Para Miriam Soberón escuchar las canciones de José José es una forma de purificación. Una purga de sentimientos con canciones de desamor. Este sábado por la tarde, apenas unas horas después del fallecimiento del artista, esta mujer de 54 años, tez pálida y cabello rojizo observaba a lo lejos la estatua del cantante mexicano, fallecido unas horas. Tenía 71 años y mucho arte, todavía, en sus venas. Pero un cáncer de páncreas ha arrebatado a México a uno de sus mitos. “La canción de Almohada me recuerda a mi divorcio, hace 23 años”, cuenta Soberón mientras sigue la canción con la cabeza.
El Príncipe de la canción, como era apodado en México, murió en un hospital al sur de Florida (Estados Unidos), a más de 3.500 kilómetros de Clavería, el barrio de Ciudad de México que le vio crecer. Allí, la figura de fibra de vidrio que en varias ocasiones han intentado robar, sigue presidiendo el pequeño parque de La China, a un paso de la que fue su casa, en el número 32 de la calle Tebas. El lugar se ha convertido este sábado en un una suerte de lugar de peregrinación de sus incondicionales: más de 300 personas entregaban coronas de flores y, a cambio, tomaban un par de selfis. También reabrían viejas llagas amorosas. “José José es un icono de la canción mexicana. Un fenómeno por ese timbre de voz, muy pulcra”, narra la mujer. Con los años, aquella voz privilegiada fue apagándose, en buena medida, por las inyecciones de cortisona con las que trataba de paliar sus tendencias depresivas.
En poco más de tres años, el país norteamericano ha perdido a dos de sus grandes referentes de la canción. La muerte fulminante de Juan Gabriel en agosto de 2016 sacó de sus casas a miles de chilangos que, entre mezcal y tequila, lloraban su muerte en la plaza de Garibaldi, la principal zona de mariachis en Ciudad de México. Con José José, la tristeza se trasladó a Clavería: no había otro sitio que mostrara más su esencia que su propio barrio, al mismo al que regresó hace cuatro años para firmar autógrafos. “Se veía desmejorado, pero siempre fue muy amable con nosotros”, aclara Soberón.
Frente a la escultura se reunía este sábado un grupo de cantantes que aprovechaba para homenajear a José Rómulo Sosa Ortiz, el verdadero nombre del artista, de la mejor forma posible: con su legado musical. “Si me dejas ahora, no seré capaz de sobrevivir”, cantaba Norma Juárez, de 58 años, mientras trataba de grabar la melodía con su celular. “¡Era el ruiseñor del romance!”, dice sin apartar las manos del aparato. En Clavería, José José escuchaba —a escondidas de su padre, que le exigía escuchar ópera y no música popular, según escribió en su autobiografía Esta es mi vida (2008)— las canciones de José Alfredo Jiménez, otro de los más grandes de la banda sonora al sur del río Bravo.
José José tiene un lugar reservado en el guion de las fiestas mexicanas: casi en el ocaso, cuando los bares están a punto de echar el cierre, aparece su prodigiosa voz aterciopelada. “Cuando vamos a ponernos triste nos decimos: ‘hay que tomar como José, José’. Un vaso de Bacardí [ron]…”, cuenta Ildelfonso López, de 46 años y bigote desaliñado. “Me he puesto borracho un chingo de veces escuchándolo, sobre todo con la de El triste, con la que agarramos la fiesta”, agrega el joven Enrique Zavala. “De pequeño escuchaba sus canciones, pero fue cuando empecé a crecer que les tomé sentido. ¡El desamor!”, completa Daniel Arrellano mientras voltea a ver de soslayo a su novia, Diana.
La voz y las letras de José José marcaron al México de los setenta, pero cruzan de manera transversal a las generaciones en México: abuelos, hijos y nietos han vibrado, indistantamente, con el Príncipe de la canción. La oleada de ofrendas hacia el artista de Clavería, el de la melancolía, apenas comienza.
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