Una, dos, tres bombas, tres explosiones provocadas por la voluntad terrible, y las fuerzas, de Julian Alaphilippe condenaron a la selección belga, a su líder único, Wout van Aert, a su Mozart genial, Remco Evenepoel, al papel de protagonistas del heroico pero triste ensayo titulado el sacrificio condenado. Poco más de 18 kilómetros después de su última bomba, la que le dejó ya solo en la penúltima ascensión de la calle de San Antonius, en el centro histórico de la vieja Lovaina universitaria, la que acabó con toda la esperanza del resto de los mejores corredores del mundo, Alaphilippe, de 29 años, llegó, siempre solo, a la meta, ganador, campeón de nuevo, campeón de nuevo, donde vistió otra vez, como en Imola hace un año, el maillot arcoirisado que lucirá un año más para mostrar a todos quién es el campeón del mundo. “Y para sentir su peso, que es agotador y que pensé que olvidaría para siempre”, dice el francés. “Pero, al final, no me ha quedado más remedio que asumir mi estatus y hacer todo lo posible para volver a ganarlo”.
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Medio minuto más tarde, el último grupo de resistentes esprintó para la medalla de plata. Segundo terminó el neerlandés Dylan van Baarle; tercero, el danés Michael Valgren; cuarto, y primer belga, Jasper Stuyven, y quinto el más generoso de todos, el norteamericano Neilson Powless. El grupo de Van Aert y los hermosos derrotados -Van der Poel, Colbrelli- llegó a más de un minuto. El mejor español fue el asturiano Iván García Cortina, 23º, a 6m 27s.
Con todos ellos pudo, un día de calor y nubes en la capital del Brabante flamenco, la táctica de ataques incansables y lejanos desarrollada por Francia y Alaphilippe, jinete ágil, feliz y feroz, quien, como todos los ciclistas a los que se admira más ahora, Van Aert, Van der Poel, Evenepoel, Pogacar, Roglic, es un amante fiel del uso generoso de la dinamita en carrera. Alaphilippe, que renunció a los Juegos Olímpicos de Tokio porque prefirió quedarse en casa junto a su mujer y a su hijo, Nino, que nació en junio, es el séptimo ciclista, tras Ronsse, Van Steenbergen, Van Looy, Bugno, Bettini y Sagan (este, tres veces seguidas lo hizo) que repite arcoíris en los 100 años de historia del Mundial. “Supongo que es algo que disfrutaré contándoselo a mi hijo”, dice el bicampeón. “Y también que nunca imaginé que volvería a llegar solo a la meta, como hace un año, que haría solo los últimos kilómetros, y sigue pareciéndome increíble”.
A las dos y media oyeron acercarse al pelotón y empezaron a rugir las multitudes apretadas junto a los viejos muros de la iglesia de San Pedro y en las esquinas cercanas de la vieja Lovaina, católica y universitaria, tantas piedras, y en todas hay un bar chorreando cerveza. Así es el ciclismo en Flandes, una kermesse, una fiesta todos los fines de semana, y unos héroes a los que se espera sin desfallecer. “¡Wout van Aert, olé, olé, olé”!, gritan una y otra vez jóvenes y niños, y tan rítmicamente como sus voces se agitan los vasos de cerveza en sus manos, las banderas amarillas con leones de Flandes negros que llegan tan alto casi como hasta el campanario truncado de la iglesia, y las campanas no retumban, no suenan. Por delante de todo el pelotón, a 100 kilómetros aún del final de la carrera, no llega su Van Aert, su pasión, su amado, sino un asturiano con un casco que esconde sus rizos. Es Iván García Cortina, el mejor de los españoles –el líder, Aranburu, se ha caído y se ha retirado–, que acaba de atacar. Lo hace desde tan lejos porque no tiene esperanzas, porque piensa que si está delante “cuando arranquen las motos”, cuando los mejores se muevan, podrá estar con ellos un buen rato, pero su salto, curva hacia abajo a la derecha, hacia la cuesta de la calle Decoux, es la señal que muchos esperaban. En su persecución, el pelotón, que era de 100 entonces, se rompe. No es la primera vez que el grupo se convierte en una multitud de grupitos, pero sí la definitiva. Ya no se vuelve a recomponer. Y a Cortina no le queda nada.
