Como la vida no imita al arte, imita a Los Simpson, algunos docentes, consternados porque los niños, influenciados por la omnipresente El juego del calamar, juegan a dispararse, han emulado a Marge contra Rasca y Pica y han hecho saltar las alarmas. Hay centros que han prohibido los disfraces de la serie en Halloween e incluso quien exhorta a “revisar los referentes del siglo XXI”.
No tengo claro qué referentes son adecuados, pero sí que muchos de mis recreos también fueron propiedad intelectual de guionistas televisivos. Una temporada, por ejemplo, nos dio por jugar a Los Ángeles de Charlie contra los violadores. Aunque, afortunadamente, no teníamos ni idea de en qué consistía violar, barruntábamos que implicaba desnudez y al grito de “¡lo azul es carne!”, la peor parada en el reparto de papeles intentaba despojar del mandilón al resto para dejar visible el azul del uniforme mientras los Ángeles la perseguían gritando ¡bang!. Hasta que una niña llegó con uno de aquellos parches para corregir el ojo vago y como ya teníamos Falconetti nos pasamos a Hombre rico, hombre pobre, a pesar de que ninguna la había visto. Era innecesario, la imaginación rellenaba los huecos. De eso trataba la infancia, de ir uniendo puntos aunque algunas veces nos saliéramos del cuaderno.
No recuerdo que aquellos recreos que hoy nos harían aparecer pixeladas en Espejo público dejasen más secuelas que alguna rodilla raspada. La mayor víctima era aquel mandilón que salía de casa primorosamente planchado y retornaba como si volviese del desastre de Annual. Ninguna monja pidió explicaciones a los padres por aquellos juegos sádicos. Tampoco se las pidió a ellas ninguna madre cuando uno de los Ángeles del patio se clavó chinchetas en las manos después de que nos llevasen a ver Agnes de Dios. Todo quedaba entre criaturas celestiales.
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