Hubo una década en que todo parecía ir a mejor: había caído el telón de acero y la democracia liberal no tenía rival. La UE daba pasos de gigante al poner en marcha una moneda común y expandirse al Este. La economía crecía sin freno y se llegó a proclamar el fin de los ciclos, porque la bonanza duraría para siempre gracias a la globalización, los avances tecnológicos y los sofisticados productos financieros que (se creía ilusamente) cubrían todo riesgo. Internet llegaba a las masas y prometía ser un espacio de conocimiento y libertad. La cultura alternativa se volvió mainstream. La serie Friends simboliza el espíritu de la época: seis jóvenes despreocupados y despolitizados, dedicados a disfrutar de la ciudad, de la amistad y de los amoríos.
Fueron los noventa, la última década en que creímos en el progreso. Lo que vino después fue una ducha fría: el 11-S y las guerras contra el terror, la gran recesión, el Brexit y Trump, la crisis de refugiados y ahora la pandemia. Si Fukuyama había proclamado el fin de la historia, “el siglo XXI trajo el fin del fin de la historia, porque la historia volvía con sus sobresaltos, sus matanzas y sus crisis”. Lo cuenta Ramón González Férriz (Granollers, 1977), que publica La trampa del optimismo. Cómo los años noventa explican el mundo actual (Debate).
“Ese optimismo de los noventa acabó en arrogancia, en la creencia de que dominábamos el funcionamiento de la política y la economía”, explica el periodista (Letras Libres, Ahora, El Confidencial) y ensayista interesado en la historia reciente (La revolución divertida, 1968: el nacimiento de un mundo nuevo). “Desde la posguerra estaba establecida la idea de que el curso natural de la historia era a mejor. Los jóvenes pensábamos que si estudiabas y aprendías idiomas, serías un profesional exitoso o al menos un empleado fijo”. Eso se quebró después.
Entonces se llevaba la moderación. Blair, Clinton o Schroeder ponían cara a la Tercera Vía, una socialdemocracia que asumía el liberalismo y pretendía superar las “trincheras ideológicas”. Tras la caída del muro de Berlín, el socialismo “se había vuelto conservador, mientras lo revolucionario era el neoliberalismo”, explica. Era la derecha la que pensaba reformas radicales; a la izquierda le bastaba defender el Estado del bienestar y los valores progresistas. La izquierda había ganado las batallas culturales de los sesenta: el feminismo, la tolerancia, la igualdad gay… “Y la derecha se había impuesto en lo económico: la liberalización, la financiarización de la economía, la obsesión por el rigor fiscal”. Esta última quedó grabada en Maastricht, y fue un corsé estrecho para el euro. A la UE, además, se le complicó la ampliación. “Creían que bastaba con que los países del Este adoptaran el modelo occidental para equipararse con las democracias más asentadas”. No era tan fácil. “Aún hoy la Alemania oriental es más pobre que la occidental, y allí se ha hecho fuerte la ultraderecha”.
No eran años de activismo, sino de hedonismo. Como el del Britpop, movimiento apadrinado por Blair, que se dejaba ver con músicos como Damon Arbarn (Blur) o Noel Gallagher (Oasis). Era la Cool Britannia, el Reino Unido que volvía a molar. El pop no tenía mensaje político (ni hay que exigírselo, matiza Férriz), y el indie tendía a lo introspectivo, al yo sobre cualquier causa. Apenas se gestaba una izquierda alternativa, poscomunista, que busca un relato nuevo en la resistencia a la globalización, vista como un nuevo imperialismo o colonialismo. Un mal diagnóstico, cree Férriz. “Sí que había perdedores de la globalización, pero estaban en las clases trabajadoras occidentales”.
La buena marcha de la economía (la llamaban “nueva economía”) era un bálsamo. Nadie observó que las bases eran endebles: la desregulación, malas prácticas financieras, los derivados que nadie entendía. Se desató un frenesí inversor sobre proyectos de Internet nada sólidos. El castillo de naipes se agitó con el pinchazo del Nasdaq (2000) y la quiebra de Enron (2001), para derrumbarse del todo junto a Lehman Brothers (2008). La revolución digital había derivado en “una chifladura”, describe Férriz. Al final, “el sueño ácrata de la web como un instrumento al margen del Estado y del mercado terminó en un espacio hipercapitalista, que reúne lo peor del sistema: la competencia feroz y los monopolios”.
En España la burbuja adquirió dimensiones colosales. Cumplidos los fastos del 92, logrado el objetivo de estar en el primer vagón europeo, el milagro descansaba en el crédito barato y la especulación inmobiliaria. El libro conecta ese fenómeno con el indie, que se benefició de que los ayuntamientos enriquecidos con el ladrillo competían en montar festivales. Todos querían ser Benicàssim.
Férriz compara la alegría que desprende Friends con la atmósfera de una comedia posterior, The Big Bang Theory, cuyos personajes rondan los 40 y siguen comportándose como adolescentes y compartiendo piso. Se esfumó el optimismo de los noventa, pero el autor ve otra trampa en el pesimismo de hoy, agravado por el coronavirus. La ciencia y la acción de los Estados pueden sacarnos de esta, asegura. “No creo que la vida vaya a ser irreconocible después de la pandemia. Esto es una gran tragedia, pero rechazo a quienes ven un apocalipsis”.
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