La Organización de las Naciones Unidas (ONU) celebra su 75º aniversario en un momento casi tan convulso como el que la vio nacer. Esa urgencia de diálogo global al término de la II Guerra Mundial que hizo posible la creación del mayor organismo internacional hasta la fecha, se traslada ahora a la actual crisis sanitaria que vivimos bajo el lema #ONU75.
Diferentes épocas y causas sí, pero con una misma vocación: mantener la paz y la seguridad internacional, cimientos de su emblemática sede en Nueva York. Construida en el barrio de Turtle Bay en Manhattan entre 1948 y 1952, la ONU trasladó su carácter unificador a la propia planificación de sus edificios. De esta manera, sería no solo uno sino un equipo de 10 arquitectos procedentes de distintos países –capitaneados por Le Corbusier y Niemeyer– los que proyectarían este gran complejo de aluminio, cristal y mármol que permanece a orillas del East River.
Pero el interés de este conjunto de edificios –dominado por la imponente Torre de la Secretaría– va más allá del valor simbólico y arquitectónico que encierran sus muros. Si nos detenemos en el contenido, encontramos una colección de arte de temática pacifista tan interesante como las paredes y los jardines de los que que cuelgan. Y en donde las anécdotas son infinitas.
Las imponentes pinturas que cuelgan de los muros este y oeste del salón principal en la Asamblea General desvelan la inconfundible pincelada cubista de Fernand Léger (Francia, 1881-1955). Pero no fueron ejecutados por él. Tras su materialización se encuentra Bruce Gregory (1917-2002), quien trabajó a las órdenes del maestro francés durante varios años en París.
El motivo detrás de la suplantación en los pinceles fue que Léger tenía prohibido pisar suelo norteamericano desde su regreso a Francia en 1945 por su pertenencia al Partido Comunista. Ni su cátedra en la Universidad de Yale ni el mayúsculo encargo de la ONU para pintar estos murales hicieron posible su entrada a EE UU en 1952.
Aún así, la esencia de su obra se mantiene intacta en las pinturas, en las que el color adquiere la faceta expresionista de Léger en su máximo apogeo. Manchas de amarillo cadmio, del azul corporativo de las Naciones Unidas, blanco y rojo fuego parecen salir de su quietud con la continua experimentación que proyectaba el pintor a la hora de fundir el arte y la arquitectura en grandes formatos.
Aunque ambas pinturas, sin nombre, fueron consideradas por la propia ONU como piezas decorativas sin valor simbólico, sus pinceladas han dado lugar a todo tipo de interpretaciones. La más disparatada –y a su vez consolidada– es la que ve retratada en una de ellas a Bugs Bunny, aunque tampoco se queda lejos la del presidente de EE UU Harry S. Truman, quien bautizó a la otra como “Huevos revueltos”.
El regalo de colosales dimensiones de Noruega para la inaugurada sede mundial de la ONU –Family at the Heart (“la familia en el corazón”)– se dedica, como su nombre indica, a la familia. Algo poco sorpresivo para la época y sobre todo para el taller que firma esta pintura al óleo, ya que salió de la sólida fe cristiana que Per Lasson Krohg (1889-1965) profesó toda su vida. El artista noruego y pupilo de Henri Matisse ideó para la pared principal del Consejo de Seguridad un formato parecido a los retablos de la iglesia católica, inspirándose en los frescos italianos del Renacimiento.
Este mural de unos 5 m x 8 m que lleva el fauvismo incrustado en el ADN (los colores expresionistas y los gestos exagerados nos trasladan directamente al universo de Matisse) alude a la paz, la igualdad y la libertad como los valores indestructibles que promovió la creación de la Organización de las Naciones Unidas en 1945. El mundo visto como un ave fénix que resucita de las cenizas y de la oscuridad para crear un mapa próspero y alejado de la destrucción. Pero ni esta visión esperanzadora conmovió al corresponsal de la BBC, que lo calificó como “el peor mural del mundo frente al que me he sentado durante muchas horas desconcertantes”.
No debe de existir manera más simbólica de representar el rechazo a la violencia que hacerlo con una Colt Python 357, con el cañón anudado y en versión oversize. Aunque esté amartillada, nunca podrá disparar. Esto es lo que que debió pensar Carl Fredrik Reuterswärd (Suecia 1934-2016) cuando ideó esta escultura de bronce para recordar la muerte de John Lennon en 1985.
