El zumbido de los drones que navegan por el cielo gris plomizo de Kupiansk, al noreste de Ucrania, siembra intranquilidad y dudas. A veces alguno se detiene sobre las cabezas de los dos voluntarios en misión humanitaria llegados desde la ciudad de Járkov a los que acompaña el enviado especial de . Imposible saber si esos pájaros metálicos son rusos o ucranios. Surgen dudas sobre si quitarse del medio, pero de inmediato ambos continúan con su cometido. En un momento dado, cuando tratan de rescatar a dos perros dejados atrás por una familia huida en el interior de una vivienda, se impone el estruendo de varias ráfagas de disparos al aire. Por unos segundos rompen el silencio de las fantasmales calles, salpicadas en algunas zonas de destrozos y restos de la estampida de las tropas del Kremlin, que pusieron pies en polvorosa hace cuatro días.
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El monolito vertical con la palabra Kupiansk que marca la llegada por la carretera aparece todavía pintado de azul, blanco y rojo, los colores de la enseña rusa. Varios militares ucranios con sus vehículos ocupan lo que hasta hace poco era un punto de control del enemigo. La localidad se levanta a una treintena de kilómetros de la frontera con Rusia, es una de las plazas ganadas en la contraofensiva lanzada por el Ejército de Ucrania en la región de Járkov desde el 6 de septiembre. Según las autoridades, solo en esta región han liberado de la presencia de tropas invasoras unos 8.000 kilómetros cuadrados, el equivalente a la Comunidad de Madrid. Pero los zambombazos de la artillería ucrania en el entorno del río Oskil, que divide Kupiansk, retumban cada poco este miércoles durante las horas en las que dura la visita. La liberación anunciada afecta solo a la orilla oeste, afirman los vecinos. La margen oriental sigue en disputa.
Un misil permanece clavado delante de un edificio de viviendas de Kupiansk. LUIS DE VEGA
En medio del temor que embarga a la población ante una posible vuelta de los rusos, Taras, de 31 años, regresa por sorpresa a casa tras más de 200 días ausente. Lo hace al grito de “¡hände hoch!” ataviado con chaleco antibalas y casco. Se trata de la expresión alemana “¡manos arriba!”, que en Ucrania se mantiene como broma herencia de la Segunda Guerra Mundial. Le pareció la mejor idea después de medio año sin ver a su familia. Eligió esa entrada en la vivienda en plan peliculero pese a que todos siguen estremecidos. La abuela, la madre, el padre, el hermano, los vecinos… todos, cual anuncio de turrón, se funden en unos segundos de abrazos, regocijo y lágrimas de jubilosa bienvenida en torno al hijo pródigo, al que la guerra ha mantenido alejado desde que comenzó la invasión el 24 de febrero.
La madre, Helen, de 52 años, sin lanzar ni media crítica a Moscú, no se desvía de una posición que podría calificarse de neutral en el conflicto al ser preguntada por cómo ha sido vivir bajo los rusos. “Los últimos seis meses estaba todo normal. El 1 de septiembre los niños se fueron al colegio. No había disparos. Luego empezaron todos los bombardeos. Ahora hemos pasado siete días en el sótano. Las tiendas funcionaban. Los rusos no nos tocaron. Hasta que se enfrentaron unos a otros, todo estaba bien. A la gente le da igual, solo que no disparen. La gente está asustada y quiere paz”, señala delante de familiares, vecinos y su propio hijo. Su postura no es un caso aislado en una zona de Ucrania con estrechos vínculos con la vecina Rusia y donde a veces los habitantes no interpretan la realidad de la misma forma que las autoridades de Kiev. En todo caso, el encuentro con Taras es fugaz. Apenas cinco minutos de contacto físico y dejar unas medicinas.
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Taras es uno de esos dos voluntarios que desde el principio de la invasión trata de ayudar a recuperar el pulso de su ciudad. Como él, cientos de miles de ucranios se dejaron llevar por la ola de altruismo y solidaridad que sigue envolviendo al país. Combaten sin ser militares desde una segunda línea del frente en todo tipo de tareas. Taras, que antes de la guerra trabajaba para un empresario británico que acabó marchándose, acompaña a su amigo Anton, de 26 años. Ambos viajan en un utilitario negro cubierto de barro y con la bandera nacional cubriendo la luna trasera. Alzan el puño al cruzarse con tanques cargados de soldados y van y vienen del frente. Los uniformados les responden alzando también sus brazos en medio de un ambiente de euforia por el terreno ganado en estos días.
Los dos voluntarios llevan el maletero lleno de bolsas con comida, agua, cigarrillos, pañales, medicinas… En el móvil, las direcciones de personas que saben que necesitan ayuda. Golpean las cancelas de las casas y gritan desde la calle hacia los apartamentos. En unos casos obtienen respuesta, en otros, la nada. Kupiansk sigue sin luz, sin agua y sin apenas ciudadanos. Entre medias, acuden también al hospital a llevar ayuda. A la entrada reposan dos camillas de lona verde caqui embadurnadas de sangre seca. Anton y Taras conocen bien las calles y se mueven con facilidad sin apenas tiempo de detenerse en los daños y destrozos. Se han ido vacunando a lo largo de esta guerra para el escenario con el que se han topado en su propia ciudad.
Ellos dos son los primeros llegados de fuera a los que ven algunos de los vecinos desde que los rusos se fueron el sábado. La emoción embarga a Ludmila, de 81 años, que vive sola en un apartamento junto al parque de bomberos. Es una de las ancianas a las que llevan alimentos. Ella, sin embargo, obliga a Anton y Taras a aceptar un racimo de uvas. La mujer, entre lágrimas, se abraza también al reportero. “Eres como mi nieto”, afirma sin querer que la pequeña expedición prosiga su marcha. La soledad es otro de los lastres en estas localidades que han permanecido ocupadas estos más de seis meses. Acostumbrados en todo este tiempo, el retumbar de las detonaciones no alteran a la mujer ni a los escasos vecinos de la zona. Tampoco a los dos voluntarios.
El voluntario Anton entrega una bolsa con comida a Ludmila, de 81 años, que vive sola en su apartamento de Kupiansk. LUIS DE VEGA
En otro bloque de apartamentos también de la época soviética de Kupiansk, que antes de la invasión contaba con unos 30.000 habitantes, una vecina se despide de uno de los dos perrillos que Anton y Taras se llevan a Járkov, la segunda ciudad del país. Unos militares los salvaron de un apartamento tirando la puerta abajo después de que sus dueños no se los pudieran llevar en una huida apresurada. Victoria, una activista que viven con 26 gatos y varios perros, les ayuda a que entren en el coche. Algunos de ellos buscan la luz de la terraza hecha galería de un apartamento casi a oscuras y envuelto en un fuerte olor.
En medio del ir y venir de un punto a otro de la ciudad, Anton aprovecha durante unos minutos para recuperar los álbumes de fotos de casa de sus padres, en un edificio que presenta varios impactos en la fachada y el lateral. Según cae la tarde, al emprender el regreso, junto al arcén, el monolito que da la bienvenida ha sido ya repintado y luce con el amarillo y azul de la enseña ucrania. “Kupiansk ha sido la capital de la república bananera rusa de Járkov durante seis meses”, bromea un joven.
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