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James Turrel en Ciudad de México, pasajes de luz donde “te ves a ti mismo viendo”

Ni óleos, ni tintas, ni ready-mades, la materia prima de James Turrel (Los Ángeles, 1943) es la luz. Quien atienda la obra del artista estadounidense en Ciudad de México verá solo luz y espacio: entrará por un laberinto oscuro para encontrar un cubo azul luminoso cuya solidez es una ilusión de la visión, rectángulos formados por un halo de luz, hologramas, un óvalo iluminado con luces de neón que cambian de color, fotografías… Su obra se basa en un hecho: la luz contiene una fascinación que ningún otro objeto material puede emular.

“Mi trabajo no tiene objeto, ni imagen, ni foco. Sin objeto, sin imagen y sin foco, ¿qué estás viendo? Te ves a ti mismo viendo. Lo importante para mí es crear una experiencia de pensamiento sin palabras”, dice Turrel, considerado uno de los artistas más importantes de Light and Space, movimiento relacionado con el minimalismo y la abstracción geométrica que se originó en el sur de California en la década de 1960, influenciado por el pintor abstracto estadounidense, John McLaughlin. Antes de dedicarse de lleno al arte, criado en Los Ángeles en una familia cuáquera y aislado de electrodomésticos, Turrel fue piloto, restauró antiguos aviones, estudió psicología perceptiva, matemáticas, geología y astronomía, disciplinas que enriquecieron su obra.

La muestra Pasajes de luz ocupa dos pisos del Museo Jumex y uno está dedicado exclusivamente a la que es considerada su instalación más famosa: Ganzfeld (campo total, en alemán), donde seis visitantes a la vez —a los que invitan a apagar su móvil: están prohibidos los mensajes, las llamadas, las fotografías y también los zapatos, que tienen que ser cubiertos con una tela blanca— ascenderán a una pirámide antes de entrar a un entorno inmersivo, como si fuera un templo de campos de luz que cambian con el tiempo. Dentro de esta cámara de luz, el espectador llena el espacio de visualización “donde intenta orientarse buscando fragmentos o claves de perspectivas que se vuelven invisibles, lo que provoca el colapso de la visión al estimular y confundir simultáneamente los sentidos”, dice la historiadora de arte Adriana Krui Alamillo. En esta obra no hay nada más que luz, espacio y tiempo.

En su instalación ‘Ganzfeld’, el artista recrea el fenómeno de la pérdida de percepción de profundidad

El museo en la capital mexicana previene a los que visiten la instalación de posibles alucinaciones, vómitos o taquicardias. Los efectos fueron estudiados por primera vez en la década de 1930, por el psicólogo alemán Wolfgang Metzger, quien señaló que si un sujeto mira hacia un campo unificado e indiferenciado comenzará a experimentar alucinaciones y exhibirá signos de un estado alterado de conciencia. Turrel retomó estos experimentos durante su estancia en el Programa de Arte y Tecnología de LACMA, que sentaron la base para el desarrollo de sus piezas actuales.

El curador de arte Kit Hammonds sugiere que la obra invoca una experiencia espiritual o filosófica: “se ha dicho mucho sobre la educación cuáquera (comunidad religiosa fundada en Inglaterra cuyos adeptos creen en los principios de paz y su principal doctrina es la luz interior, esto los ha llevado a rechazar tanto el ministerio formal como todas las formas establecidas de adoración) de Turrell, un hecho que no niega ha influido en su propia filosofía y estética con su particular búsqueda de la luz interior, sin embargo, el artista no coloca sus creencias personales al centro de su trabajo”. Lo cierto es que el artista estadounidense ha pensado la luz no solo como materia de trabajo, sino como un elemento “muy poderoso”, sublime y trascendente, una experiencia que se puede compartir más allá de las palabras.

Aunque la piezas de vidrio elíptico curvo de Turrell está sujeta a la superficie de la pared, su presencia se extiende más allá del marco que la contiene, lo que recrea el efecto panorámico de mirar un campo infinito de color.

Lo mismo se ve en sus obras arquitectónicas en salas de reunión cuáqueras, en Estados Unidos, que en hogares de Corea, en viñedos de Argentina o en inquietantes instalaciones en cobertizos de pesca en Japón; en México, sus creaciones también brillan en el jardín botánico de Culiacán y en cenotes de Yucatán. Pero el gran proyecto de James Turrel está en el cráter de un volcán extinto en el desierto de Arizona, un ambicioso trabajo que lleva más de 40 años cocinándose en un auténtico palacio subterráneo con un domo para seguir los movimientos celestes, un túnel que se extiende a lo largo de cientos de metros para crear un telescopio gigante que capturará la parada luna mayor, un evento que ocurre cada 2000 años, cuando la luna alcanza los puntos más extremos en su camino a través del horizonte, con cámaras de agua que reflejan el amanecer o una habitación en la que los visitantes pueden ver su sombra junto con la luz de Venus y, quizá, si es que existe, también su luz interior.


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