Si escribe en Google “Bolsa Hamaca de San Andrés Larráinzar, Chiapas”, encontrará entre las primeras fotos una bolsa larga de tela y dos asas como trenzas que simulan una hamaca en miniatura, con una paleta de tres o cuatro colores. Este artículo se ofrece en casi todas las tiendas de artesanía del pueblo turístico de San Cristóbal de las Casas por unos 200 pesos mexicanos (unos 8 euros). Pero si va a la web de la empresa española Oysho encontrará una muy parecida a 799 pesos si está en México o a 25 euros si está en España. Hay otra casi idéntica en la página de la empresa americana Madewell, de J. Crew, a unos 48 dólares en Estados Unidos. Y otra más de la empresa italiana Marni, a 170 euros. Por último, si hace la misma búsqueda pero añade el nombre de Francisca Pérez Gómez, encontrará a la creadora del modelo original, una artesana indígena Tzotzil de 39 años que vive en el pequeño pueblo de San Andrés Larráinzar. Allá, ella la vende por 350 pesos (unos 14 euros).
Nike, Zara, Louis Vuitton, Isabel Marant, Carolina Herrera, Mango, Anthropologie, Patowl y Rapsodia son algunas de las marcas que han sido denunciadas por usar diseños indígenas en sus productos. Y no solo es una reinvindicación en las redes sociales: también algunos de los gobiernos de los países afectados han pedido explicaciones oficialmente a las marcas. El complejo debate de la apropiación cultural en el mundo textil enreda tantos hilos y trenzas como la bolsa de Francisca Pérez, una artesana que lleva tejiendo desde los 9 años. Pérez nunca ha denunciado en redes sociales apropiación cultural, pero su opinión es la que rara vez se escucha en este debate. Su experiencia puede iluminar muchos de los nudos más complicados de la discusión. “Yo quería hacer mis propios diseños”, cuenta Pérez en el salón de su casa sobre ese momento, hace 11 años, cuando se inspiró en una tela ligera para guardar tortillas para tejer la bolsa hamaca.
Fotogalería: Las artesanas indígenas mexicanas, en defensa de sus creaciones
Tampoco se suele escuchar a otras tantas artesanas de la región, como las ocho a las que ha visitado EL PAÍS en Tenejepa, en los Altos de Chiapas (México), en una zona rodeada por cultivos de maíz. Durante la charla, las mujeres más jóvenes con niños pequeños amamantan y las que tienen hilos de colores en sus bolsas aprovechan para adelantar algunos trazos más de sus telares. Las empresas tienen una obligación de “consultar a las artesanas”, dice desde allí Viviana Girón López, una mujer Tzetzal de 36 años que aprendió a tejer a los 12. “Ellos obtienen los diseños con facilidad, lo copian y lo maquilan de manera industrial, y eso no está bien, a nosotras nos cuesta mucho terminar una pieza”.
Las herramientas para defender sus diseños desde las verdes montañas de Tenejapa son escasas: la pelea no es en Twitter, ni en cartas diplomáticas. Allí solo se teje con paciencia y se cruzan los dedos para que sus bolsos o camisas gusten y se vendan. Y para que no terminen plagiados en un catálogo de alguna multinacional.
Esta cuestión recurrente en el mundo de la moda volvió al primer plano hace un mes, cuando la Secretaría (Ministerio) de Cultura del Gobierno Mexicano envió una carta a Zara, en la que acusaba al gigante textil gallego de privatizar una propiedad colectiva, en este caso, un vestido de mujer casi idéntico a los tradicionales huipiles hechos por la comunidad mixteca. Desde el mundo de la moda reconocen que la apropiación cultural es un tema complejo, pero Pepa Bueno, directora de la Asociación Creadores de Moda de España (ACME), zanja así el debate: “La línea roja es el plagio; pero el arte y la moda de autor siempre ha trabajado con los códigos culturales del país en que se desarrolla y otros países”.
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En la misiva, el Gobierno mexicano también señalaba a dos empresas estadounidenses, Anthropologie y Patowl. A la primera por haber calcado un bordado de la comunidad Santa María Tlahuitoltepec en unos pantalones cortos vaqueros, mientras que Patowl sacó a la venta unas blusas florales con motivos del pueblo zapoteco, en San Antonino Castillo Velasco. Anteriormente fueron acusadas otras firmas internacionales como Louis Vuitton, Isabel Marant, Carolina Herrera, Mango y Rapsodia.
“El arte tiene que ver con mirar a tu alrededor y, a partir de ahí, elaborar un nuevo discurso”, afirma Bueno. “Pero tiene que ser un nuevo discurso”, insiste. La representante de ACME no entra a valorar casos concretos, ya que desconoce las piezas de ropa en las que pueden estar inspiradas, pero sí entiende que cualquier plagio a un pueblo indígena es especialmente reprochable: “El problema de fondo es la enorme explotación a la que está sometido el pueblo indígena. Más del 70% vive en la extrema pobreza”.
