Si la reconciliación, como escribió Amos Oz, no es un milagro, sino un proceso lento y gradual de descubrimiento mutuo, es el camino que ha escogido Keiko Fujimori (Lima, 46 años) para tratar de entender y comprender mejor a los enemigos que se ha granjeado su familia durante los 30 últimos años. Fujimori, en la recta final de la campaña electoral con la que por tercera vez consecutiva trata de hacerse con la presidencia de Perú, un cargo que ostentó su padre de manera autoritaria entre 1992 y el 2000, ha guardado en el armario a los fujimoristas clásicos. Las primeras filas de sus mítines las ocupan ahora algunos de sus adversarios más feroces.
Fujimori se ha pasado las últimas semanas disculpándose por los errores del pasado. “Pido perdón a todos y cada uno de los que se hayan sentido afectados por nosotros (por ella y su partido, Fuerza Popular). Lo hago con humildad y sin ninguna reserva porque sé que aún existen muchas dudas sobre mi candidatura”, dijo en un acto en la ciudad de Arequipa, donde firmó el lunes un compromiso democrático. A diferencia de su padre, asegura que respetará el marco institucional peruano.
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Keiko Sofía es la mayor de los cuatro hijos de Alberto Fujimori, condenado a 25 años de prisión por crímenes de lesa humanidad y corrupción. Disciplinada, metódica, desde muy joven tuvo que asumir grandes responsabilidades. Huido el padre, distanciada de la madre, asumió el liderazgo de la familia. En 2011 se presentó por primera vez como candidata. Solo tenía 36 años, uno más de la edad mínima para ser presidenta del país. Con un discurso en el que reivindicaba la herencia del fujimorismo -el autoritarismo y la mano dura contra el terrorismo de Sendero Luminoso- logró pasar a la segunda vuelta, donde perdió contra un militar retirado, Ollanta Humala. Fujimori cree que fue decisivo que el escritor Mario Vargas Llosa apoyara a Humala a última hora.
Cinco años después, en 2016, lo volvió a intentar. Entonces se distanció de alguna de las figuras que habían rodeado a su padre. Un parricidio simbólico. Fue la más votada en la primera vuelta, con un 40%. La victoria parecía suya. El pasado, sin embargo, le pesó como una losa. El antifujimorismo no la indultó y en la segunda vuelta cayó derrotada de nuevo, esta vez por un banquero y exministro conservador llamado Pedro Pablo Kuczynski. Con mayoría en el Congreso, el partido de Fujimori hizo una oposición muy agresiva y convirtió la vida política peruana en un enredo continuo. Keiko siempre creyó, según quienes le rodean, que le habían robado las elecciones. O mandaba ella o nadie más.
Esa actitud obstruccionista parecía haber sepultado su carrera política. Las primeras encuestas electorales la situaban en sexto lugar de cara a la primera vuelta de 2021. Pasar a la segunda parecía imposible. Sin embargo, la fragmentación del voto conservador actuó en su favor. Solo logró un 13% de los votos, pero fue suficiente. Enfrente se ha encontrado a otro candidato que, por diferente y exótico, le puede ayudar a su propósito. Pedro Castillo, un sindicalista y maestro rural de izquierdas, representa para ella el comunismo y el chavismo, aunque Castillo haya asegurado que ese no es su camino. En torno a la idea de que Perú se juega incluso caer en manos de una dictadura -algo de lo que no hay pruebas-, ha recibido el apoyo de alguno de sus enemigos históricos, como Vargas Llosa. Keiko solo ganará si de verdad consigue atraer a gran parte de los antifujimoristas.
Nadie representa mejor esa corriente que los Vargas Llosa. Desde que Alberto Fujimori derrotara en las urnas al escritor en 1990 ha existido una confrontación dura y tormentosa entre las dos familias, un encono casi shakesperiano. Por sorpresa, el Nobel de Literatura ha bendecido ahora a la hija del autócrata. “Este es un momento grave de la historia del Perú. No vamos a elegir a una persona, sino a un sistema”, explica por teléfono Álvaro Vargas Llosa, el hijo mayor del Nobel. En el cierre de campaña de Fuerza Popular, Álvaro agarró el micro y se dirigió a la multitud: “A todos los que por la calle me llaman traidor, me dicen por qué respaldo a Keiko, yo les respondo: ¡Keiko, presidenta! ¡Keiko, presidenta! ¡Keiko, presidenta!”.
