Pedrosa es lo que nadie se imagina que es en un enclave urbano e industrial donde no faltan polígonos, astilleros y el aeropuerto de Santander-Seve Ballesteros justo enfrente. La isla de Pedrosa, más que por el agua del Cantábrico, está rodeada y ocupada por la naturaleza. Posee condiciones propias de un parque natural anfibio. Situada frente a la localidad de Pontejos, aquí hay tantos tipos de árboles que, en caso de diluvio universal, haría falta un arca para rescatarlos a todos; pinos, castaños, acacias, plátanos, palmeras, robles, cipreses, tilos, eucaliptos. Además de ser una zona arbolada, también lo es de marisqueo (chirlas y almejas) y de pesca de lubinas y doradas. Alimentos de personas y aves, como las gaviotas y los cisnes que han hecho de las marismas del entorno su refugio.
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Terrazas exteriores del pabellón María Luisa Pelayo. Belén de Benito
La frondosa foresta crece al tiempo que los edificios se convierten en ruinas e invitan a elucubrar y hasta entrar en ellos, a pesar de los letreros de advertencia de peligro y prohibido el paso que cuelgan de alambradas poco intimidatorias. Edificios que fueron testigos del trabajo del personal sanitario contra la peste y la tuberculosis. Aunque Pedrosa no es una isla (a pesar de su nombre), las tripulaciones de los barcos y los enfermos que en ella estuvieron cuando aquí funcionaba un lazareto, convertido en sanatorio después, es posible que se sintieran aislados en un hermoso enclave durante su obligada cuarentena y convalecientes de algún dolor óseo.
La ciudad de Santander encontró en la península de Pedrosa —aún era un islote y no se había construido el puente, a 15 kilómetros de distancia— un enclave ideal en el que ubicar este establecimiento sanitario. Oficialmente data de 1869 y en él se controló a los marineros procedentes allende los mares y potenciales transmisores de enfermedades contagiosas de los trópicos y otras latitudes. A la farmacopea todavía le quedaba mucho por investigar y desarrollar para hacer frente a las patologías infectocontagiosas de la época. En 1914 una real orden de Alfonso XIII determinó que el lazareto se convirtiese en un centro preventivo y terapéutico para enfermedades tuberculosas de localización óseas y de carácter nacional. Institución que se bautizó como Sanatorio Marítimo de Pedrosa y constaba de un hospital con rasgos arquitectónicos regionalistas, clasicistas y art déco, muy bien equipado técnica y científicamente y organizado en tres pabellones (hombres, mujeres y niños, y terminales), además de contar con la casa del médico, una iglesia, un balneario y un teatro modernista.
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Antiguo teatro Infanta Beatriz en la isla de Pedrosa. Alba Pérez Enriquez Getty
Muchos de los pacientes del sanatorio fueron niños. Niños que hoy todavía viven y recuerdan con cariño las atenciones y el trato con el que les cuidaron, aunque prefieren no profundizar ni dar más detalles de su estancia en un entorno idílico que apenas pudieron disfrutar con los ojos. En la actualidad solo a los vehículos autorizados les está permitido circular dentro de la finca, pero los visitantes sí pueden recorrerla a pie o en bicicleta siguiendo una senda que circunda la península. Los que quieran, bajo su responsabilidad, pueden adentrarse en sus edificios abandonados, tan olvidados como misteriosos (con leyendas de fantasmas incluidas). Eso es lo que hay en Pedrosa, romanticismo y ningún bar, tampoco un puesto de helados, ni siquiera una furgoneta de la empresa local La Polar. Tranquilidad, silencio y vistas en un paraje escondido a la vista de todos que se encuentra de camino a las populares playas de Somo, Loredo y Langre.
Ecos de Billy Wilder
El teatro Infanta Beatriz, uno de sus edificios más emblemáticos, se sitúa en el extremo opuesto a la entrada de la península. A los pies del embarcadero y junto a una escalinata de piedra estaba el punto de acceso cuando no había puente y la marea lo inundaba todo. El cartel que indica qué es este lugar se resiste a bajar el telón. Dignas ruinas de las que ya no quedan las tablas sobre las que actores y actrices actuaron para los enfermos. El espectáculo ahora es la panorámica que se alcanza a ver desde aquí, que tiene algo de El crepúsculo de los dioses, de Billy Wilder; la bahía y la ciudad de Santander al fondo.
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Restos de carpintería original en el edificio María del Valle, en la isla de Pedrosa. María de Benito
El teatro no es la única construcción en la que la vegetación se filtra por las grietas y los árboles crecen sin el obstáculo de unos techos inexistentes. El deterioro y abandono del pabellón María Luisa Pelayo y los edificios Reina Victoria y María del Valle también permanecen ocultos bajo un manto verde que les convierte en sitios encantados. Sitios a los que quizá hubiera que rescatar por sus valores históricos, arquitectónicos y paisajísticos, igual que se ha hecho con las islas de San Simón y San Antón en la gallega ría de Vigo. En Cantabria hay más faros que memoria. De hecho, el pasado marzo este sanatorio cántabro fue incluido en la Lista Roja del Patrimonio que elabora la asociación Hispania Nostra, que recoge más de 800 monumentos que corren el riesgo de desaparecer si no se actúa de inmediato.
En la península de Pedrosa la naturaleza es la única que permanece. En 1989 el sanatorio cerró y al poco tiempo abrió un centro de acogida y de asistencia para drogodependientes. Los actuales huéspedes tratan sus adicciones en los edificios que se han rehabilitado, mientras los paseantes caminan en silencio. Unos y otros, de alguna manera, se benefician del entorno y su tranquilidad. Una superficie de 1.613 hectáreas en la que hay más ruinas que gente. Cuando baja la marea son más las personas que están mariscando que paseando. Cuenta una santanderina asidua a este lugar, cámara al hombro, que es con pleamar cuando hay que venir y así ver cómo Pedrosa se transforma en la isla que no es. Un brazo de tierra cuya piel se desconcha por culpa del abandono y el salitre. Pedrosa, que padece una psoriasis crónica, es más sanadora que hermosa.
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