativo bloqueó de forma temporal.

Ambos gestos coincidieron con la salida de los eurodiputados de Fidesz, el partido del primer ministro húngaro Viktor Orbán, del grupo parlamentario del Partido Popular Europeo (PPE), el primero en la Eurocámara, la familia democristiana que, junto con la socialdemocracia, construyó la UE.

“Nos sentimos aliviados porque nuestro discurso ya no se va a ver contaminado por Orbán. Sin embargo, ahora estamos preocupados por estar engordando a la extrema derecha”, dice el eurodiputado Esteban González Pons, vicepresidente del grupo popular europeo e impulsor de la votación que llevó a la salida de Fidesz.

Las tres decisiones recientes son dispares. Si sucedieron el mismo día, fue casual. Tampoco responden a un mismo plan, ni quienes las adoptaron son entidades comparables: el Consejo de Ministros francés, la Oficina para la Protección de la Constitución (BfV, el nombre de los servicios secretos internos alemanes) y el grupo popular europeo. Y es distinto el objeto de la acción: un movimiento marginal como Génération Identitaire; un gran partido en una democracia escrupulosa con el respeto de los derechos civiles, pero también con la vigilancia ante quien busque alterar el orden constitucional; y el partido de un jefe de Gobierno que se sienta junto a sus colegas en el Consejo Europeo.

“Ni la prohibición de Génération Identitaire ni la vigilancia de AfD desentonan con las prácticas con larga tradición de los Estados francés y alemán”, dice Cas Mudde, profesor de la Universidad de Georgia, en Estados Unidos, y autor de La ultraderecha hoy (Paidós, en castellano). “La expulsión de Orbán hacía tiempo que debería haber ocurrido, y lo que la ha provocado, principalmente, han sido más sus ataques personales contra políticos prominentes del PPE que haber destruido él la democracia en Hungría”.

Un ánimo común impulsó las decisiones del 3 de marzo: contener o apartar del terreno democrático a la derecha radical en sus múltiples variantes. El acuerdo, a finales de 2020, para condicionar los fondos europeos al respeto del Estado de derecho, se enmarca en un esfuerzo similar. En Austria, el Gobierno ha iniciado el procedimiento para prohibir los símbolos de la rama local del movimiento identitario.

“Hay un vínculo sutil entre estos tres acontecimientos recientes”, señala Alberto Alemanno, profesor de la cátedra Jean Monnet de Derecho Europeo en la Escuela de Estudios Superiores de Comercio de París. “Marcan un reordenamiento inminente del paisaje político en la UE”, añade.

Alemanno recuerda que, hasta ahora, los planes para unir la extrema derecha populista europea han fracasado. Sus sensibilidades —prorrusos y antirrusos, partidos de gobierno y antisistema, liberales en lo económico o partidarios del proteccionismo y la intervención estatal, nacionalpopulistas y viejos ultras— estaban demasiado alejadas para coincidir en un movimiento. Sin embargo, los intentos de poner coto a estos grupos podrían tener el efecto contraproducente: unirlos contra el establishment que supuestamente pretende acallarles.

“La extrema derecha nativista de la UE”, afirma Alemanno, “podría salir reforzada por este intento más bien tardío de los Gobiernos actuales de hacerles adaptarse a los valores constitucionales, notablemente al Estado de derecho. Esta unión de la extrema derecha puede tener consecuencias profundas tanto en las políticas nacionales en las elecciones holandesas, alemanas, francesas, como en la política de la UE, con un reordenamiento de los grupos políticos y la erosión de la mayoría parlamentaria en apoyo de [la presidenta de la Comisión Europea, Ursula] von der Leyen”.

Posible reunión

“Lo que ha propiciado la salida de Orbán”, analiza González Pons, “es una posible reunión en un grupo de extrema derecha, que está dentro del sistema, de una serie de partidos que pueden convertirse en el tercero o el segundo grupo de la Cámara europea: la fusión de Orbán con la Liga italiana y con el PiS [el gubernamental partido Ley y Justicia] polaco da lugar a un grupo de más de cien eurodiputados. Adelantan a los liberales de [el presidente francés] Emmanuel Macron y se sitúan cerca de los socialistas”.

El eurodiputado español hace una distinción entre dos extremas derechas: la de siempre y lo que llama la derecha iliberal. La primera, que se correspondería al grupo Identidad y Democracia en la Eurocámara, va contra el sistema, según González Pons. La segunda —representada en el grupo Conservadores y Reformistas en el Parlamento— participa en principio en las reglas del juego, gobierna en países como Polonia o Hungría y podría salir reforzada gracias a Orbán.

El profesor Mudde es escéptico sobre el alcance de los gestos recientes. “No existe una estrategia europea para lidiar con la extrema derecha”, indica. “Y yo no veo ningún cambio significativo en la manera en la que los partidos de la derecha mayoritaria tratan a la derecha radical. Mientras que en algunos casos ya no son bienvenidos en las coaliciones, como en Austria y en los Países Bajos, en otros se han convertido recientemente en partidos susceptibles de participar en coaliciones, por lo menos en el ámbito regional. Es el caso de Portugal y España”.

¿El fin del frente común contra Le Pen en Francia?

Todos los sondeos dan casi por seguro que Marine Le Pen, la candidata del partido de extrema derecha Reagrupamiento Nacional (RN), pasará a la segunda vuelta de las elecciones presidenciales de 2022, probablemente contra el actual mandatario, Emmanuel Macron. Si este pronóstico se cumpliese, sería una repetición de 2017. Entonces Macron sacó un 66% de votos; Le Pen, un 34%. Varios sondeos apuntan a que esta distancia podría reducirse de forma notable el año próximo. Le Pen perdería, pero alcanzaría hasta un 48% de votos, y Macron un 52%. El margen es demasiado estrecho para que el presidente duerma tranquilo. El frente republicano —la unión de los votantes de izquierdas y derechas contra la extrema derecha— parece cosa del pasado.

Como explica el politólogo Jean-Yves Camus, de la Fundación Jean Jaurès, el cordón sanitario no se rompe, en general, porque los aparatos de los partidos decidan pactar con la extrema derecha. Se rompe —en Francia y otros países europeos— porque, para muchos electores, la línea roja ha desaparecido, y optan por el candidato ultra. “La pregunta que se plantean los aparatos de los partidos es: ‘¿Qué hago para mantener a mis electores, que se marchan?”, dice Camus. “Hay una disonancia entre la actitud de los partidos y el hecho de que una parte de los votantes consideran que la derecha se ha convertido en un centro, o un centroderecha, y que esto resulta insatisfactorio”.

Uno de los temores de Macron, en un duelo ante Le Pen, es la abstención de izquierdistas que votaron por él en 2017 y que ahora, decepcionados por unas políticas que consideran de derechas, se quedarían en casa en lugar de cerrar el paso a la extrema derecha. “Ya hice de barrera”, titulaba recientemente el diario progresista Libération, citando a un votante decepcionado. “Esta vez se acabó”.


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