La Agencia Europea del Medicamento da luz verde al primer fármaco para tratar la covid-19

Una investigadora de la Universidad de Chulalongkorn (Tailandia) sostiene una prueba de vacuna del coronavirus que se va a probar con monos.
Una investigadora de la Universidad de Chulalongkorn (Tailandia) sostiene una prueba de vacuna del coronavirus que se va a probar con monos.MLADEN ANTONOV / AFP

“Déjame mirarte a los ojos. Quiero saber cómo estás”. Si la cita del cineasta Rai­ner Fassbinder la trasladáramos a los más de 7,9 millones de contagiados en el mundo de la covid-19 y a los familiares de los 435.000 muertos, la respuesta es tan dura como fácil de adivinar. Muchos reclamarán a sus Gobiernos la mayor o menor pericia en la gestión de la crisis. Pero otros se fijarán en las farmacéuticas, uno de los sectores que ha tenido durante décadas peor imagen social, y valorarán su compromiso. La industria vive (así lo reconocen algunos ejecutivos españoles, sin querer ser citados) el momento más trascendente de su historia. La sociedad recordará durante años su comportamiento frente a una de las pandemias más graves de la humanidad. Pues han jugado con dos barajas. Recibiendo dinero privado y también público. Las cifras son ingentes. El mercado donde trabajan está valorado —según Statista— en 1,25 billones de dólares (1,11 billones de euros). Otras voces rebajan algo las cifras. Las arrinconadas vacunas valen 60.000 millones de dólares, el mercado del plasma (una de las grandes promesas para tratar a los pacientes más graves de la infección) ingresa 20.000 millones de dólares al año e incluso la incierta hidroxicloroquina puede alcanzar unas ventas —acorde con Fortune Business Insights— de 2.339 millones en 2027.

Pese a tantos mensajes sobre su importancia, la verdadera prescripción parece ser el dinero. El sector se cuece a fuego lento en fusiones. Solo las tres últimas grandes operaciones corporativas (Bristol-Myers ­Squibb-Celgene, AbbVie-Allergan y Takeda-Shire) han supuesto un desembolso de 189.500 millones de dólares. Y la geopolíticamente difícil (Donald Trump no dejará que una farmacéutica estratégica salga del país) fusión entre la británica AstraZeneca y la biotecnológica estadounidense Gilead (que está cerca de que la Unión Europea apruebe su antiviral remdesivir) proponía el primer gigante de la era “neo-Brexit” valorado en su momento en 232.000 millones de dólares.

En días donde resulta imposible extraer versos de las noticias, se escuchan palabras en el sector farmacéutico que traen compromiso. “Solidaridad”. “Cooperación”. Pero no parece que vivamos el mejor de los tiempos. “Nunca se había compartido tanta información en tan poco tiempo para sacar adelante terapias, vacunas o potenciales tratamientos. Esperamos que este espíritu de colaboración haya llegado para quedarse”, defiende Teresa Rioné, vicepresidenta de comunicación corporativa de Grifols, el laboratorio español de hemoderivados que acaba de comenzar la producción de un concentrado de anticuerpos de pacientes recuperados que ensayará este verano en Estados Unidos.

Sin embargo, Miriam Alía, responsable de vacunas de Médicos Sin Fronteras (MSF), que trabajó en el brote de ébola en el Congo durante 2012, construye un relato menos optimista. “Vi funcionar el sistema y es un rodillo del ser humano”. La vacuna fue desarrollada por el Instituto de Salud Pública de Canadá gracias, fundamentalmente, al dinero estatal. Cuando estaba en fase 3 (75% de posibilidad de éxito) la compró Merck, que terminó la investigación. Pronto vio la opción de comercializarla en la crisis del ébola que vivió África del Oeste entre 2014 y 2016. “Para evitar situaciones como esta, la presión social resulta fundamental, no bajar la intensidad sobre las farmacéuticas”, aconseja Alía. “Las vacunas deben tener precios asequibles y estar disponibles para toda la humanidad, sobre todo la más frágil”.

Investigación

Si Wall Street, los mercados y la “obligación” de recompensar a sus accionistas priman sobre la sanidad pública, los Estados deberían defender la salud de sus ciudadanos sin preguntar. Las 20 farmacéuticas más grandes del planeta empezaron —según Bloomberg— el año pasado unos 400 nuevos proyectos de investigación. La mitad se destinó al cáncer y únicamente 65 fueron a enfermedades infecciosas. El dinero está en la metástasis. ¿Una exageración? La farmacéutica AstraZeneca ingresó el ejercicio pasado 3.200 millones de libras (3.500 millones de euros) solo por su anticancerígeno Tagrisso. “En el campo de las vacunas, las prioridades de salud pública comenzaron a divergir de las de la industria hace 30 a 40 años”, apunta Stuart Blume, profesor emérito de Antropología de la Universidad de Ámsterdam. “A medida que el sector se centró en la maximización de los beneficios, las vacunas se convirtieron en recursos de escaso valor, commodities, y poco a poco casi todos los institutos estatales de vacunación fueron forzados a dejar de existir”.

