Durante el breve tiempo en que llegó la pandemia y la escena política de Londres era el espejismo de un oasis, este corresponsal le preguntó a Nick Timothy, quien fuera el gurú de la malograda Theresa May, por qué no se reproducía en su país la visceralidad de España. “Intuyo que allí se arrastran conflictos del pasado que siempre vuelven a surgir”, aventuró, echando mano del tópico que ha alimentado durante décadas la imagen de un sur incorregible. La escandalera montada en torno al viaje de Dominic Cummings, el ideólogo del Brexit y asesor de cabecera de Boris Johnson, a la finca de sus padres, en aparente quiebra de las reglas del confinamiento, ha resucitado —con cierto histrionismo— el fantasma particular que nunca abandonó a esa parte del Reino Unido llamada Inglaterra que condensa en buena medida “lo británico”: la lucha de clases y el odio a las élites.
“La ciudadanía esperaba una disculpa o una dimisión. En vez de eso, se ofreció un mensaje muy simple: unas normas para ellos y normas distintas para todos los demás”, escribió en el Daily Mirror Keir Starmer, el nuevo líder laborista. Durante sus primeras semanas al frente del partido se había esforzado en llevar a cabo una oposición constructiva y templada, pero la tentación de montarse en la ola de la ira popular era irresistible.
Lo paradójico de esta historia es que Cummings no huyó a la mansión de Downton Abbey. Condujo 400 kilómetros sin parar hasta la finca que sus padres, un empresario de cierto éxito y una profesora, tienen en la localidad de Durham. La esposa del asesor, Mary Wakefield, había comenzado a tener los síntomas de la covid-19, y ambos decidieron que su hijo de cuatro años estaría allí mejor atendido mientras ellos se aislaban dos semanas en una casa contigua, dentro de la propiedad. Lo que no pudo entender este estratega despistado y solitario, que construyó con éxito la idea del Brexit a base de enfrentar al pueblo con las élites y cosechó multitud de enemigos durante el camino, fue que cuando las penurias se reparten, las excepciones no se toleran. “La brillantez del Brexit, del modo en que lo construyó Cummings, fue que no abolió la vieja división entre la clase alta y la clase baja; la transformó”, cuenta a EL PAÍS el escritor y columnista Fintan O´Toole, que ha analizado en profundidad la herida del Reino Unido en su ensayo Un Fracaso Heroico: El Brexit y la Política del Dolor (Ed. Capitán Swing). “Estos privilegiados alumnos de escuela privada como él mismo y Boris Johnson eran parte del pueblo, y los sindicalistas preocupados por la posible pérdida de empleos formaban parte de la élite. Era una tontería, pero funcionó. (…) La razón por la que el escándalo actual resulta tan devastador para Johnson consiste en que esta estrategia ha estallado. Ni la ficción podría superarlo. El hechizo de una alianza entre una clase alta revolucionaria y una clase baja irritada se ha acabado”, sentencia.
El intento de Cummings de explicar su odisea a la ciudadanía fue doloroso y humillante. Solo en el jardín trasero de Downing Street, sentado ante una mesa improvisada y sin dejar de beber agua, escuchó uno tras otro la retahíla de reproches de los periodistas que se levantaban por turno para exigirle frente a frente que pidiera disculpas o explicara por qué la ley era diferente para él. Más un tribunal popular que una rueda de prensa. “A nadie le importa realmente si Cummings se saltó o no las normas”, sostiene apasionadamente en un correo electrónico Jonathan Sumption, exmagistrado del Tribunal Supremo y una de las mentes más brillantes y provocadoras del Reino Unido. “Su verdadera ofensa a ojos de la ciudadanía es que no ha querido participar en la miseria impuesta a todos. Mucha gente se ha quejado de que no se le permitió visitar a su padre moribundo o acudir al funeral, mientras Cummings decidió viajar hasta Durham para aparcar allí a su hijo. Da igual que se trate de situaciones completamente diferentes. El confinamiento solo era aceptable en la medida en que el grado de miseria infligido fuera igual para todos”, dice.
Es muy probable que la torpeza del hombre-talismán de Johnson haya servido para resucitar la quiebra social que provocaron tres años de discusión sobre el Brexit, soterrada primero por la victoria conservadora en las elecciones de diciembre y mucho más por la urgencia y el temor ante una crisis sanitaria sin precedentes. Resulta revelador, sin embargo, que los argumentos incendiarios y los calificativos más hirientes no han sido provocados por la lenta y errática respuesta del Gobierno ante el virus, sino por el hecho de que uno de los hombres más poderosos en Downing Street, a semejanza de la ya conocida trayectoria de Johnson, decidiera que su propio juicio estaba por encima de la norma.
“Inglaterra es una familia controlada por sus peores miembros. Nos gobiernan los ricos y aquellos que acceden a posiciones de mando por derecho de nacimiento. Muy pocos de ellos son engañosos de un modo consciente, y algunos ni siquiera son tontos, pero como clase resultan incapaces de conducirnos hasta la victoria”, escribió George Orwell en su ensayo El León y el Unicornio, el análisis más certero hecho hasta ahora del alma inglesa y de las virtudes y defectos del país. Pocos tópicos se corresponden con la realidad, y hace ya muchas décadas que el Reino Unido se dirige más por hombres de la City financiera de Londres que probablemente no han pisado ni el colegio de Eton ni las universidades de Oxford o Cambridge, que por aristócratas que conspiran desde los clubes para caballeros de la calle Pall Mall. Pero Boris Johnson concentra todos los clichés: Eton, Oxford, erudición en griego clásico e indolencia en economía aplicada. Y lo que en circunstancias normales se aplaude como celebrada idiosincrasia, puede devenir resentimiento cuando las cosas vienen mal dadas. El primer ministro ha recibido la primera bofetada en la cara de su asesor.
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