El informe presentado el pasado mes de julio con información del espionaje de los Estados miembros de Naciones Unidas al Consejo de Seguridad, su máximo órgano de decisión, ya alertó sobre la amenaza en Kabul de la rama afgana del Estado Islámico, grupo terrorista que ha asumido la autoría de los atentados cometidos este jueves. “El grupo ha reforzado sus posiciones en Kabul y sus alrededores, donde lleva a cabo la mayoría de sus ataques, dirigidos a minorías, activistas, empleados gubernamentales y personal de las Fuerzas de Seguridad y Defensa Nacional afganas”. El reporte, firmado por la representante noruega en la ONU Trine Heimerback, informaba de la existencia de “células durmientes” en la capital afgana. Según los datos reunidos, el grupo terrorista cuenta con entre 500 y 1.500 combatientes y, pese haber sufrido duros golpes en su cúpula y filas en la frontera con Pakistán, sigue en un proceso de expansión, rivalizando con los talibanes por su oposición a los acuerdos firmados en 2020 entre la milicia y Estados Unidos.
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El modus operandi de los atentados cometidos este jueves en Kabul, dos ataques sucesivos indiscriminados contra civiles, apunta sin duda a lo que el ISIS, el grupo sirio-iraquí que proclamó el califato en 2014, llama su “provincia Khorasan”. Este último término se ha referido tradicionalmente a una región que comprendería el noreste de Irán, Afganistán, Pakistán y otras áreas de Asia Central. Es por esto que a este grupo terrorista que opera en Afganistán desde aproximadamente 2015, aunque de forma más efectiva en los últimos años, con la diana situada sobre todo sobre la población chií, se le conoce con las siglas ISIS-K.
A diferencia de lo que hiciera Al Qaeda, red más reacia a la expansión de su marca, el ISIS, ya desde aquella victoria sobre Mosul y Raqa hace siete años, ha tratado de aprovechar la acción de otros grupos violentos allende Mesopotamia para extender sus tentáculos. Y con la caída del califato, provincias yihadistas como la afgana han ganado en importancia. Se han destino recursos financieros, aunque no de forma significativa, pero sobre todo se han enviado veteranos de la yihad armada para crecer desde el noreste de Afganistán. De hecho, al frente de ISIS-K, formado en gran medida por afganos, paquistaníes, tayikos y uzbekos, se situaría en la actualidad Shahab al Muhajir, alias Sanaullah, un yihadista sobre el que tan solo se especula que es árabe llegado de fuera, posiblemente de Siria o Irak —de hecho, la palabra “muhajir” se suele traducir como inmigrante o extranjero—.
Según el informe presentado ante el Consejo de Seguridad, Al Muhajir, antes de acceder a la jefatura de ISIS-K, “se desempeñó como planificador jefe para ataques de alto perfil en Kabul y otras áreas urbanas”. Como otros miembros del grupo, Al Muhajir cuenta en su historial con experiencia en la red Haqqani, aliada de los talibanes y considerada terrorista por Washington. El líder de la rama afgana de ISIS habría ascendido en la organización tras el duro golpe que sufrió su cúpula en junio de 2020 en una operación de las fuerzas especiales afganas.
Pero no solo estas han combatido al grupo de Al Muhajir. Los talibanes, especialmente desde el acuerdo firmado en febrero de 2020 con EE UU —en el que se comprometían a que no se usara territorio afgano para organizar o perpetrar atentados terroristas—, han plantado cara al ISIS-K. Tanto es así que un mes después de este pacto, el general del Mando Central estadounidense Frank McKenzie reconoció en una comparecencia que los talibanes estaban “machacando” al ISIS-K en la provincia de Nangarhar, en el este del país, junto a la frontera paquistaní, y de un modo muy “efectivo”. McKenzie llegó a admitir cierto apoyo “limitado” de fuerzas norteamericanas en esta ofensiva.
Precisamente en Nangarhar, pero también en la provincia de Kunar, la rama afgana del ISIS ha sufrido un retroceso que ha compensado con avances de su presencia en Nuristan, Badghis, Sari Pul, Baghlan, Badakhshan e incluso Kunduz. La toma de poder de los talibanes y el control del territorio puede dificultar las operaciones del ISIS-K, pero también alimentar sus filas, con desertores radicales de los talibanes. Según el Centro de Combate al Terrorismo de West Point, la organización habría tenido como caladero para sus filas grupos armados como el Movimiento Islámico de Uzbekistán o el paquistaní Lashkar-e-Taiba.
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