Aplaudida por el desaparecido Kofi Annan por “enriquecer la conciencia de la humanidad con un poderoso símbolo que encapsula, en unas simples curvas, la mayor oración del hombre; la que pide no la victoria, sino la paz”, es sin duda una de las piezas más célebres en Turtle Bay. Esta es una de las tres reproducciones que donó el gobierno de Luxemburgo a la ONU, y que originalmente estaba ubicada en Strawberry Field, la sección de Central Park que homenajea al Beatle asesinado. Cuenta con multitud de réplicas por todo el mundo y desde 1993 se ha convertido en símbolo de la NVPF (Non-Violence Project), la organización sin ánimo de lucro que busca fomentar el pacifismo entre los jóvenes.
Let Us Beat Our Swords into Ploughshares (“convirtamos nuestras espadas en arados”) es otro de los escultóricos presentes que recibió la ONU, en esta ocasión, de la antigua Unión Soviética. Y como no podía ser de otra forma, se concibió a lo grande. Yevgeni Vuchétich (Rusia, 1908-1974) el autor de la estatua más grande del mundo –La Madre Patria (Kiev)–, con 87 metros de altura, sería el encargado de dar forma a la figura dominante del jardín al norte de las instalaciones de la ONU desde 1959.
Un año antes de su colocación, Vuchétich presentó al gobierno de la URSS esta masa de bronce esculpida bajo el rótulo de Let Us Beat Swords into Plowshares, que encarna la figura de un hombre sosteniendo un mazo para doblegar su espada, y simboliza la transformación del deseo innato de conflicto entre los hombres en un acto de pacifismo y creatividad. Esta escultura formó parte del pabellón soviético de la Expo 58 celebrada en Bruselas, que se alzó con el Grand Prix de la edición.
El 17 de septiembre de 1961 un accidente aéreo se cobró la vida de 16 viajeros que sobrevolaban la ciudad de Ndola, Zambia. Entre ellos, Dag Hammarskjöld, secretario general de las Naciones Unidas desde 1953 hasta su fatídico desenlace. En su memoria, y en la de todos los fallecidos que viajaban en el avión, se erigió esta cristalera diseñada por Marc Chagall que domina el vestíbulo de la Secretaría General de la ONU en Nueva York desde 1964.
Este mural de 4,5 m x 3,6 m no se aleja de la tónica dominante del más es más (en cuestión de dimensiones) presente en todo el complejo. El maestro francés, que siempre mantuvo en sus pinturas un fuerte vínculo con la religión y el subconsciente humano, ideó para esta vidriera conmemorativa un mapa visual de la pacífica humanidad con símbolos entorno al amor, la maternidad y la lucha por la paz. Las notas musicales evocan la novena sinfonía de Beethoven, la favorita de Dag Hammarskjöld. Como base usó el recurrente azul chagalliano, el color del cielo y de los sueños que tintó de esperanza toda su obra.
Si la familia Rockefeller no hubiera decidido replicar la obra más famosa de Pablo Picasso, quién sabe si el original seguiría en territorio español, en concreto, en el Museo Reina Sofia. Confeccionado en 1955 en el taller de Jacqueline de la Baume-Durrbach, este tapiz reproduce la visión del pintor malagueño del bombardeo que asoló la población de Guernica (Vizcaya) durante la Guerra Civil española.
Esta réplica autorizada por Picasso que mide 3 m x 7 m, permanece en el Consejo de Seguridad de Nueva York desde que Nelson A. Rockefeller lo donara en 1985. Su objetivo: recordar las atrocidades que deja a su paso cualquier conflicto bélico y la misión de la ONU por garantizar la paz y la seguridad internacional. Un acto de gran valor simbólico que no ha estado exento de polémica, ya que la página web de la ONU citó la obra icónica de Picasso durante un tiempo como “una protesta artística contra las atrocidades republicanas que se cometieron durante la Guerra Civil española”. En septiembre de 2019 la organización emitió un comunicado pidiendo perdón por el error, recalcando que la masacre ocurrió a manos de las fuerzas nazis y fascistas italianas.
Tras dos años de restauración a causa una intensa exposición a la luz solar, Guerra y Paz dejó Brasil en 2015 para colgar de nuevo en la sede mundial de la ONU. La dos pinturas colosales de Cândido Portinari (Brasil, 1903-1962), de 47 metros de altura cada una, regresaron aquel año al que fuera lugar de origen desde 1957, como obsequio de Brasil a la organización.
