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Kilómetros de colas que unen a un país en duelo

Kilómetros de colas que unen a un país en duelo

Londres amaneció el miércoles sembrado de vallas, policías, soldados y trabajadores enfundados en chalecos reflectantes. Acceder al palacio de Buckingham, donde la noche anterior había llegado el féretro con el cuerpo de Isabel II y a sus alrededores era casi una carrera de obstáculos. Poco pareció importar a los miles de personas que, llegados de todo el país acudieron a decir adiós por última vez a la reina. Se despidieron de la figura que les ha acompañado a lo largo de toda su vida y a la que consideran casi un miembro más de su familia. Acudieron también en busca de consuelo, dispuestos a compartir esa despedida con los demás, en la suerte de comunión nacional que ayer vivió Londres.

Ríos de personas trataron de abrirse camino durante todo el día por el centro de la capital. Green Park, Saint James, Westminster, el puente de Lambeth… Otros, esperaban pacientemente el inicio del cortejo fúnebre que salió puntual desde el palacio hacia Westminster pasadas las 14.22 hora local. Quienes quisieron entrar a la capilla ardiente en Westminster Hall formaron junto a la orilla sur del Támesis una cola interminable. En el cielo, que ayer dio tregua y lució el sol, el trasiego de helicópteros era continuo.

No muy lejos del inicio de la cola, envuelta en una bandera del Reino Unido se encontraba Kelley Craig sentada en el suelo. “Se trata de estar con los demás, de mostrar nuestro orgullo nacional”, reflexionaba esta antigua gerente de un pub, de 51 años. Había llegado a las nueve de la mañana y hasta las cinco no se abriría el acceso a la capilla y la cola empezaría a moverse. Craig calculaba que hasta bien entrada la noche no le tocaría el turno. Confía en que el nuevo rey hará un buen trabajo, porque al fin y al cabo “es el aprendiz que más años ha tenido para aprender del mundo”, dice en alusión a los 73 años del nuevo monarca. Unos metros más allá, Catherine Esparon informa de que ha venido “para darle las gracias”. No puede seguir hablando porque el nudo en la garganta no se lo permite. “Ya empieza”, dice la amiga anunciando un nuevo llanto.

Las autoridades habían advertido de que se preveía que cientos de miles de personas tratarían de acceder a la capilla ardiente en Westminster Hall. Que podría haber colas de más de 35 horas y que llevaran agua, comida y abrigo porque tal vez tendrían que pasar la noche en pie. Y así hicieron. Gente de todas las edades llegó con sus sillas plegables, con mantas para sentarse en suelo húmedo de la noche anterior y con mucha comida en las mochilas por lo que pudiera pasar. Había quien había llegado el día antes y había conseguido una habitación de hotel. Otros se habían pegado el gran madrugón para subirse al tren.

Como Martin Ogborle, un antiguo mecánico de motos de carreras de cuya mochila asoma una banderita británica, que se levantó a las tres de la mañana para venir desde el sur del país. Nació en 1952, el año que Isabel II ascendió al trono y eso hizo, según cuenta, que participara en una lotería en la que ganó una pequeña réplica de la carroza real en plata. Desde entonces, explica que le une un fuerte sentimiento con la Reina difunta y en general con la Casa Real británica. A su lado, un niño duerme acostado sobre una manta abrazando un oso de Paddington, el mismo con el que la Reina jugó a tomar el té en su 70º jubileo.

Una madre se apostó con sus dos hijos desde primera hora de la mañana venida desde Oxford, a una hora en tren. Fue el pequeño, de 10 años, el que quiso venir a toda costa. “Para presentar mis respetos”, decía. Están sentados en el suelo, sobre una manta y llevan horas esperando. “Creo que es nuestro deber venir aquí”, dice Alison Reay, la madre. De repente, pasó el rey en el vehículo oficial rumbo al palacio y la gente aplaudió medio incrédula, sin terminar de creerse que acababan de ver pasar a Carlos III. Esa sensación de irrealidad era la que sentían muchos turistas, a quienes su viaje a Londres les había coincidido con la muerte de Isabel II y ahora se encontraban asistiendo a un momento histórico frente al palacio de Buckingham.

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Quien quisiera acceder a la capilla debía hacer una cola junto a la orilla sur del Támesis, que a media tarde ya superaba los cuatro kilómetros y medio. Recorrer esa interminable serpiente humana en bicicleta –se cerró el acceso a los coches en buena parte de la almendra central- resultaba abrumador. Estaban ahí porque sentían que era su deber, que es lo menos que pueden hacer por una mujer que explican que dedicó su vida a servir a su país y porque llevaban años pensando en este momento. De alguna manera, contaban con ello. Iban a venir fuera como fuera.

Hubo momentos de tensión, con la gente agolpada contra las vallas o formando cuellos de botella tratando de salir. Pero todo estaba previsto y bien organizado y allí nadie perdía la calma. Por eso, a veces la ciudad parecía un circo con una coreografía muy bien ensayada, pero de repente, la multitud transmitía la intensidad de un rito colectivo y probablemente necesario no solo para ellos, sino para todo el país.

Apostado en segunda fila, Adrian George espera también el cortejo fúnebre, un antiguo asesor financiero ya jubilado pronostica corta vida a la monarquía. No quiere que se le malentienda. Él es monárquico hasta la médula, pero cree que al hijo del príncipe Guillermo ya no le tocará reinar. “Hay un sentimiento republicano en este país que avanza. No es el momento de discutirlo, claro”. A la vez tiene claro que este duelo ha servido para unir al país. “Mire, mire, aquí hay todo tipo de gente, todos juntos. Los que crean que ahora Escocia se va a independizar se equivocan”. George, como los demás, parecía aferrarse a ese sentimiento de unidad balsámico, como si les fuera a proteger de un futuro que adivinan turbulento.

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