Aunque se crea dueño de su destino, hijo de su voluntad, como se creen casi todos los ciclistas, como Evenepoel, admirado en el mundo entero, Cortina, fogoso, inquieto, no es sino una pieza más de la dinámica de la carrera, movida y velocísima desde el principio, acelerada por el deseo de Alaphilippe y de todos los franceses, y por la determinación de los belgas, que se niegan a no ser protagonistas y aceptan, voluntariamente, su sacrificio, y la fe de los italianos en su Sonny Colbrelli feroz. Antes del ataque del asturiano que desata una reacción de los mejores, la carrera, una película de acción de intensidad sin sentido casi desde el primer kilómetro, ya se había roto en la cuesta asfaltada de Smeys (700 metros al 9%, y unos metros al 18%), en Overijse, entre viñedos de uvas dulces y campos de maíces
Está el Mundial en el llamado circuito flamenco, discurre por carreteras en las que les salieron los dientes a los ciclistas flamencos y también a Alaphilippe, que corre en un equipo belga y allí gana a menudo. Y allí ataca un francés, Cosnefroy. Empieza el festival de fuegos artificiales con dinamita de verdad. A su rueda se va Evenepoel, que no traiciona a nadie: se sacrifica por el equipo, por Van Aert, líder único, porque solo así, sabe, se ganará el corazón de la afición, el amor de sus prójimos, el mayor deseo de un ciclista en Flandes, donde la vida no consiste solo en ganar carreras. La física de fluidos que maneja Thomas Voeckler, tan volcánico en sus años ciclistas como fino estratega en su papel de seleccionador francés, genera un grupo de 15 atacantes, y entre ellos Imanol Erviti, el más flamenco de los corredores españoles de ahora. Y, entre ellos, ningún italiano. Dice Voeckler que el Mundial es un rompecabezas, pero es más una partida de ajedrez en la que todos los jugadores sacrifican piezas pensando siempre en un bien mayor. Bélgica comienza a sacrificar a Evenepoel, cuyos movimientos no dejan indiferente a nadie, e Italia acaba con Matteo Trentin, en teoría su segundo hombre, en la práctica un rodador tremendo que tira del pelotón, de su Colbrelli y de todos los demás, durante 40 kilómetros, y no deja de hacerlo hasta haber alcanzado a los levantiscos.
Y la paz la rompe después Cortina y la guerra la aviva Francia, una llama siempre viva, con Madouas, y su mecánica de movimientos genera otra vez la inquietud de Evenepoel y un nuevo grupo que la dinámica de fluidos y más sacrificios de los daneses de Valgren y de los británicos de Pidcock, convierte en un imán al que se pegan, ya destacados, los mejores del Mundial. Quedan 58 kilómetros. Alaphilippe, su instinto, su único guía, ataca y hace moverse a Van Aert por primera vez. Y descubre, y todos con él que el líder belga, extrañamente, no le puede seguir bien, que necesita que Evenepoel le recomponga.
Acaban de dar las cuatro cuando lo que queda de Mundial, 17 en cabeza, regresa a la iglesia de San Pedro. Nada más pasar a los aficionados y sus cervezas, Alaphilippe ataca en la cuesta de Wijnpers, y le responde solo Colbrelli. “Lo hice para probar. Vi que Evenepoel volvía a acercar a Van Aert”, explica el francés, que levanta el pie y espera a la cuesta empedrada de San Antonius. “Volví a atacar porque lo llevo en el corazón, porque solo me gusta correr así y esta vez me quedé solo, y no me lo creía”. La última vez que pasa ante los aficionados belgas, solo, la vuelta de honor del ganador, descubre la tristeza de los derrotados. “Los aficionados me pedían que me frenara, que me dejara coger por Van Aert, y otras cosas que no puedo repetir”, dice. “Y eso me motivó para ir más deprisa todavía”.
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