Arrinconada por la urgencia social, la industria se ha visto obligada a ceder algunas patentes de sus vacunas, que ahora sí son esenciales. Alemania, Canadá, Costa Rica, Israel o Ecuador reclamaron su derecho ante la emergencia pública a anular ese blindaje para fabricar tratamientos asequibles. Incluso la suiza Roche se vio forzada (inicialmente se negó) en marzo a compartir sus especificaciones técnicas con el Gobierno holandés para producir test de la covid-19. Al fondo, el espectro del dinero. ¿Mucho? Depende de a quién le preguntes. “Entre los especialistas no existen expectativas de que haya elevados beneficios por esta crisis. De hecho, las ganancias por la vacuna pueden ser no muy grandes o durar uno o dos años”, calcula Lydia Haueter, cogestora de Pictet-Biotech. O todo lo contrario. Podría ser dinero sobre dinero. “Saber elegir [las empresas] sabiamente puede generar enormes retornos. Sobre todo ahora, cuando los mercados están pidiendo a gritos una solución para este virus”, comenta Adam Vettese, analista del bróker eToro.

Porque la carrera hace tiempo que comenzó. AstraZeneca podría, según el propio laboratorio, producir 100 millones de dosis de vacunas para final de año destinadas a Europa. El coste sería de unos dos euros y, dada la urgencia, la produce a la vez que la desarrolla. La farmacéutica, que trabaja con el prestigioso Jenner Institute, de la Universidad de Oxford, ha cerrado un acuerdo con la denominada Alianza Internacional para la Vacuna (IVA, en sus siglas en inglés) que forman Francia, Italia, Alemania y Holanda, los cuatro países que tienen mayor capacidad para fabricar medicamentos.

De ahí que España se haya quedado fuera. “No tenemos la fortaleza de producir vacunas de modo industrial. Ni utilizando los laboratorios veterinarios”, admite Claudia Jiménez, directora general de la biotecnológica Algenex. Y avanza: “Necesitamos crear nuestra propia estructura para no tener que ir al frenesí de los mercados extranjeros”. ¿Recuerdan la pelea ahí fuera por los ventiladores o las mascarillas? Para evitar este problema, Bruselas financiará la investigación de varias farmacéuticas en su fase inicial y con esa inversión se asegurará la compra de un cierto número de dosis (si son útiles) por adelantado para los ciudadanos. Porque la vacuna de AstraZeneca (la mayor cotizada británica, con un valor de 125.380 millones de euros) puede funcionar o resultar inservible.

En el mundo hay 123 candidatos de vacunas contra la covid-19 en desarrollo y 10 ya se están probando en humanos. En principio, quien tiene la delantera en la investigación es China y resulta muy probable que pronto —cuatro farmacéuticas del país empezaron en mayo sus pruebas en humanos, más que Estados Unidos y el Reino Unido juntos— aparezca “su vacuna”. El presidente chino Xi Jinping se comprometió el 18 de mayo ante la Asamblea Mundial de la Salud a que la “vacuna creada en China, cuando esté disponible, será fabricada como un bien público mundial y distribuida a un precio asequible en los países en vías de desarrollo”. Algo tan preciso como vago. Pero el problema llega con la caligrafía pequeña. “Los chinos no confían en las vacunas producidas en China”, advierte en The New York Times Ray Yip, antiguo director de la Fundación Gates en el país. “Esto va a ser un enorme dolor de cabeza”. Entonces, ¿quedará una supuesta vacuna china relegada a los países pobres? “Hablamos de poder blando y liderazgo, y habrá una presión enorme de las farmacéuticas occidentales por decir que la vacuna china no es fiable”, prevé Miguel Otero, investigador principal del Real Instituto Elcano.

Plazos ambiciosos

La desconfianza acude de muchos lugares. Uno es la calidad. Otro es el tiempo. Vas Narasimhan, consejero delegado del gigante suizo Novartis, cree que la vacuna tardará entre 18 meses y 2 años. Pero tener, como algunas farmacéuticas vaticinan, una opción a final de 2020 es un récord mundial. Por comparar. Los estudios para lograr la vacuna del papiloma humano del cáncer de cuello uterino tardaron siete años. Hay miedo. Sobre todo en Estados Unidos, que celebra elecciones en noviembre. Trump sabe que 120.000 muertos de coronavirus no reeligen presidente.

