El presidente de Colombia, Iván Duque, viajó este lunes a Cali en medio de la grave crisis política y social que vive el país. Unas horas antes de subirse al avión aseguró que no, que no iría a la ciudad donde más episodios violentos se están produciendo para no distraer con su presencia el trabajo de la policía. Sin embargo, rectificó después de las fuertes críticas que le lanzaron algunos políticos de su propio partido y las imágenes en las que se ve a civiles armados enfrentarse a los manifestantes para evitar más bloqueos. Duque trata de apaciguar un estallido social que amenaza con hacer ingobernable su último año de mandato.
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Los últimos en mostrarles su contrariedad al presidente, cada vez en una situación más difícil a medida que aumenta la tensión en las calles, son los miembros de su formación, el derechista Centro Democrático. “El presidente Iván Duque ha afirmado que para no distraer el trabajo de la policía no vendrá a Cali. Para no distraer la bancada, con su abandono por mi ciudad, renuncio a la vocería del Centro Democrático”, anunció en Twitter un senador de la región, Gabriel Velasco. Otra senadora de su partido, Paloma Valencia, le hizo un llamamiento público a ejecutar una acción militar “contundente y sostenida para restablecer el orden público”.
Duque respondió al llamado. Las escenas que llegaban de Cali eran preocupantes. La noche del domingo, ordenó el mayor despliegue policial del que el Estado sea capaz. Le pidió a la guardia indígena, una de las cabezas de la protesta, que volviera a sus territorios para evitar confrontaciones. Los indígenas recibieron disparos de hombres armados vestidos de civil cuando trataron de levantar retenes y bloquearon coches en las zonas más pudientes de Cali. La tensión era máxima.
De madrugada, Duque voló en el avión presidencial hasta Cali, un trayecto de 35 minutos. Allí celebró un consejo de seguridad pública y conversó con el alcalde de esa ciudad, Jorge Iván Ospina, y la gobernadora de esa región. A las cuatro horas regresó a Bogotá, donde le esperaba una reunión con los representantes del comité de paro. Del éxito de estas negociaciones dependerá en buena medida el futuro de Duque, al que le restan 15 meses en el poder.
Un país bloqueado —o a medio gas por momentos— , con una gran incertidumbre y siendo cuestionado por instituciones internacionales por la actuación de la policía durante las protestas, convertirían en un erial el final de su mandato. Porque, según sus propias proyecciones, le quedan deberes por hacer, como impulsar una nueva reforma tributaria, esta vez más consensuada. Colombia, sin unas nuevas reglas fiscales, corre el riesgo de aumentar su deuda y caer en el bono basura, según los analistas económicos. Duque está convencido de que es lo mejor para el país, aun a riesgo de comprometer su popularidad, muy tocada a estas alturas. Cree, según quienes le conocen, que el tiempo acabará dándole la razón.
Pero antes tiene que sofocar unas protestas que van a alcanzar las dos semanas. Arrancaron por la inconformidad con la reforma tributaria. Duque la retiró y se deshizo de su ministro de Hacienda que la había ideado. La calle no se apaciguó. Anunció que los militares saldrían a patrullar las calles para tratar de mantener el orden, pero el descontento no hizo sino aumentar.
Ahora, desde su partido, que trata de rehacerse del golpe de impopularidad que ha supuesto apoyar la subida de impuestos, le piden que aplique más mano dura. Su mentor, el expresidente Álvaro Uribe, el líder de esa formación, una figura hiperpresente en la vida del país desde hace dos décadas, aconsejó al presidente, desde su cuenta de Twitter, aumentar los efectivos de policía y antidisturbios en Cali y que se detenga “a la horda de bandidos que han invadido la ciudad”.
En esa retórica no cabe la negociación con los manifestantes. Duque, por un lado, se ha mostrado firme en la condena de los disturbios y en su intención de desplegar más fuerza en los lugares tomados por los manifestantes. Eso sí, nunca se ha referido de manera explícita y directa a las muertes de jóvenes a manos de la policía, 27 que pueden llegar a ser 38, según HRW, que estudia los casos. Organizaciones humanitarias denuncian también la desaparición de decenas de personas. Por otro, ha mostrado una predisposición al diálogo que no tuvo durante la primera semana.
En ese juego de equilibrios se mueve Duque para tratar de desactivar unas protestas muy dispersas y de muchos actores y factores que han paralizado una nación casi por completo. Los historiadores las consideran las más importantes de los últimos setenta años. Condensar las soluciones a todo ese descontento en un solo diálogo, en busca de un remedio aunque sea provisional, puede llevar tiempo. Y al presidente Duque no le sobra.
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