A mi hermana Inma, siempre juiciosa, le entregábamos el plastiquillo que estaba dentro de la chapa del refresco donde venía impresa una letra. Había que formar la palabra Mirinda. Cada vez que lo conseguíamos, ella mandaba las letras por correo a un mágico apartado postal, que nos recompensaba con un single. El primer single que llegó a nuestra casa del pantano era un temazo, Embustero y bailarín, de los Pekenikes. Se podría decir que esas melodías instrumentales eran lo que nosotros entendíamos por música clásica. La cantábamos como si tuviera letra. Cuando aparecía el grupo en televisión, se hacía aquel silencio “bastante sepulcral” tan difícil de conseguir entre nosotros. Veo ahora la foto de Juan Jiménez, el saxofonista, en la portada de un libro, El plagio, escrito por su hijo Daniel. Es un retrato de fotomatón, de esos que nos hacíamos a las puertas del Simago y que, misteriosamente, nos definen mejor en esa época que cualquiera hecha en estudio.
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Daniel Jiménez ha escrito un libro único sobre su padre, sobre su madre también. Único porque cuenta una muy singular experiencia que padeció su progenitor y que afectó a su familia de manera dramática. Era su padre, Juan, un moderno de los setenta, que salió de Génave, un pequeño pueblo de Jaén, huyendo de la dura vida del campo para ser músico y hacerse hombre de mundo. Viajó por Europa, se hizo yeyé, alternó con chicas desinhibidas, se formó en los clubes mallorquines, y entró por la puerta grande en aquella formación extensa que eran los Pekenikes. Juan vivió la gloria del pop. Después, cuando la fama de su conjunto musical declinó, trabajó como productor y programador. Nunca abandonó el saxo y la flauta. En el auge ochentero de la televisión, su mente hiperactiva pergeñó la idea de un concurso televisivo. Lo presentó en TVE y para apuntalar el proyecto reunió todos sus ahorros y grabó un piloto. Se dejó un capital porque se trataba de un show impactante.
A principios de los noventa llegó a España la televisión privada, con sus sueldos millonarios, presupuestos inflados y la brutal competencia entre cadenas. Algunos directivos de la pública emigraron a la privada, donde se hacía, por aquel entonces, una fortuna. Los que estrenamos aquellos canales sabemos el nivel de dispendio que agitaba la vida de los ejecutivos y de las estrellas. Aquellos estudios fueron el paradigma del nuevorriquismo de esa década. Quiso el destino que Juan Jiménez entregara su concurso a tres de esos directivos que dijeron adiós a la pública. Los tipos, con esa falta de escrúpulos tan de esa época, se llevaron el proyecto bajo el brazo y sin dar cuentas a su creador estrenaron el programa a bombo y platillo en la privada.
Aunque en el libro no aparece el nombre del programa, podemos deducir que se trataba de El juego de la oca, uno de los shows más populares que ha habido en nuestro país. El músico denunció el plagio, pero las malas artes de un abogado sobornado por el enemigo frustraron su empeño de defender lo que era suyo. La cadena se forró y Juan Jiménez perdió el dinero invertido y el que hubiera ganado de haber sido reconocida su autoría. La ferocidad de esas empresas unida a que el nuestro era un país poco formado en la defensa de los derechos intelectuales condujeron al fracaso a nuestro héroe, porque sin duda Juan Jiménez se nos presenta en este libro como un Quijote, alguien que a pesar de perderlo todo no ceja en su empeño de que la verdad algún día prevalezca.
Daniel Jiménez ha escrito sobre esa obsesión paterna, que critica y defiende a un tiempo. Admira el tesón del padre, pero evidencia que el encabezonamiento y la entrega a esa causa hirió seriamente el bienestar familiar. Los Jiménez no levantaron cabeza, desde entonces se mantuvieron lampando y al día, víctimas de una economía precaria que heredaron los hijos, a veces se diría que como una maldición. Pero hay una redención en estas páginas, una idea honda de que ser querido por tus padres es la batería emocional del superviviente. El autor agradece el amor recibido, asume su adultez y reivindica la honestidad heredada. Hay en el libro un perdón implícito y una abierta admiración. Está escrito con sobriedad y belleza. Al acabar esta pequeña, pero punzante historia de perdedores miramos la foto de la portada y nos sentimos ahí: somos el adulto y el niño a un tiempo, podemos comprender nuestros errores como padres y como hijos.
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