La gran ventaja de la longevidad tanto de Isabel II (95 años) como de su reinado (70 años) es que a lo largo de tanto tiempo ha podido tomar una decisión y la contraria, y acabar siempre en el lado correcto de la historia. El deseo expresado por la reina, en un comunicado del Palacio de Buckingham en la noche del sábado, de que “cuando llegue el momento, Camila sea reconocida como reina consorte” pone punto y aparte —en las cosas de la Monarquía nunca hay punto y final— a la última rémora que pesaba sobre el futuro del heredero, Carlos de Inglaterra.
Conviene incorporar algunas pistas para entender el significado de ese movimiento. La tradición británica, siempre susceptible de ser reinventada, nunca ha tenido problemas para conceder a la esposa del rey el título honorífico de reina consorte. En un sistema que sigue siendo jerárquico y patriarcal, aunque también le haya tocado evolucionar, nadie pone en cuestión dónde reside el poder en la pareja. No ocurre lo mismo cuando se trata de una reina. Por eso María de Escocia no llegó nunca a resolver el título apropiado para sus tres maridos; y Ana de Inglaterra solo concedió a su esposo, Jorge de Dinamarca, el ducado de Cumberland.
Como nunca ha dejado de ocurrir en las familias reales, el amor juega a veces como factor de crisis o como motor de cambio. La reina Victoria decidió, echando mano de su propia prerrogativa, que su adorado Alberto de Sajonia-Coburgo-Gotha fuera considerado príncipe consorte. Isabel II tomó el mismo camino con Felipe de Grecia, más tarde Felipe de Edimburgo. “Tuve la fortuna de contar como pareja con el príncipe Felipe, que aceptó llevar consigo el papel de consorte y cumplir sin egoísmo con los sacrificios que conllevaba”, recordaba la reina en su comunicado del sábado. Y añadía: “Es el mismo papel que vi realizar a mi madre durante el reinado de mi padre [Jorge VI]”. Pero la reina madre, Isabel Bowes-Lyon, fue precisamente eso: reina consorte.
Y ese es el título que, años después del envenenamiento que supusieron las infidelidades, puñaladas, divorcio y guerra en los medios desplegados entre Carlos de Inglaterra y Lady Di, se decidió negar oficialmente a Camila Parker Bowles. Se había convertido en la mujer más odiada del Reino Unido, en la causa principal de ruptura —en el imaginario edulcorado de los tabloides— del matrimonio más celebrado por los monárquicos. “La intención [de Carlos de Inglaterra] es que la Sra. Parker Bowles utilice el título de Princesa Consorte cuando el príncipe acceda al trono”, decía la nota oficial de Clarence House (como se conoce a la Casa de Carlos de Inglaterra) que anunció finalmente el matrimonio de Carlos y Camilla. Era a todas luces una discriminación, pero respondía a la necesidad de avanzar, ante la corte de la opinión pública, con pies de plomo.
La pareja había ido mostrándose junta y en abierto a cuentagotas en los años posteriores a la trágica muerte en París de Diana de Gales. Pero Camilla tenía por delante la complicada tarea de cambiar la percepción que de ella tenía la ciudadanía británica. La decisión de que, “cuando llegue el momento”, sea reina o princesa consorte depende exclusivamente del futuro rey, Carlos de Inglaterra. Como, contrariamente al convencimiento arraigado, Isabel II podría haber nombrado rey consorte a Felipe de Edimburgo. Pero todo ha llegado al punto en el que son la gravitas y auctoritas de una monarca tan querida y respetada como la actual las que pueden finalmente zanjar un debate que tenía difícil salida. La misma Isabel II que, con sus gestos, convirtió en paria oficial a la mujer divorciada que había arruinado el matrimonio de su hijo, es la que en los últimos años la ha ido acercando a su lado y mostrado su confianza en la duquesa de Cornualles. Todo es gradual y medido en Buckingham, como el deshielo, para que, cuando ocurra lo que tenga que ocurrir, nadie se sorprenda. Así se entiende que el año pasado Isabel II concediera a su nuera la Nobilísima Orden de la Jarretera, el honor más importante concedido por la reina. O que Camila acompañara a la monarca y a su hijo en la última ceremonia de apertura de sesiones del Parlamento Británico, uno de los momentos más solemnes y ceremoniosos del país.
Clarence House publicó el mismo domingo su respuesta oficial a las palabras de la reina: “Somos profundamente conscientes del honor que representa el deseo de mi madre”, afirmaba Carlos de Inglaterra en el comunicado. “Cuando durante este tiempo nos hemos dedicado juntos a servir y apoyar a Su Majestad y a la gente de todas sus comunidades [la Commonwealth o Comunidad de Naciones], mi querida esposa ha sido un apoyo constante”. El príncipe de Gales usa ya el plural, no mayestático sino íntimo, para definir sus planes presentes y futuros, en los que incluye sin reservas a su esposa, la duquesa de Cornualles. Quien fuera mentor y padrino de facto de Carlos de Inglaterra, su tío-abuelo Lord Mountbatten, le dijo en cierta ocasión que “en este negocio [se refería a la imagen pública de la monarquía] uno no puede permitirse ser una violeta que se marchita”.
El heredero al trono ha aprendido con los años a conseguir —con la ayuda de profesionales de las relaciones públicas— la complicidad de los medios de comunicación. Para él y para su esposa. Los últimos perfiles dedicados a la duquesa de Cornualles por los periódicos conservadores retratan a una mujer entrañable, cálida, con un agudo sentido del humor y volcada en sus actividades filantrópicas. También revelan —lo hacía este lunes el Daily Mail— que el deseo expresado por Isabel II es en realidad la guinda de un plan que llevaba años en marcha. En la revisión que, cada cierto tiempo, se hace de los planes previstos para grandes acontecimientos, ya se contemplaba el título futuro de Camila. Cuando llegue la ceremonia de Coronación de ¿Carlos III? (el nombre con que reinará sigue siendo un misterio), el heredero ya expresó hace unos años su deseo de que su esposa también sea coronada simbólicamente como reina consorte.
Los ciudadanos británicos siguen muy firmes en su empeño de poner límites a la esposa de Carlos de Inglaterra. El último sondeo de la empresa YouGov sobre el asunto, del pasado 15 de noviembre, aún refleja que tan solo una minoría (14%) de ellos querría que tuviera el título de reina consorte. Un 42% insiste en que sea solo princesa. La celebración del Jubileo de Platino de Isabel II ha sido el momento escogido para que la reina dé un último impulso al asunto, y lo zanje, aunque sea a contracorriente de esa mayoría difusa de la opinión pública. Aunque la clave de que esta vez va en serio la desvelaba también el Daily Mail: la reina, según el tabloide, quiere regalar a su nuera la corona que lleva el diamante de Koh-i-Noor. 108 quilates. En su día, de los más grandes del mundo. Originario de Andrah Pradesh, en la India. La misma corona que llevó la esposa de Jorge VI en su coronación, en 1937. Para que quede claro que, cuando se trata de asuntos de la realeza, también un diamante es para siempre.
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