Setenta años de reinado (que se cumplirán el próximo 6 de febrero) dan para un construir un sistema inmunológico en el que las defensas surgen hasta de los sitios más insospechados. Quién le iba a decir a Isabel II que el malvado más exótico que ha dado en los últimos años la política británica, el ideólogo de la campaña del Brexit y exasesor de Boris Johnson, Dominic Cummings, se iba a interponer, casi como un guardaespaldas de película, entre ella y la amenaza del coronavirus. Él mismo lo contó a mediados de julio, en su primera entrevista a la BBC después del tormentoso abandono de Downing Street, y en guerra abierta, ya sin tapujos, contra el primer ministro.
Un miércoles de principios de la pandemia, Cummings afirma que le dijo a Johnson: “¿Qué ocurre si vas a verla y la contagias? No puedes asumir ese riesgo. Es una locura”. El político conservador planeaba hacer su visita semanal a la reina, a pesar de que ya había por entonces personal del Gobierno en cuarentena. El encuentro entre el primer ministro y la monarca finalmente no se produjo. Y poco después, Johnson acababa en la UCI gravemente enfermo de covid-19.
Tiene entre la mayoría de los británicos Isabel II una barrera de protección que la salva de cualquier atisbo de desprestigio o reproche, a pesar de que 2021 haya sido para la reina un año al menos tan <CF1001>horribilis</CF> como lo fue el aciago 1992. Su índice de popularidad se sitúa en un 72%, según la empresa de sondeos YouGov, más del doble de lo que cosecha Johnson, con un 34%. Más de un 80% de los ciudadanos creen que ha hecho un buen o muy buen trabajo como monarca, y hasta un 55% defiende que siga siendo la Jefa de Estado, “incluso si enferma lo suficiente como para ser incapaz de abordar las tareas oficiales diarias”.
El que acaba de terminar ha sido el año de una ofensa, con la entrevista del príncipe Enrique y su esposa, Meghan Markle, a la presentadora estadounidense Oprah Winfrey, en la que la pareja acusó a la Familia Real de racista y desalmada, y el año de una dolorosa despedida, con la muerte del príncipe consorte, Felipe de Edimburgo. “Una buena vida consiste tanto en separaciones finales como en primeros encuentros”, decía Isabel II en un mensaje de Navidad dedicado prácticamente a recordar la figura de su esposo, pero con la habilidad dialéctica para convencer a los británicos de que, tanto ella como ellos, deben preocuparse más por el futuro que tienen por delante que por el pasado que dejan atrás. “Ese guiño travieso y curioso se mantuvo tan brillante al final de sus días como cuando posé por primera vez en él la mirada”, recordaba la reina, en el mismo mensaje en el que animaba a sus compatriotas a celebrar, en 2022, junto a ella, el Jubileo de Platino por los 70 años de su reinado.
Si la presencia solitaria de la monarca en el funeral por Felipe de Edimburgo conmovió a los británicos, su inmediata recuperación —con profusión de colores en su vestimenta y de actos públicos en su agenda— envió un mensaje de continuidad y resistencia en un momento en el que todo el país parecía comenzar a salir de la pesadilla de la pandemia. Sus problemas de salud, en ese sentido, casi han coincidido con el repunte de los contagios, la nueva variante ómicron y una fase siguiente de incertidumbre e inquietud. Fue a finales de octubre cuando el palacio de Buckingham tuvo que admitir, causando casi más alarma que tranquilidad, que la reina había pasado una noche ingresada en un hospital londinense, para someterse a “exámenes preliminares” que nunca fueron detallados. Ya los médicos de palacio le habían ordenado poco antes que rebajara agenda y se tomara unos días de descanso, y a mediados de noviembre tuvo que ausentarse a última hora de un acto tan importante y simbólico como el Remembrance Day (Día de Homenaje a los Caídos) por una lesión de espalda. “Una vez llegas a los 95 años no todo es tan fácil como solía ser. Ya es bastante malo a los 73″, justificó poco después su hijo y heredero al trono, Carlos de Inglaterra, en una entrevista a SKY News.
De un modo sutil y natural, Isabel II ha ido delegando en el príncipe de Gales, y en su nieto Guillermo, el duque de Cambridge, tareas de representación en actos públicos. Cada vez es más habitual la presencia del segundo y del tercero en la línea de sucesión, y más selectiva la de la reina. No tanto por realzar el proceso de sustitución como por preservar ya, de modo definitivo, el prestigio y respeto que se vierte sobre la monarca más longeva de la historia del país. Si este ha sido el año en el que el príncipe Andrés, el duque de York, ha acabado citado oficialmente ante un tribunal estadounidense por sus turbias relaciones con el pedófilo Jeffrey Epstein y sus presuntos abusos contra la entonces menor, Virginia Giuffre, su apartamiento ya definitivo de la vida pública ha sido decidido por su hermano Carlos, mientras la reina disfrutaba en Windsor del cariño y compañía de quien siempre fue su hijo favorito. Y si las acusaciones de racismo proferidas por la pareja de Enrique y Meghan disgustaron a la reina, fue Guillermo quien manejó el asunto públicamente, con aquella afirmación de que su familia “no es racista ni por asomo” que lanzó ante las cámaras en una visita a una escuela.
Isabel II ha terminado 2021 encerrada en Windsor, sin poder siquiera cumplir con la tradición de pasar las fiestas con la familia en Sandringham. Ha sido un año malo, rematado por la llegada de la amenaza de ómicron, pero no ha sido un annus horribilis que haya obligado a la monarca a virar rumbo para proteger el prestigio de la institución. O el suyo propio. Hasta el intento de un loco, a finales de año, de entrar en Windsor con una ballesta para atentar contra ella se frenó a 500 metros de donde se encontraba. Porque 70 años de reinado han construido un muro de defensas a su alrededor.
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