De no ser por la extrema gravedad de los sucesos que vivimos, las últimas apariciones de Putin resultarían cómicas: recibiendo a Macron en una mesa digna de La última cena de Leonardo, o anunciando al mundo la llegada del apocalipsis. El despropósito evoca la escena memorable de El Gran Dictador en la que un fantasioso Hitler, encarnado por Chaplin, juega con un globo terráqueo que gira sobre la palma de su mano. En esta ocasión, es la mano de Putin la que acaricia el botón rojo nuclear. Un delirio de terror y codicia. No bastándole gobernar el país más grande del planeta, (con una extensión cuatro veces la de la UE) siente la necesidad imperiosa de invadir a su vecino.
El poder de Putin, absoluto, arbitrario y cruel, es el del tirano. Una dictadura personalista ―una Putincracia― llevada al extremo de equiparar su persona con el Estado, de modo que cualquier amenaza a su posición, incluido un levantamiento popular, es percibida como una amenaza a Rusia, es decir, casus belli. De ahí el afirmar que las sanciones económicas suponen una declaración de guerra. Ante el chantaje paralizante de provocar un Armagedón nuclear, resulta útil recuperar las antiguas enseñanzas de Sun Tzu, los principios del saber vencer sin librar batalla. A saber: atacar los planes y alianzas del enemigo. Finalmente, cuando no quede otra alternativa, las tropas y fortificaciones. Por ese orden.
Joe Biden intentó desmantelar los planes con la “diplomacia del megáfono”. Las sanciones irían dirigidas a socavar las alianzas nacionales, cercar a Putin desde diferentes anillos, del más próximo de los oligarcas y colaboradores, al más distante del pueblo ruso. Si este tuviese conciencia de ser conducido a una inexplicable guerra mundial, podría romper el contrato social, cuya primera cláusula es la garantía de seguridad. Entre los aliados internacionales destaca China facilitadora de Putin y, por lo tanto, con responsabilidad moral.
La situación exige la involucración de Pekín, incluso por interés propio, pues los riesgos de un fracaso en Ucrania son varios. Con su inquebrantable apoyo a Moscú, Pekín se expone, aunque solo sea por asociación de imagen, a convertirse en compañero de viaje en el descenso a los infiernos de Putin. Cuanto más baje, peor. Un resultado adverso podría cuestionar la autocracia apuntalada por Xi Jinping, lograda, al igual que en el caso de Putin, a costa de desmantelar el modelo de liderazgo colectivo que Deng Xiaoping legó, precisamente, para evitar derivas personalistas. Según informa Katsuji Nakazawa, en los mentideros de la plaza de Tiananmén circula este rumor. En el peor de los escenarios, no vaya a ser que cunda el ejemplo, una revuelta ciudadana podría acabar con Putin y abrir una vía a la democracia. Más allá de estas conjeturas, a día de hoy lo esencial es reconocer que de Putin representa una amenaza para la humanidad, de la que China forma parte. @evabor3
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