Si Boris Johnson hubiera escuchado alguna vez la célebre frase del expresidente de la Generalitat de Cataluña Josep Tarradellas, aquella de que “en política se puede hacer de todo menos el ridículo”, seguramente habría discrepado. El político conservador británico ha demostrado ya con creces que el bochorno en carne propia es un arma igual de válida que cualquier otra para sobrevivir un día más. El primer ministro dejó atrás 2021 en medio de una sucesión de escándalos que hizo que muchos de sus compañeros de partido comenzaran a cuestionarse su continuidad en el cargo. A las fiestas en Downing Street durante las Navidades de 2020, en el momento más duro del confinamiento por la covid, se sumaba un asunto que el matrimonio Johnson llevaba meses arrastrando: el exceso de gasto, y el dudoso origen del dinero, en la decoración de su apartamento privado oficial, en el número 11 de Downing Street. Dos investigaciones paralelas sobre este último asunto concluyeron antes de fin de año. La de la Comisión Electoral y la del Asesor Independiente del Primer Ministro, Christopher Geidt (Lord Geidt). La primera señaló como principal culpable al Partido Conservador, y le impuso una multa de más de 21.000 euros. El monto total de la decoración, a manos de la diseñadora de moda —con estilo orgánico y campestre, pura country life británica— Lulu Lytle, superó los 120.000 euros. El dinero lo aportó, en su mayoría, el multimillonario empresario y donante del Partido Conservador David Brownlow.
Había una importante diferencia entre las dos investigaciones, que provocó que se torcieran las cosas para Johnson. La Comisión Electoral tiene autoridad total para iniciar pesquisas, reclamar la comparecencia de testigos o exigir la entrega de documentos públicos. El asesor independiente es un cargo nombrado por el propio primer ministro, y su función es la de recomendar mejoras o señalar fallos en el cumplimiento del Código Ético del Buen Gobierno. Es decir, su éxito depende en exclusiva de la propia voluntad individual de ser un Pepito Grillo molesto y del grado de colaboración que obtenga de los miembros del Ejecutivo. Lord Geidt exoneró en un principio a Johnson. Se creyó al político, cuando este le aseguró que, durante los ocho meses previos a las conclusiones de la Comisión Electoral, no estaba informado ni del avance de las reformas en el piso ni de dónde venía el dinero.
Pero con el resultado de la Comisión Electoral se publicaron también los intercambios de WhatsApp que Johnson había tenido con el acaudalado Brownlow, en los que le pedía más ayuda para completar la decoración. “Me temo que partes de nuestro apartamento siguen algo desordenadas, y desearía permitir a Lulu Lytle que las arreglara. ¿Puedo pedirle que se ponga en contacto contigo para que le des tu aprobación?”, pide el primer ministro al empresario en un mensaje directo y personal. “Por supuesto. ¡Dile a Lulu que me llame y lo solucionaremos enseguida!”, es la respuesta. El diálogo se ha hecho público este jueves, junto con las cartas intercambiadas entre Johnson y su asesor independiente.
La sensación de que Downing Street le había tomado el pelo descaradamente llevó a Lord Geidt a considerar seriamente la posibilidad de dimitir. Era un momento delicado para Johnson, y esa renuncia hubiera sido un clavo más en el calvario que estaba sufriendo. Aquí es donde surge la magia de un político que, como el Gran Houdini, se ha especializado en salir de las encerronas más complejas. Johnson explicó personalmente a Lord Geidt que, por aquellos días, se había publicado -EL PAÍS también se hizo eco de la información- que, durante varios años, el número del móvil del primer ministro había circulado libremente por la red. “Podrá comprender que, dados los problemas de seguridad a los que tuve que enfrentarme, me fue imposible acceder a mi teléfono previo y por eso no recordé los mensajes [con Brownlow]”, se justifica Johnson en su carta al asesor independiente. Es decir, el primer ministro se olvidó de unos mensajes, aunque su equipo en Downing Street fue capaz de entregarlos a la Comisión Electoral, e incluso de discutir si su contenido alteraba las conclusiones que ya había publicado el asesor independiente. Y, por supuesto, se olvidaron convenientemente de comunicarle estos hechos.
“Si se me hubiera informado de ese intercambio de mensajes extraviado [la cursiva es del asesor], habría realizado nuevas preguntas, y habría incluido este hecho en mi informe. Dudo que hubiera llegado a la misma conclusión redactada, en la que afirmé que el primer ministro tomó las medidas para hacer públicas las cuentas en cuanto se enteró de lo sucedido”, ha escrito Geidt en una carta hiriente para Johnson, pero —en lo que a él más le importa— no condenatoria. El asesor agradece la oferta del primer ministro de buscar los modos para reforzar su cargo, y admite las excusas ofrecidas por Johnson. Y, sobre todo, no dimite. Se mantiene en el puesto.
“Boris Johnson tiene escaso respeto por la verdad. El Código de Buen Gobierno exige un comportamiento transparente y honesto. Es simplemente imposible, después de leer ese intercambio [de wasaps], llegar a la conclusión de que el primer ministro no ha violado aspectos claves de ese código”, ha denunciado Angela Rayner, la número dos del opositor Partido Laborista. “Las patéticas excusas del primer ministro no engañan a nadie. Es simplemente el último de una serie de episodios lamentables”, ha afirmado.
Johnson se mantiene de pie en la cuerda floja. Un día más. Pero no ha logrado aún quitarse de encima un asunto delicado. Los laboristas quieren que abra de oficio una nueva investigación Kathryn Stone, la comisionada parlamentaria para Asuntos Éticos. Es la bestia negra de los conservadores. La alta funcionaria impuso la condena sobre el diputado Owen Paterson por defender en la Cámara de los Comunes intereses empresariales privados. La que Johnson quiso eliminar con un escandaloso cambio legal del que tuvo que echarse atrás, para enojo y rabia de muchos parlamentarios conservadores que, este jueves, no han celebrado la enésima resurrección de su desgastado líder.
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