“Millones de vacunas podrían ser distribuidas sin pruebas de que prevengan la enfermedad”, avisa Ezekiel J. Emanuel, presidente del departamento de Ética Médica y Política Sanitaria de la Universidad de Pensilvania. “En Estados Unidos desde los años cincuenta [los terribles tiempos de la polio] no se ha aprobado ninguna vacuna sin completar largos y complejos estudios sobre su efectividad”. La polio exigió 400.000 chicos y 200.000 placebos. Hoy la covid-19 es el gato de Schrödinger. Sabemos que está lleno de radiactividad, pero no si el gato está vivo o muerto hasta abrir la caja. Y el mandatario estadounidense planea abrirla en menos de cinco meses. “¿Resulta posible tener una vacuna en ese tiempo?”, se cuestiona Ezekiel J. Emanuel. Trump puede buscar una “sorpresa de octubre” para salir reelegido, pero la ciencia le refuta el almanaque.

Sin embargo, la presión es inmensa, de la sociedad, de los intereses geoestratégicos (“China quiere aparecer como solución, quiere llegar antes y ha hecho de la vacuna una prioridad”, subraya Miguel Otero) y del mapa de fierro que dibuja un sector controlado por las llamadas “grandes farmacéuticas”, repartidas entre Europa y Estados Unidos. Esas cinco grandes son Pfizer (Estados Unidos), Merck (Estados Unidos), Roche y Novartis (ambas suizas) y GlaxoSmithKline (Reino Unido). Compañías que ganan cantidades enormes con medicamentos como Humira, Eliquis o Revlimid. Muchos prescritos para enfermedades crónicas o cánceres.

Dependencia

Aunque su enorme fortaleza esconde una profunda debilidad. La mayoría de los principios farmacéuticos activos se producen y refinan en China y la India. Hasta extremos increíbles. Estados Unidos cerró en 2002 su última planta de fabricación de aspirina y Europa hizo lo mismo con el paracetamol en 2008. Los dos continentes han abdicado de producir ni un solo gramo de dos medicamentos esenciales para mitigar la pandemia. “Literalmente, millones de ciudadanos están expuestos a graves consecuencias, incluyendo la muerte en gran escala, si la cadena de suministros se viera interrumpida por un periodo sostenido. Por ejemplo, debido a la covid-19. O si un país proveedor decidiera suspender los suministros [69 naciones lo hicieron durante la pandemia, acorde con la universidad suiza de St. Gallen] por una situación de conflicto. Es imposible exagerar el daño que algo así causaría”, narra Fernando J. Muzzio, profesor de Ingeniería Bioquímica de la Universidad de Rutgers (Nueva Jersey).

La respuesta a esta fragilidad ha sido distinta. La India, que es el mayor productor por volumen (entre el 60% y el 70%) de vacunas, anunció a mediados de marzo una inversión de 140 millones de dólares para apoyar su fabricación. Y Estados Unidos ha firmado un acuerdo con la semidesconocida biotech Phlow Corp por 354 millones con el fin de producir esos componentes en casa. “Habrá que ver cómo evolucionan estas iniciativas. Porque no será fácil cambiar rápidamente la dependencia china en la oferta de estos compuestos”, advierte Rory Horner, profesor de Política Económica de la Universidad de Mánchester.

Cada nación va a defender su propia botica, sus intereses, su negocio. La covid-19 no va a cambiar, por ejemplo, el America First de Donald Trump. Al contrario. Washington quiere forzar a Europa —analiza Oxford Analytica— a comprar medicamentos estadounidenses. De esta forma, sus empresas tendrían un mayor mercado y podrían bajar los precios de sus fármacos en casa y reducir el coste sanitario. “El Viejo Continente, hasta ahora, ha sido capaz, usando el poder de compra que tienen sus servicios nacionales de salud, de controlar los precios. Ha tenido mucho más éxito que Estados Unidos, donde los lobbies tienen un poder enorme. Pero Europa debería preocuparse por la determinación de Washington de forzar a los mercados europeos a abrirse a las farmacéuticas estadounidenses”, observa el experto de la consultora Giles Alston.

