Hay una cita del escritor James Baldwin que es importante para Kamala Harris: “No existe un momento en el futuro en el que vayamos a resolver nuestra salvación. El desafío está en el presente. El momento siempre es ahora”. Traducido a la política, ella entiende que el poder está para usarlo. No hay un futuro en el que las cosas serán más fáciles. En palabras de la propia Harris: “El capital político no genera dividendos. Tienes que gastártelo y asumir las pérdidas”.
Kamala Devi Harris hará historia el próximo miércoles en Washington al ser la primera mujer en jurar el cargo de vicepresidenta de Estados Unidos después de casi dos siglos y medio de república. También es la primera persona negra en ese puesto. Y la primera asiática en la Casa Blanca. Esa foto será, por sí misma, un antes y un después en la historia para todos los grupos demográficos apartados del poder hasta el siglo XXI. Pero al día siguiente comenzará la tarea de un Gabinete que tiene por delante una tarea de reconstrucción no vista desde la II Guerra Mundial. Deberá reconstruir la economía, el predicamento internacional, el funcionamiento de las instituciones —y el respeto hacia ellas para que no se repitan hechos como el lamentable asalto al Capitolio del pasado día 6— y, quizá lo más difícil, la cultura cívica arrasada por cuatro años de guerra mediática y política al ritmo asfixiante de las redes sociales. Ese admirado intangible que hace que los americanos sean, primero, americanos, antes de ponerse cualquier etiqueta más, y se reconozcan unos a otros como tales. En esa tarea es cuando el mundo necesita saber quién es Kamala Harris. La primera mujer vicepresidenta, sí. Pero quién es. Para qué quiere el poder y qué hace cuando lo tiene.
El presidente saliente, Donald Trump, y el entrante, Joe Biden, fueron niños de los años cincuenta. Aunque en las antípodas ideológicas, ambos traen consigo una particular carga generacional. Crecieron en un Estados Unidos en el que la única representación pública de las mujeres era como amas de casa en anuncios de aspiradoras. El país que educó a Trump y Biden era propiedad exclusiva de padres de familia blancos y heterosexuales. Con Harris, nacida en 1964, vuelve a la Casa Blanca la generación de Barack Obama, que es solo tres años mayor que ella. Una generación que empezó a entender el mundo en los años setenta, viendo por televisión un país en convulsión y transformación cultural profunda.
Harris es hija de una inmigrante india y un inmigrante jamaicano que se conocieron como estudiantes en la Universidad de Berkeley y vivieron siempre en la zona este de la bahía de San Francisco. Se separaron cuando Kamala y su hermana, Maya, eran niñas. Crecieron con su madre, Shyamala Gopalan, en Oakland, por entonces el epicentro de los movimientos afroamericanos de California que alumbraron el partido radical de los Panteras Negras. Como inmigrante india, Gopalan sabía que en EE UU era de color (eufemismo que se usaba en la época para referirse a las personas negras). Venía además de un hogar en Delhi con tradición de activismo político. En sus memorias, Harris explica que su madre las educó para ser conscientes de que eran mujeres negras en América. Gopalan se iba a asegurar de que sus hijas se empapaban a fondo de la cultura negra en ebullición del este de la bahía. Para Kamala Harris, esa educación se dio en un espacio concreto. El Rainbow Sign fue un centro cultural que se convirtió en lugar de encuentro de las voces más reconocidas de la cultura negra de los setenta. Allí había talleres y eventos para familias con niños. “Era un lugar diseñado para diseminar conocimientos, conciencia y poder”: así lo define Harris en sus memorias, y recuerda haber visto allí de niña charlas de Shirley Chisholm, la primera congresista negra de EE UU, la novelista Alice Walker (El color púrpura) o la poeta Maya Angelou. Otros habituales eran James Baldwin o Nina Simone.
La hoy inminente vicepresidenta iba todos los jueves por la noche a aquel centro cultural, como explica Scott Saul, profesor de literatura en Berkeley, que ha investigado el legado del Rainbow Sign y esa época en la vida de Harris. “Allí aprendió lo que significaba ser una mujer negra en Estados Unidos y qué posibilidades tenía”. Las mujeres que dirigían el Rainbow Sign habían roto techos de cristal en sus ámbitos profesionales. El grupo de política al que acudía Harris, asegura Saul, no era de mujeres idealistas, sino que tenían una visión muy pragmática de las cosas. “Una de ellas escribe: ‘La política no es bonita o agradable, no es una actividad purista, es una cuestión de quién es capaz de negociar desde una posición de fuerza”. Saul traza una línea directa entre aquellas enseñanzas y la forma de entender el poder de Harris en su etapa profesional. El Rainbow Sign abrió en 1971 y cerró en 1977, cuando Harris tenía 12 años. Fue justo el año en que se mudó a Montreal, donde le había salido un trabajo a su madre.