La reconciliación entre las dos familias debería ser el ejemplo, cree la candidata, de que Perú puede encarar el futuro con concordia y unidad, en una suerte de transición democrática. Esa tesis tiene como punto de partida la búsqueda de estabilidad institucional en un país que ha tenido cinco presidentes en cinco años, todos hombres. Más: todos los presidentes electos desde 1985 han protagonizado algún caso de clientelismo y corrupción.
Toda esa carga del pasado que antes ella escondía bajo la alfombra es ahora el principal motor de su campaña. En el último debate contra Castillo reconoció que, precisamente por eso, por ser la hija de alguien con las manos manchadas, no podía fallarle a los peruanos. Días después se disculpó por el trabajo parlamentario de su partido en la pasada legislatura: “No estuvimos a la altura”. Más tarde le pidió perdón al exministro de Educación Jaime Saavedra, al que destituyó haciendo buena su mayoría en el Congreso porque ella estaba en contra del enfoque de género en los colegios. “Fue un exceso”, reconoce ahora. A estas alturas se ha convertido ya en una candidata atípica. En un momento en el que otros políticos se esfuerzan por mostrar euforia y buenos propósitos, Keiko hace gala de contrición.
La penitencia la ha disparo en las encuestas. Ha recortado 20 puntos a Castillo desde el inicio de la campaña, hasta situarse casi en un empate técnico. Por el camino se ha acercado a su hermano Kenji, el pequeño, el favorito del padre. Llevaban dos años sin hablarse. Kenji le reprochaba a su hermana haber renegado del patriarca en 2016, cuando dijo que no lo indultaría si llegaba al poder. Este acercamiento entre los dos parece haber remendado la convivencia de una familia disfuncional.
“Ni en mis peores pesadillas me imaginaba apoyando a Keiko”, cuenta Pedro Cateriano, exministro de Defensa durante el Gobierno de Humala. El fujimorismo, más tarde, lo persiguió judicialmente. Hace unos días recibió una invitación de la líder para acudir al mitin de cierre de campaña en Lima. La aceptó. “Yo confío en que cumpla su palabra. No es una fe ciega. Ella tiene que seguir dando pasos y hasta ahora va en ese sentido”, añade.
La imagen de la Keiko fría y distante que se convirtió en primera dama a los 18 años, cuando Alberto Fujimori se divorció de Susana Higuchi (ambos hijos de inmigrantes japoneses), se ha esfumado. Ha hecho campaña con la camiseta de la selección de fútbol de Perú y sus respuestas no vienen acompañadas de las dosis de soberbia que se le presuponen. Cuando Castillo le propuso debatir a las afueras de la cárcel de Santa Mónica, una prisión de mujeres en Lima, ella respondió: “Lo hace para humillarme”.
Pasó 13 meses encerrada en 2018 en Santa Mónica por la investigación de un fiscal acusada de lavado de dinero, entre otros delitos. Alejada de sus dos hijas y su marido, un italoamericano llamado Mark Vito Villanela con tendencia al melodrama -televisó una huelga de hambre en la puerta de la cárcel-, la candidata asegura que entre rejas reflexionó sobre la huella de su apellido en la historia de Perú. “Me ha dejado una profunda lección. Es por eso que pido perdón a los afectados (por el fujimorismo). Lo hago con humildad y sin reserva”, dijo sobre esa época. Sobre ella aún pesa una petición de 30 años de prisión por asociación criminal.
El analista político José Carlos Requena sostiene que este último intento de asalto al poder de un Fujimori tiene algo de jubileo, con una candidatura que resulta ser un encuentro entre viejos fujimoristas y caras nuevas. Una mezcla entre las candidaturas de 2011 y 2016. “Keiko ha logrado reconciliarse con viejos adversarios”, explica Requena, “pero tengo la sensación de que más por voluntad de los viejos adversarios que por ella misma. Le han pedido unos gestos y ha tenido que hacerlos”. No sabe si eso será suficiente. “Ella no esperaba estar en segunda vuelta, y ahí está. Quizá ha salido de su zona de confort demasiado tarde, de la que la han sacado gente como Cateriano o Vargas Llosa. Veremos si le alcanza”.
Keiko vestía un traje beige el día que pidió perdón en Arequipa. Cuando dejó el atril se fue a abrazar con Álvaro Vargas Llosa y con el opositor venezolano Leopoldo López, que había viajado desde Madrid para darle su apoyo. Cuando acabó el evento, una señora del público gritó: “¡Qué viva la mujer peruana!”. Se refería a ella, claro está, en estos momentos no existe otra mujer en Perú. Keiko se emocionó. La cuestión es si esas lágrimas son solo un milagro o un proceso real de descubrimiento de los otros, los no fujimoristas.
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