Porque Europa depende de la sanidad estadounidense. Cerca del 35% del plasma que necesitan unos 300.000 europeos con enfermedades crónicas procede de Estados Unidos. “Esta situación pone en riesgo a los pacientes europeos si hay una falta de oferta”, explica un portavoz de la Dirección Europea de Calidad del Medicamento y la Asistencia Sanitaria (EDQM, según sus siglas en inglés). En Europa, salvo en Alemania y otros contados países, no se paga por las donaciones de sangre. Permitirlo supondría en la práctica vender una parte del cuerpo. Pero confiar en el comportamiento de un país imprevisible también pone en riesgo la vida de miles de europeos. El coronavirus está arrinconando a Europa en territorios morales impensables hace un par de meses, obligándola a tomar decisiones éticas dentro de una industria de 20.000 millones de dólares. Opciones de vida o muerte.

Ese es un problema, hay otros que nos arrastran al vórtice más oscuro de la industria. Allí donde gira con enorme inercia la desigualdad. Entre quienes pueden acceder a ciertos tratamientos y quienes no. “La medicina personalizada, por ejemplo para la cura de ciertos cánceres, es muy cara y ahí no llegan los cuidados públicos”, advierte Roberto Scholtes, director de estrategia de UBS. En Holanda, el Gobierno ha parado temporalmente la compra del fármaco inmunooncológico Keytruda porque es demasiado caro. Y en Estados Unidos, diabéticos están muriendo por el alto precio de la insulina. Mientras, el sofosbuvir (que se usa para tratar la hepatitis C) cuesta cinco dólares producirlo, pero se vende por 18.610 dólares. Unos 16.500 euros.

Estos son los planos de un sector que justifica esos precios porque asegura lanzar los dados, una y otra vez, sobre el tapete de la aleatoria I+D. En 2018, la industria destinó —según Statista— 179.000 millones de dólares a investigación. Durante 2022 se invertirán 202.000 millones. Investigan, claro, donde deslumbra el negocio. Cánceres, enfermedades autoinmunes, males crónicos, diabetes. La inglesa AstraZeneca es un ejemplo de fallo tras fallo hasta encontrar acierto tras acierto en sus últimas formulaciones. Porque lleva —dice Financial Times— varios años enlazando millonarios block­busters contra el cáncer. Si con Tagrisso ganó 3.200 millones de libras, Imfinzi (cáncer de pulmón) le reportó 1.500 millones y Lyn­parza (cáncer de próstata) generó 1.200. Solo con tres medicamentos suma 5.900 millones de libras (6.500 millones de euros). Y eso que hasta 2022 no volverá —otra vez— a estar entre las 10 principales compañías del mundo.

Escribamos Roche (56.728 millones de euros), Pfizer (45.844), MSD (41.242), Novartis (41.190) o GSK (37.843). Juntas atesoran 222.847 millones. Sin embargo, AstraZeneca trabaja muy cerca de la gran “pandemia” de nuestro tiempo. El año pasado, 19 millones de personas contrajeron cáncer. Murieron unos 10 millones. “Son números superiores a los que refleja el coronavirus”, precisa Damien Ng, analista del banco Julius Baer. ¿Dónde quiere llegar el experto con su particular mapa? “El análisis de la covid-19 podría allanar el estudio sobre las terapias genéticas para combatir las amenazas actuales y futuras a la salud”, sostiene.

Muerte y desesperación

Pero el presente es un tictac que mata. El premio nobel Angus Deaton las llama “muertes por desesperación”. En marzo, en pleno confinamiento, presentó su libro, coescrito con Anne Case, Deaths of Despair and the Future of Capitalism (Muertes por desesperación y el futuro del capitalismo). El nombre es tan incómodo como un vial mal puesto en una vena. En 2018 unos 158.000 estadounidenses blancos no hispanos (entre 40 y 45 años, e incluso más jóvenes) fallecieron. Cerca de 100.000 más de los que cabría esperar. ¿El motivo? Suicidio, opiáceos y enfermedades asociadas al alcoholismo. De aquí procede el adjetivo desesperación.

El coronavirus y la desigualdad médica en Estados Unidos presagian números futuros aún más terribles. “La historia es sencilla, algunas grandes farmacéuticas infames empezaron a producir opiáceos para todos nosotros”, narra Angus Deaton. “Pero en realidad Purdue [fabricante de opiáceos declarado en bancarrota] y otras compañías fueron a lugares donde ya existía mucha desesperación. Estaban buscando desesperación. Poblaciones en las que pudieran acosar a los médicos para que prescribieran estas drogas”, critica en Boston Review. Quizá la única forma de entender una industria que ha dado tanto y ha quitado tanto al hombre es recurrir al poema Mayo de Kirmen Uribe. “Ven y hablaremos de las cosas de siempre, / Del valor que tiene ser amable, / De la necesidad de arreglárselas con las dudas, / De cómo llenar los huecos que llevamos dentro”. Eso es lo que la sociedad espera del sector farmacéutico ahora mismo.


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