Volvería a San Francisco para estudiar Derecho y ser fiscal. Asegura que eligió ese camino porque lo vio como una forma de depender de sí misma, no de otros, para corregir injusticias. El fiscal jefe de un distrito (condado) o un Estado es un cargo electo en Estados Unidos. Es un cargo semipolítico que dirige el ministerio público y, de facto, todos los cuerpos de policía bajo su jurisdicción. Es un sillón de alto voltaje y con mucho impacto en el público, pues se le hace responsable de cualquier cuestión de seguridad ciudadana y justicia penal. Kamala Harris se curtió primero en la Fiscalía del condado de Alameda, una oficina con su propia leyenda. En ese despacho empezó su carrera Earl Warren, el mito del republicanismo que después fue fiscal general de California, gobernador del Estado y, finalmente, el presidente del Tribunal Supremo que dominó los años sesenta.
Haber hecho su carrera como fiscal, al frente de las fuerzas de policía, ha creado una imagen de Harris que choca con el idealismo y la combatividad en los que creció. Le ha dado reputación de mujer pragmática, que se olvida de sus ideales progresistas cuando no convienen. Para Scott Saul, la nueva vicepresidenta sigue representando la cultura negra de Oakland, al menos “una capa de Oakland”. “Creo que las palabras que escuchó Kamala la inspiraron. Al mismo tiempo, ha elegido su propio camino, ser fiscal del distrito, que la ha enfrentado a gente con la que creció. Pienso que está muy influenciada por aquel ambiente y la visión del black power. Pero lo ha llevado hasta un sitio que nadie podía imaginar. Lo ha llevado a la Casa Blanca. Al menos una versión de ello”.
Esa versión del poder negro en una oficina de fiscal comenzó a tomar forma en la Fiscalía de San Francisco. Harris dedicó sus treinta y tantos a hacerse un nombre habitual en los círculos de cargos y donantes en el Partido Demócrata de la bahía, que no es cualquier partido demócrata. Es el hogar político de Nancy Pelosi, Dianne Feinstein, Barbara Boxer o Jerry Brown. En 2003, ganó la elección para ser la primera mujer negra fiscal del distrito de San Francisco tras imponerse al favorito. Sería la primera de todas las primeras veces de su carrera.
Fue una sensación en California. Un perfil en profundidad de Los Angeles Times decía de ella que era “una llamativa mujer de 39 años con una sonrisa radiante, conocida por su intelecto, su disciplina en el trabajo y, según un abogado, ‘el aura de su personalidad”. Ya era, oficialmente, una estrella ascendente. Aquel perfil la veía como la versión femenina de Barack Obama, otra joven estrella demócrata que por entonces se presentaba al Senado por Illinois y había asombrado al partido con su discurso en la convención de aquel año. Cuando Harris se presentó a la reelección, nadie le disputó el puesto.
El siguiente objetivo fue la Fiscalía General de California, en 2010. Harris se hizo un nombre en San Francisco tratando de aplicar la versión más moderada del duro sistema penal norteamericano y californiano. Se negó a pedir sentencias de muerte y puso en marcha un programa de reinserción. “Durante demasiado tiempo nos han dicho que solo hay dos opciones: ser duro con el crimen o blando, una simplificación que ignora la realidad de la seguridad pública”, escribe Harris. “Puedes querer que la policía detenga los delitos en tu barrio y también querer que no usen la fuerza en exceso”.
Se ganó el puesto en la papeleta al imponerse a otros seis demócratas. Entre ellos estaba el hoy congresista Ted Lieu. “Lo que aprendí de presentarme contra Kamala Harris fue que nunca te presentes contra Kamala Harris”, confiesa por teléfono Lieu. “Es brillante, es apasionada, e hizo una campaña increíble”. Para Lieu, ella tiene “la habilidad de conectar con la gente, pero también de pelear por los temas que importan y conseguir cosas”. Y concluye: “Va a ser una vicepresidenta fenomenal”. Hoy, Lieu es congresista por el distrito 33 de California. Su circunscripción incluye, precisamente, el exclusivo barrio de Brentwood, en las colinas de Beverly Hills, donde vive Harris con su marido, el abogado Doug Emhoff, y sus dos hijastros. Es decir, va a ser el representante en el Congreso del barrio de la vicepresidenta, donde se codea con la élite de Hollywood. “Son buenos vecinos”, bromea.
