Entre lágrimas y con el rostro desencajado, algunas mujeres no quieren dar el último paso. Lo acaban haciendo empujadas por sus maridos, que las alzan hacia el estribo que abre el paso a la escalerilla del vagón. Saben que van a estar separados por un tiempo indefinido. El dolor preside el momento definitivo de la despedida, acompañada de abrazos, caricias y miradas vidriosas. Algunos hombres levantan el puño al grito de “¡Gloria a Ucrania!”, “¡Venceremos!”, y otras consignas que les sirvan para mantenerse fuertes. Otros se aferran, unos últimos segundos antes de la partida, a sus pequeños que acaban pasando a manos de las madres y subiendo al tren.
Los besos mantienen fundida a Katia, de 30 años con su pareja, Nicolai, de 36. Ella, ya a bordo, se inclina desde el vagón. Él, empinándose desde el andén en un intento de no perderla. Aprovechan hasta el último segundo mientras la megafonía anuncia la salida y se cierran las puertas. Katia es una empleada de una compañía tabaquera que ha decidido irse con la hija de ambos, de seis años, a la ciudad de Lviv, a las puertas de la frontera con Polonia, donde esperan instalarse. Nicolai trabaja en una empresa de venta de coches y reconoce que fue a pedir un arma por si había que ir al frente, pero que ya no había. Dice que se alistará como voluntario para ayudar en lo que sea necesario.
La estación de trenes de Kiev es un hervidero desde sus portones de acceso al recibidor. Los grandes paneles luminosos indican en color verde que la mayoría de los viajes siguen funcionando. Este punto neurálgico de las comunicaciones en Ucrania es el cordón umbilical que une la zona en guerra del centro del país con la menos golpeada por el conflicto en el oeste. La mayoría de los viajeros son mujeres y niños mientras que quienes los despiden son hombres, obligados por la ley marcial a quedarse para servir a la patria. Natalia, de 38 años y vestida con un mono de esquiar, asegura en medio del caos, junto a una de las escaleras de la estación, que nadie paga billete. Acompaña a su amiga Oxsana, también de 38, y a su hija. Acaban de escapar de Irpin, una de las localidades de los alrededores de la capital que más está sufriendo el rigor de los ataques rusos. “Esta semana no hemos salido del refugio porque caían muchas bombas”, afirma. Las acompaña Serguéi, su marido, que desde Lviv regresará a Kiev.
Otro hombre llamado también Nicolai, de 41 años, agita en la mano derecha su pasaporte para decir adiós a su familia, que va hacia Polonia. Ya tiene lista en casa una pistola y un rifle. Reconoce que pasó por el Ejército hace dos décadas, pero que carece de experiencia con las armas. “Ni yo, ni ninguno de mis amigos tenemos miedo. Todos nos quedamos aquí”, comenta Valeri, director general de una empresa de automoción, mientras despide a su mujer. Cuenta que tanto la compañía, de 140 trabajadores, como los empleados a título individual, han colaborado aportando fondos a las cuentas abiertas en el Banco Central para ayudar a sufragar los gastos de la guerra. “Mi predicción es que habrá una resistencia fuerte en la capital, pero Putin bombardeará como ha hecho en otras ciudades y tratará de que Kiev firme las condiciones que él quiere imponer. Pero si intentan entrar por tierra, se encontrarán con la carretera del infierno. ¡Ganaremos!”, zanja mientras asegura que, con la familia saliendo en el tren se queda algo más relajado en Kiev.
Más de un millón de personas ha escapado ya de la guerra de Ucrania, que comenzó el jueves 24 de febrero cuando el presidente ruso, Vladímir Putin, ordenó el ataque y la invasión del país vecino. Con las gasolineras prácticamente sin combustible y la situación inestable en algunas carreteras por los combates y por el movimiento de tropas, la estación de trenes de Kiev se ha convertido en la principal válvula de escape del conflicto. No hay apenas tiempo entre un tren y otro. Las papeleras están desbordadas y hay algunos objetos desperdigados, abandonados ante la imposibilidad de cargar con ellos, cosas como un carrito de bebé o la jaula de una mascota.
Se repiten las escenas de tensión cuando llegan los trenes vacíos y cientos de personas se agolpan delante de las puertas. No hay peleas ni discusiones subidas de tono, pero nadie quiere quedarse sin plaza y son muchos los que empujan y meten los codos para hacerse un hueco. Cuando ya no cabe nadie más, y eso significa que los pasillos y los espacios entre vagones están abarrotados, es cuando deja de subir gente. Tienen por delante, si no hay contratiempos, entre ocho y diez horas de viaje.
Un hombre pone la mano en el cristal para tratar de sentir más cerca a su familia, ya sentada en el vagón. Es Samir, que llegó en 1998 siendo un niño desde Tayikistán a Ucrania, el país que habían elegido sus padres tras la caída de la URSS. Ahora, con 36 años, deja en el tren a su mujer y a sus tres hijos, todos ucranios, con la intención de que crucen la frontera hacia Polonia. Él se queda en Kiev para tratar de seguir regentando su pequeña tienda y cumpliendo con lo que considera su obligación en esta guerra, defender el país. “La unión hace la fuerza”, asegura.
Hasta estos andenes se traslada también el ambiente de paranoia que envuelve a la capital desde que comenzó la guerra. Las autoridades de Kiev ven por todos sitios saboteadores y colaboradores del enemigo. Media docena de policías interceptan a tres jóvenes. Piernas abiertas y palmas de las manos sobre uno de los vagones. Les apuntan mientras comprueban su identidad, les interrogan brevemente y controlan su equipaje. Los dejan libres y listos para viajar a Lviv unos minutos después, como si no hubiera pasado nada.
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