Tras años de promesas de una política común europea migratoria y de fracasos reiterados en conseguir un proyecto que respete la dignidad humana, se ha ido apuntalando en el tiempo un estado de suspensión de derechos en las fronteras interiores y exteriores, que se aproxima al estado de naturaleza en el que los seres humanos son cazados, despreciados, apresados y expulsados, sin más perspectiva que reproducir esta misma situación. Es lo que ocurre entre Francia y Reino Unido, Alemania y Polonia, Polonia y Bielorrusia, Grecia y Turquía, Italia y Libia…
En Calais, unas 6.000 personas (afganos, sirios, eritreos, entre otras nacionalidades) sobreviven en condiciones infrahumanas; Francia rechaza acogerlos y, aparentemente, no desanima a quienes desean pasar clandestinamente, en intentos desesperados, a la orilla inglesa. Desde el Brexit, las negociaciones entre los dos países vecinos para encontrar soluciones humanitarias es una frustración de antemano, de modo que la única vía que queda es franquear, de noche, la peligrosa travesía del canal de la Mancha. A la sazón, el 2 de noviembre, 800 personas se jugaron así la vida: 450 lo lograron, 300 fueron rescatados en el mar por Francia, y 50 desaparecidos. Con todo, la idea del Gobierno es descartar infraestructuras permanentes en frontera y “reasentar” en pisos precarios para el invierno a migrantes y solicitantes de asilo como factor de disuasión de toda pretensión de permanecer en el país.
El drama se repite en los lugares de paso entre Grecia y Turquía, o Italia y Libia. En Eisenhüttenstadt, en Brandeburgo, la afluencia de iraquíes, afganos, sirios, yemenitas, iraníes, etcétera, es cada vez mayor. Llegan empujados desde Bielorrusia, que los “recibe” con métodos neonazis, pasando por Polonia, que rechaza examinar sus expedientes y los traslada brutalmente a la frontera alemana. En el centro de acogida ya hay millares de personas viviendo en la precariedad perimetral. Y Alemania tampoco quiere “guardarlos”. Acabarán vagando hacia otros países europeos, e igualmente confinados y sin derechos por donde quiera que vayan.
En una palabra, la Unión Europea confiesa claramente su impotencia ante la trágica demanda migratoria. El respeto de los derechos que asisten a migrantes y demandantes de asilo se ha desvanecido precisamente en los lugares en los que deben hacerse valer: en las fronteras. Las estrategias del avestruz de los Estados miembros han construido un verdadero callejón de confinamientos sin salida, minando asimismo los propios principios de la democracia europea. Alemania desperdició la oportunidad de reformar la política europea migratoria durante su turno de presidencia de la UE; Francia, que tomará el testigo el próximo enero, pretende hacerlo, pero no deja de inquietar, pues es el país que ostenta las leyes más duras sobre la inmigración. La ausencia de un acuerdo común que sedimente la dignidad humana como eje ha abierto el paso al argumentario de la extrema derecha, que aprovecha ya esta situación de abandono de inmigrantes y refugiados para vender electoralmente su programa xenófobo. Mientras tanto, seres humanos continuarán jugándose la vida en las fronteras europeas.
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