Pero su relato pictórico, que narra el dolor de las víctimas en manos de cualquier guerra, no fue el único que sufrió con el paso del tiempo. Su autor, Portinari, máximo exponente de la pintura moderna de su país y autoproclamado artista social, arrastró durante la última década de su vida una enfermedad agravada por los gases que inhalaba mientras pintaba. A pesar de las advertencias de los médicos, Portinari quiso terminar las imponentes obras con las que aportar su mensaje de paz al mundo. En 1962, el artista murió en Río de Janeiro por envenenamiento del plomo en sus pinturas. Años antes, EE UU denegó la entrada a Portinari para asistir a la inauguración de sus murales en la ONU. El motivo no fue otro que su pertenencia al Partido Comunista.
Un mundo fracturado por otro mundo que también está resquebrajado en su interior. Este juego de muñecas rusas que es la obra Sfera con esfera, de Arnaldo Pomodoro (Rimini, Italia, 1926) se ha replicado por todo el mundo desde la creación de la primera pieza de la serie en los años sesenta. Una colección de esculturas en bronce que simboliza la ruptura mundial desde lugares tan variopintos como el Vaticano –la primera de todas–, la Universidad de Tel Aviv, el Trinity College en Dublín, el museo al aire libre de Hanoke o, finalmente, la sede de las Naciones Unidas en Nueva York.
Diseñada entre los parámetros de geometría abstracta y espacio público que tanto venera el escultor italiano, fue concebida como obsequio del exministro de Exteriores de Italia Lamberto Dini para la ONU en 1996. Según su autor, la bola interior representa la Tierra mientras que la cubierta sería el cristianismo y los engranajes, la compleja y frágil maquinaria que mueve el mundo.
Barbara Hepworth (Inglaterra, 1903-1975) es la única artista mujer de la lista, dato que constata la escasa paridad de géneros que contempló el arte en el siglo XX en todas sus disciplinas. Construida gracias a la subvención de Jacob Blaustein, miembro de la delegación americana de las Naciones Unidas, la escultora británica de los agujeros ideó para el organismo la pieza más grande de su extenso catálogo, que llegó a albergar más de 600 obras, reconocible por las formas volubles y los recurrentes agujeros de su esqueleto primitivo.
Bautizada como Single Form –”forma única”–, se concibió como un homenaje a Dag Hammarskjöld tras su fatídica muerte. Hepworth vivió una desgracia similar con la pérdida de su hijo mayor Paul a la edad de 19 años, también fallecido en un accidente aéreo. La escultura de bronce alcanza los 6,4 m de altura y más de cinco toneladas de peso, un arduo modelaje que se tradujo en 20 meses de trabajo. Desde 1964, se mantiene impasible sobre un pedestal de granito en la isla de agua que descansa frente al edificio de la Secretaría General de la ONU. Uno de los salones de este edificio cuenta también con una réplica de Single Form en dimensiones más reducidas.
Nunca habría imaginado Norman Rockwell (1984-1978) que una de las decenas de portadas que llegó a realizar como ilustrador de cabecera del Saturday Evening Post, acabaría convertida en mural en la sede de las Naciones Unidas. Golden Rule (“regla de oro”) nació de un boceto realizado en 1953 a lápiz y carboncillo, como tantos otros que el artista había esbozado en su prolífica carrera. Muchos acabaron guardados en el cajón, pero este protagonizó, tars unos retoques, la portada de abril de 1961 del semanario –autoproclamado como la “revista de América”–, bajo el lema Do unto others as you would have them do unto you (“actúa con los demás como te gustaría que actuaran contigo”).
El impacto de aquella portada que retrataba la diversidad humana fue tal que Rockwell fue reconocido con el premio Interfaith de la Conferencia Nacional de Cristianos y Judíos. Algunos de los rostros de los personajes de la ilustración –de todas las razas y religiones– fueron personas de la vida del artista, como su última mujer, Mary, que lleva en brazos a la nieta que ella nunca conoció, o el exdirector del servicio postal de Stockbridge, Massachusetts –donde vivió Rockwell–, al que añadió una barba para encarnar al rabino, aunque él fuera católico.
Para Rockwell, su activismo emanaba directamente del propio pincel: “Como a todos los demás, me preocupa la situación mundial y, como a todos los demás, me gustaría aportar mi pequeña ayuda. La única manera que tengo de hacerlo es a través de mi obra”. En 1985, ya desaparecido Rockwell, Nancy Reagan regaló a la ONU la pintura –ejecutada, según explica la organización en su página web, por “maestros venecianos”– con motivo de su 40 aniversario, y desde entonces ocupa el tercer piso del edificio de conferencias. La regla de oro de Rockwell simboliza para la ONU la esperanza del futuro global.
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