El Estado mexicano preguntaba a estas firmas internacionales, a través de la carta, si tienen pensado redistribuir parte de los beneficios a estas comunidades como autores originales de los diseños. El grupo Inditex, al que pertenece la firma y que tiene 415 tiendas en México, se remite a lo ya expuesto en su momento: “El diseño en cuestión no fue de ninguna manera tomado prestado intencionalmente o influenciado por el arte del pueblo mixteco”.
Pepa Bueno, también historiadora del arte y especializada en historia del diseño, entiende que en caso de que un diseñador se base en otras culturas, simplemente tiene que reconocerlo: “Es fundamental que se especifique que existe la inspiración; que se ponga en valor la fuente de la que se han extraído esos motivos”. Bueno pone de ejemplo a Victorio & Lucchino, que sin ser gitanos mostraron el vestido de lunares al mundo: “Su trabajo puso en valor una estética desconocida para muchos”, explica la experta. Pero entonces, ¿dónde está la separación entre la inspiración y la apropiación cultural? Una pregunta sin respuesta clara.
Diseños exclusivos
Francisca Pérez trabajó muchos años tejiendo en talleres para diseñadoras del centro de México y estaba algo frustrada por la apropiación que se hacía de los diseños allí. “Muchas veces las diseñadoras te dicen ‘este diseño es solo para mí, no lo puedes vender en otro lado’”, recuerda. Dejó entonces esos trabajos para armar una red independiente de 80 artesanas donde hoy todas comparten diseños y venden productos sin preocuparse por la exclusividad. “Yo respeto mucho su trabajo”, dice con respecto a las diseñadoras, “pero sin las artesanas, no pueden hacer nada”.
Fue a una de esas diseñadoras, Claudia Muñoz, a quien Pérez le mostró primero el diseño de la bolsa hamaca. Una bolsa hecha en telar de cintura, una técnica prehispánica en el que cuelgan de un lado hilos blancos para determinar las dimensiones de la pieza, y luego se enredan allí otros hilos de colores. La idea de la bolsa hamaca le encantó a Muñoz hace 11 años pero también a muchas artesanas de pueblos vecinos que empezaron a copiarla y reproducirla hasta volverla icónica de Chiapas. “A mí eso me hace feliz”, dice.
También le ha llegado el rumor de que empresas extranjeras venden versiones idénticas, aunque no recuerda bien el nombre de las marcas, y parece no importarle demasiado. Al preguntarle si conoce el término apropiación cultural indebida responde “no”, a secas. Pero al explicarle lo que quiere decir este concepto, ya no le resulta tan indiferente el debate. “Los grandes empresarios, las grandes empresas, tienen la oportunidad de apoyar a las artesanas, y así debería ser. Pero ya ves que eso no pasa así. A mí no me afectan [las copias] de las artesanas, pero estoy hablando de nosotras como artesanas”. Pérez, madre de cuatro hijos, encontró en este trabajo una forma de sobrevivir, y ve en estas copias de otras artesanas una salida a la violencia doméstica y a la pobreza en la que viven muchas de sus compañeras.
El gran argumento en contra de utilizar el concepto de apropiación cultural suele ser que la cultura fluye, que nunca es fija, que siempre es un intercambio constante que toma elementos de unas y otras culturas para incorporarlos o resignificarlos. A Francisca Pérez Gómez eso le parece obvio. Su vida ha sido un intercambio entre su abuela, su madre, una vecina, una suegra, una compañera de otro pueblo o un colectivo de artesanas en otro Estado de México. Pero una cosa es la apropiación cultural entre iguales y otra muy distinta es la apropiación cultural indebida de una empresa multinacional, sostiene. El debate para ella no es tanto sobre la propiedad intelectual, sino sobre la desigualdad: mientras unos tienen tiendas alrededor del mundo, otras tejen para darle de comer a sus hijos.
De la red al debate político
El debate de apropiación cultural indebida tiene múltiples ejemplos en el mundo textil e indígena de América Latina: desde los tejidos de comunidades Wayúus en Colombia que se venden en tiendas de alta costura en Nueva York; hasta las comunidades Gunas en Panamá que denunciaron a Nike en 2019 por copiar sus diseños de molas. Normalmente esas denuncias se hacían desde la sociedad civil y las redes sociales. Pero desde que el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador llegó al poder en 2018, el debate ha entrado de lleno en la política.
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En 2019, la secretaria de Cultura, Alejandra Frausto, envió una carta a los diseñadores Carolina Herrera y Wes Gordon denunciando apropiación cultural indebida en una de sus colecciones, tomando bordados tradicionales de Tenango de Doria (Hidalgo) y de Tehuantepec (Oaxaca). En respuesta, los diseñadores alegaron que solo estaban “intentado poner en valor este magnífico patrimonio cultural”. Y hubo más cartas: contra Louis Vuitton por hacer unas sillas con bordado de Hidalgo; contra la diseñadora francesa Isabel Marant por una colección en la que aparecen símbolos de la cultura purépecha en Michoacán; y las últimas ya citadas contra Zara, Anthropologie y Patowl.
