Javier Utray (1945-2008) era probablemente la última figura destacada de su generación pendiente de alcanzar esa modesta porción de posteridad que para todo artista representa exponer en un museo. Más modesta y menguante desde que Paul Valéry advirtió en 1931: “Entre las muchas creencias moribundas, una ha desaparecido ya: la creencia en la posteridad”. El reconocimiento tardío es el precio que pagan heterodoxos, diletantes y camaleónicos artistas con pretensión de totales como Javier Utray, suma de poeta, pintor, músico, arquitecto y performer, además de filósofo. Y tal vez era el filósofo el encargado de orquestar el trabajo de los demás obreros, reunidos cada jornada en el cuarto de juguetes de su mente. ¿Reunidos, para qué? Sin duda, para ejercitar aquel “propósito de durar” que Valéry consideraba ya extinto hace 90 años y reivindicar así la “cuota de inmortalidad terrena a la que necesariamente aspiraba la época moderna”, según señaló Hannah Arendt en uno de los ensayos de Entre el pasado y el futuro.
Calibrada con la proporción exacta de humor y seriedad que distinguió al protagonista, la exposición en el CA2M de Móstoles refleja de forma diáfana la fidelidad de Utray a las raíces del movimiento moderno, indisociables para él de la línea genealógica iniciada por Duchamp y prolongada por Cage, junto a los cuales le vemos posar aquí y allá, en una suerte de juego de espejos fotográfico. Las paredes están repletas de pintura —no toda de su cosecha—, pese a tratarse de un devoto duchampiano, orgulloso de pintar por teléfono y “sin mancharse las manos”, como constataba hace dos décadas el crítico Mariano Navarro, responsable hoy, junto a Andrés Mengs, del comisariado de la muestra. Tarea nada fácil, por la complejidad de una obra que habría soportado mal el abigarramiento de propuestas como Los Esquizos de Madrid: Figuración madrileña de los 70, muestra colectiva vista en el Museo Reina Sofía en 2009, donde la participación de nuestro artista tenía, por lo demás, carácter secundario. Una batería de vitrinas amplía la vibración gráfica de las salas con cuadernos exquisitos y vestigios de algunas aventuras periodísticas (El Paseante, El Europeo) que le permitieron confraternizar con John Cale, Remo Bodei o Seamus Heaney, entre otros muchos músicos, filósofos y poetas. Son los restos de un naufragio sin pizca de melancolía, salvo aquella que pueda llevar consigo el visitante.
Ahora que todos tenemos quemadas las pupilas y que el solipsismo digital avanza más raudo que nunca, es el momento idóneo para internarse en el laberinto tejido por este mundano ermitaño, siempre absorto y siempre rodeado de amigos, que en el último lustro del siglo XX, inmediatamente después de su irrupción masiva en nuestras sociedades, identificó los teléfonos móviles con el signo del esclavo. Clarividencia de alguien que había explorado las posibilidades emancipadoras de la telefonía en un inaudito Concierto para centralita y varias extensiones telefónicas, que un puñado de bienaventurados tuvimos oportunidad de escuchar en el Teatro Pradillo de Madrid, sin que a nadie se le ocurriera la brillante idea de grabarlo para la posteridad.
En el catálogo de Los Esquizos de Madrid, Juan Manuel Bonet describía telegráficamente algunos rasgos del autor: “Figura secreta, enigmática, con un punto dadá. Clave en relación con Alcolea, quien lo retrató”. Ahí está, como testimonio de esa afinidad, el lienzo de Carlos Alcolea (1949-1992), tan vivo que los labios del modelo parecen no haber terminado aún de saborear el último trago: Los cinco sentidos. Retrato de Javier Utray (1988), antesala del sinfónico Grupo de personas en un atrio o alegoría del arte y de la vida o del presente y del futuro (1976), radiante cristalización de la memoria emanada del instinto precursor de Guillermo Pérez Villalta. Y ahí están los cuadros de sus compañeros de viaje: Juan Navarro Baldeweg, Santiago Serrano, Carlos Franco, Chema Cobo, como si hubieran ido prestándose unos a otros la misma paleta.
Ahí están las producciones audiovisuales, la complicidad magnética de Paloma Chamorro (1949-2017), las sucesivas exposiciones en la Galería Moriarty, una tirada de dados tras otra. Ahí está también la presencia vertiginosa de Nacho Criado (1943-2010), con su visión del firmamento de la modernidad hecho añicos: No es la voz que clama en el desierto (1990). Y ahí está, impregnándolo todo, el radical infantilismo que Utray compartió con otros dandis ilustres de la contracultura madrileña, desde Sigfrido Martín Begué (1959-2011), duchampiano empedernido, hasta Iván Zulueta (1943-2009), pasando por José Luis Brea (1957-2010) o José Manuel Costa (1949-2018). Todos ellos fueron fervientes incondicionales de un espíritu de vanguardia que, en el caso de Javier Utray, incorporaba una genuina y desconcertante deriva: la fascinación por el “ideal griego de paideia, es decir, por la educación real y auténtica del pueblo”, como declaraba en 1990 y recalcaba en 1997: “La única revolución pendiente es la paideia, una voluntad titánica de educación”. De qué modo hacerla es lo que ahora me gustaría preguntarle. Acaso comenzaría por “exigir espacios donde convivir con nuestra imaginación”, como le oímos predicar en uno de los vídeos. O por recitar los versos de su Don de lágrimas: “El gran tesoro / secreto y divino / del mundo / es lo que saben / los que no saben decirlo”.
Entre sus múltiples atribuciones, tampoco faltó la de oráculo generacional. “Hemos jugado con plena conciencia de que los tiempos eran malos e iban a peor”, recapitulaba en 1994. Tres años después, Javier Maderuelo le saludaba en estas mismas páginas como “cabeza visible de la agotada posmodernidad madrileña”; cinco más tarde, Miguel Cereceda anotaba: “Busca la provocación intelectual, desafiando nuestro código de percepción, interrogando la mirada y volviéndola contra sí misma”. Aquí están, en efecto, esa calavera visible y esa mirada reversible, en la tercera planta del CA2M, espacio de encuentro diferido del artista con la diezmada posteridad que todos encarnamos. “La inmortalidad” —susurra la voz filosófica de Arendt— “ha huido del mundo para encontrar una morada incierta en la oscuridad del corazón humano, que aún tiene la capacidad de recordar y decir: para siempre”.
‘Javier Utray. Un retrato anamórfico’. CA2M. Móstoles (Madrid). Hasta el 11 de julio.
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