Aquella elección confirmó que Harris era algo más que una joven promesa demócrata. El estratega político Dan Newman, que hoy es asesor del gobernador de California, Gavin Newsom, trabajó en aquella campaña. “La elección de fiscal general se consideraba prácticamente imposible”, recuerda Newman por teléfono. “Era un puesto que se asumía que iba a ser para un republicano y tenía que ser un hombre blanco. ¿Una mujer de color de San Francisco? Olvídalo. Pero ganó, y cuatro años después se presentó casi sin oposición”. Harris ganó por menos de un punto contra el aspirante republicano. Fue un terremoto político en California. La etiqueta de Harris como candidata, el eslogan que mejor la vende como personaje político, opina Newman, es “intrépida” (fearless). Es alguien que se vende políticamente como “una pionera acostumbrada a romper estereotipos y mostrar que hay otra manera de hacer las cosas”.
La siguiente escena importante en esta carrera es una bronca a gritos por teléfono. En un lado de la línea está Jamie Dimon, presidente de JP Morgan, uno de los grandes bancos de EE UU. En el otro, la recién elegida fiscal general de California. Es febrero de 2012. “¡Estás intentando robar a mis accionistas!”, grita Dimon. Harris responde: “¿Tus accionistas? ¡Mis accionistas son los propietarios de casas de California! Ven a verlos y me cuentas quién ha robado a quién”. “Parecía una pelea de perros”, recuerda en sus memorias.
La fiscal había sido elegida justo a tiempo para encontrarse un acuerdo que llevaba un año cocinándose entre los cinco mayores bancos hipotecarios de Estados Unidos (JP Morgan Chase, Wells Fargo, Bank of America, Citigroup y AllyBank/GMAC) y una coalición de 50 fiscales generales estatales que habían denunciado las prácticas abusivas con los desahucios, consecuencia de la catástrofe inmobiliaria de finales de la década pasada. La indemnización que se había pactado dejaba entre 2.000 y 4.000 millones de dólares para compensar a las víctimas de los desahucios abusivos. A pesar de ser una recién llegada, Harris se negó a firmarlo porque le parecía poco para el daño causado. Dijo que eran “migajas”. Vio clarísima la oportunidad de usar el poder y decidió gastarse el capital político ahí. El momento siempre es ahora, como decía James Baldwin. Sin la firma de California, el Estado con más víctimas, el acuerdo era papel mojado. Dos semanas después de la bronca a gritos con Jamie Dimon, los bancos aumentaron su oferta a 20.000 millones de dólares para cerrar el acuerdo con Harris. Para hacerlo ignoró incluso las presiones de la Casa Blanca de Barack Obama, su aliado y amigo, que quería cerrar un acuerdo y pasar página cuanto antes. Además, establecía nuevas normas en el proceso de desahucio que hacía más fácil a los propietarios defenderse. Hubo sus claroscuros. El acuerdo significaba también el cese de las investigaciones sobre las prácticas depredadoras de los bancos y Harris fue criticada por ello. Pero ese fue seguramente el mayor ejercicio de poder de su carrera.
Hubo otros. Como fiscal general, se negó a defender ante el Tribunal Supremo una ley contra el matrimonio gay que la supuestamente tolerante California había aprobado en referéndum (la infame Proposición 8). El gesto contribuyó a que fuera declarada inconstitucional. En otra ocasión, se negó a tramitar una propuesta legislativa popular, lo cual es su obligación, porque era insultantemente homófoba.
Años después, en el Senado, no encontraría la forma de ejercer el poder legislativo por la división cainita en Washington, pero cuando tuvo una oportunidad de enseñar al público todo el poder de un senador, la aprovechó, de nuevo, a fondo. Durante las comparecencias para la confirmación del juez Brett Kavanaugh para el Tribunal Supremo, Harris dio una lección de interrogatorio curtido en mil juzgados. Ni siquiera le acusó de nada concreto: “Usted sabe muy bien lo que ha hecho y estamos esperando a que nos lo diga”. No sabemos si Kavanaugh efectivamente tenía algo que ocultar o no, pero ella logró que sus respuestas vagas y balbuceantes dieran esa sensación al jurado, que era el pueblo estadounidense. Ahora, en su calidad de vicepresidenta y tras ganar los demócratas en Georgia, su voto será esencial para deshacer empates y decantar mayorías en un Senado dividido a partes iguales entre los dos partidos. Y eso sí que será todo un ejercicio de poder.