Frausto, en conversación telefónica con El PAÍS, dice que antes de hacer cada una de esas acusaciones se aseguró de que las empresas no estaban trabajando en conjunto con artesanas de la región. “No nos interesa cerrarnos al mundo, sino tender puentes de respeto, de diseñador a diseñador, de tú a tú”, aclara. A los diseñadores extranjeros que dicen que los plagios son en realidad homenajes, les responde: “A los homenajes se invita a los homenajeados”.
La secretaria de Cultura de México dice que con la nueva estrategia epistolar, más efectiva que la vía legal, ha recibido respuestas muy diversas. Cuenta que Louis Vuitton se comprometió a hacer un proyecto con artesanos de Oaxaca, y que Isabel Marant accedió a abrir un diálogo entre las dos en el que la diseñadora se disculpó. En enero, además, una representante de Nike en México le contó que en la empresa trabajan en una nueva colección de tenis con símbolos del día de los muertos, que se lanzará en octubre. Pero antes de salir a mercado, quieren seguir el protocolo de aprobaciones que la Secretaría de Cultura indique. “Esa petición de Nike para mí ya es un logro”, dice orgullosa.
En noviembre, la secretaria prepara su propio fashion show: una feria de moda llamada “Original” que se celebrará en los Pinos, el antiguo palacio presidencial que López Obrador abrió al público. Allí, dice, artesanas cuyos tejidos han sido plagiados exhibirán sus tejidos en pasarelas o salones de negocios, y los diseñadores internacionales serán los que se sientan entre el público.
Un debate sin salidas fáciles
Elk’anel. Esa es la traducción de apropiación cultural indebida de un grupo de artesanas del pueblo de Tenejapa, Chiapas. Elk’anel quiere decir, literalmente, robo. “Robo o como un despojo”, explica Imelda Gómez, una mujer de 29 años originaria de allí. No es artesana pero trabaja en la ONG mexicana Impacto que busca alternativas para proteger el patrimonio cultural indígena y también promover comercialmente los tejidos tradicionales de forma más justa. “Algunas palabras [como apropiación cultural indebida] no tienen mucho impacto en estas mujeres, porque son creadas desde el mundo occidental”, explica Gómez. Impacto, basada en San Cristóbal de las Casas, es una de las pocas organizaciones en México que rastrea casos de apropiación cultural indebida por empresas mexicanas y extranjeras: desde 2014, han identificado más de 40.
Andrea Bonifaz, de la misma ONG, activista de 32 años de Aguascalientes, lleva mucho tiempo pensando en cómo resolver el problema de la apropiación cultural desde lo legal, lo político o lo social. Aunque técnicamente cualquier artesano puede registrar la propiedad intelectual de sus trabajos, muy pocos lo hacen; una ley de derechos de autor que habla del tema está congelada en el poder legislativo; una demanda ejemplar de un grupo indígena en Hidalgo contra Nestlé está frenada en el poder judicial. Y la vía legal, además, no es obligatoriamente la mejor. “Mi preocupación es que se burocratice todo este proceso y se vean afectados emprendimientos sociales”, explica.
Sobre las cartas del Gobierno, Bonifaz considera que han ayudado a poner el debate en el foco, aunque todavía no se les ha dado voz a las artesanas. Y se pregunta: “¿Qué pasa con marcas mexicanas o de Latinoamérica que también incurren en eso?”. La Secretaría de Cultura, por el momento, solo ha hecho pública la pelea contra las marcas multinacionales más famosas.
Una mañana de julio, Gómez y Bonifaz viajan a una casa de cemento en Tenejapa para escuchar las opiniones de ocho artesanas sobre quién (o quiénes) debe ser la autoridad responsable para proteger el patrimonio indígena. La conversación es en Tzetzal, y Imelda Gómez traduce pacientemente para las tres hispanohablantes. “Yo creo que deben estar ahí los de derechos humanos”, opina Viviana Girón López.
Las mujeres hacen una lista de responsables: desde rezadores y guías turísticos del pueblo, al presidente municipal, al gobernador, a las empresas, al presidente de la república, a los compradores. Una mujer llamada Antonia Pérez habla de la responsabilidad de los que regatean (“¿Para qué pregunta si no me va a pagar el precio mío?”), otra llamada Antonia Santis de lo difícil que es que otros reconozcan el enorme tiempo que le toma hacer algunas prendas (uno de sus huipiles puede demorar cuatro meses), y otra llamada Emma Hernández López dice que es difícil aliarse con autoridades para combatir este tema. “No tienen interés en las artesanías” dice López. “A menos que nosotras vayamos a protestar, a insistir, a decirles que nos vean como artesanas”.
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