Como cualquier mujer poderosa y además con buena imagen personal, las críticas a Kamala Harris tienen fácil bordear el sexismo. El mejor ejemplo no es una crítica, sino una alabanza, y de uno de sus grandes aliados políticos. En un acto de recaudación de fondos en 2013, Barack Obama dijo: “Es brillante, trabajadora y dura, es exactamente lo que se requiere en una persona que impone la ley y se asegura de que se trata a todo el mundo por igual. Y además resulta que es la fiscal general más guapa del país”. Unos días después, el portavoz de la Casa Blanca estaba pidiendo disculpas públicas por el comentario.
En la época del acuerdo de los bancos se especulaba en California con que su ambición era ser gobernadora del Estado. Seguramente, así era. Todo cambió cuando una leyenda como Barbara Boxer anunció su retirada del Senado. California tenía dos mujeres senadoras desde 1992, cuando fueron elegidas Dianne Feinstein y Boxer. Todas las estrellas políticas consolidadas de California se habían imaginado a sí mismas en el Senado. Sin embargo, cuando Harris anunció su candidatura no hubo discusión. El partido entero se hizo a un lado.
Se encontró, sin embargo, con un contendiente en primarias, la congresista Loretta Sánchez. Harris era ya un rostro muy poderoso en el Estado y aplastó a Sánchez por más de 20 puntos en una elección que pareció desde el principio diseñada por el partido para que ganara sin oposición. “Es muy prudente. No toma posiciones. Realmente no dice mucho”, dice Loretta Sánchez sobre su experiencia de presentarse contra Harris. Pero va más allá. “No se sabía los temas; creo que cuando se presentó a presidenta ese fue uno de sus problemas. No podías decir qué era lo que le importaba. No sé, es difícil definir quién es ella”. Sánchez votó por Biden-Harris y está orgullosa de que haya una mujer vicepresidenta. “Espero que crezca en el cargo, que se apasione por algo, que encuentre sus temas y encuentre su voz. Eso es lo que le deseo”.
Esta es una crítica que ha acompañado toda la carrera de Kamala Harris. Cuando se presentó a presidenta, en enero de 2019, no llegó hasta los caucus de Iowa, un año después. Era la candidata más telegénica, la que generaba más magnetismo a su alrededor, con una sonrisa devastadora y contundente en sus discursos, donde tocaba las notas correctas. Todo el mundo, incluso fuera de Estados Unidos, era capaz de identificar a los candidatos principales con una idea fuerza. Bernie Sanders era el hombre de la sanidad pública universal. Elizabeth Warren quería subir impuestos a los ricos. Joe Biden proponía moderación, para los convencidos de que el futuro está en el centro. Pete Buttigieg era lo mismo, pero 40 años más joven, capaz además de hablar a una generación que no entiende que alguien pueda tener un problema con un candidato gay. ¿Y Kamala Harris? ¿Cuál era su tema? ¿Quién era ella en esa campaña, aparte de ser la que mejor hablaba, la que mejor daba en televisión y la que tenía una brillante carrera en un puesto ejecutivo muy cercano a las preocupaciones de la gente, como el de fiscal? En el tema más importante de la campaña, la sanidad, nunca quedó clara su posición. Dio por terminada su campaña en diciembre, sin llegar a medirse en las urnas, en medio de críticas, divisiones y filtraciones a la prensa de sus propios cuadros. En el ejercicio del poder es arrolladora, pero le cuesta definir de entrada para qué quiere ese poder.
Dan Newman opina que la capacidad de Harris de navegar las contradicciones ha sido una fortaleza política: “Siempre estuvo cómoda con los activistas de Berkeley, pero también supo conectar con la vieja guardia de San Francisco, los donantes demócratas y los cargos electos; su carrera ha tenido a su favor la capacidad para conectar sin esfuerzo con las distintas sensibilidades del partido. Eso también ha hecho que los republicanos no sepan bien cómo atacarla. Cuando entró en la candidatura, la campaña de Trump decía al mismo tiempo que era una socialista radical y una vendida”.
A la hora de decidir quién iba a ser el rostro que acompañase a Joe Biden en la Casa Blanca, la suya era la opción más evidente. Hoy nadie duda de que Kamala Harris será una vicepresidenta con mucho poder. Si algo nos dice su carrera es que no dejará pasar una oportunidad de mostrar a los norteamericanos, en este caso al mundo, para qué sirve ese poder. Para usarlo. Todo este capital político “no genera dividendos”, como ella dice. Se lo va a gastar. El momento es ahora.
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