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La América que no se vacuna y más se contagia

El número de ingresos hospitalarios alcanza un nivel nunca visto, la unidad de cuidados intensivos del principal centro sanitario de Baton Rouge, capital de Luisiana, se queda sin camas. El número de muertes se triplica en 14 días; el de contagios, se duplica. Podrían parecer noticias de hace un año, o de más, noticias de marzo o abril de 2020, pero es el parte de guerra de este Estado del sur de EE UU, que vive ahora los peores momentos de la pandemia mientras echa a perder miles de vacunas que sus ciudadanos no se ponen. Es el territorio con mayor número de contagios por habitante de todo Estados Unidos y el tercero por la cola en vacunación. En Luisiana solo el 47% de los adultos tiene la pauta completa, solo el 55% se ha inyectado la primera dosis y, después de mil ruegos por parte de las autoridades, sorteos millonarios y 616.000 muertos en todo el país, hay quien, como Scott Dowell, no piensa hacerlo.

“La vacuna no está aún aprobada [la agencia estadounidense del medicamento ha autorizado su uso de emergencia], han ido a toda prisa para sacarla. La esposa de un compañero trabaja en emergencias y dice que ha provocado embolias, efectos secundarios… Porque no se ha probado lo suficiente”, comenta Dowell. Empleado de una fábrica de equipos de protección de Baton Rouge, de 60 años, teme más el remedio que la enfermedad, convencido de que las actuales variantes del virus son menos peligrosas y de que él es una persona bastante sana. “Tampoco creo mucho lo que dicen las noticias”, añade.

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La desconfianza, los bulos que corren por las redes sociales y por las conversaciones de café, la complacencia por la mejora general de la situación, la alergia a la intervención del Gobierno, la desidia. Un cóctel de motivos dispares ha lastrado la vacunación en Estados Unidos, donde el avance de la variante delta ha encendido las alarmas. En EE UU, el 71% de los mayores de 18 años se ha puesto al menos una dosis, pero las diferencias son grandes entre territorios: mientras en Vermont lo ha hecho el 87%, en Misisipi, Wyoming y Luisiana, lo han hecho el 51%, 52% y 55%, respectivamente.

Tony Spell, pastor de la iglesia evangélica del Tabernáculo, en Baton Rouge. / RAEGAN LABAT

Luisiana, feudo conservador y religioso, cuenta con auténticos apóstoles antivacunas. Tony Spell, pastor de la iglesia evangélica del Tabernáculo, en Baton Rouge, tiene enmarcadas las múltiples órdenes de arresto y de libertad bajo fianza que ha acumulado durante este año y medio en el que se ha negado a cumplir todas y cada una de las normas de las autoridades. Nunca ha dejado de celebrar las reuniones en interior y nunca se ha llevado mascarilla en su iglesia. Por supuesto, ni él ni sus parroquianos se han vacunado. “No confío en un Gobierno que trata de promover una vacuna hecha en un año cuando necesitan décadas, y encima esta no funciona para las nuevas variantes. Dios nos ha dado un sistema inmunológico para resistir al virus y el distanciamiento social lo ha debilitado, no nos ha dejado alcanzar la inmunidad de rebaño. Nuestra congregación tiene 4.500 miembros y no hemos sufrido ningún brote”, sostiene el pastor, de 43 años.

Las colas para recibir las inyecciones que se veían al principio de la pandemia en estadios de grandes ciudades parecen otro mundo en este trozo de América, donde apenas se ve a nadie por los centros de vacunación. Con una población de 4,6 millones de habitantes, registra una media de 4.600 casos diarios, 99 por cada 100.000 habitantes, el máximo ratio de Estados Unidos.

La disputa política entre progresistas y conservadores ―más inclinados a las restricciones los primeros y recelosos de la intervención pública los segundos― se manifiesta también en el proceso de inoculación. El gobernador del Estado, el demócrata John B. Edwards, ha vetado ya tres proyectos de ley de la Cámara legislativa estatal, de mayoría republicana, que pretendían prohibir diferentes medidas para exigir o estimular las vacunas. La red hospitalaria Misionarios Franciscanos de Nuestra Señora, la mayor del Estado, ha tenido que emitir una orden para que todo su personal se vacune en los próximos meses, porque hasta el propio sector llegan la dejadez o las dudas.

Joshua Denson, director de la unidad de cuidados críticos en el Centro Tulane en Nueva Orleans, habla con un tono descorazonado: “Hoy he admitido a tres personas más en la unidad de intensivos y ninguno de ellos tendría por qué estar aquí, no estaban vacunados, cuando podrían estarlo. La mitad de ellos tienen bastantes probabilidades de morir, solo porque no sienten suficiente confianza en la ciencia, es frustrante”. Especializado en medicina pulmonar, Denson vivió el estallido de la pandemia en 2020 con el mismo estupor que el resto del oficio. “Muchos de nosotros teníamos miedo de tratar a pacientes con covid. La comunidad ha pedido mucho a los trabajadores de la salud en esta crisis y desmoraliza esta desconfianza ahora”, añade.

Mientras, fuera de su edificio, las calles del centro turístico de Nueva Orleans, el barrio francés, son un hervidero de gente donde la variante delta y las que la precedieron campan a sus anchas. Han vuelto los turistas, las despedidas de solteros, los conciertos atestados, los achuchones entre amigos. Los clientes arden por volver a ese estallido de vida y los hosteleros por mantener con vida sus negocios, en una imbatible alineación de intereses. Algunos bares, como el club Effervescence o la sala de cabaré The AllWays Lounge, en el Marigny, han empezado a pedir pruebas de vacunación y mascarillas a quien quiera entrar. No ocurrirá igual en los colegios, pese al repunte de niños hospitalizados, pues la ley protege en Luisiana a los padres que no quieran inmunizarlos por motivos religiosos o filosóficos.

La vía de los incentivos parece agotada. El gobernador Edwards anunció en junio el sorteo de becas y de premios económicos en efectivo, incluido uno de un millón de dólares (850.000 euros), para aquellos que se vacunasen antes del 31 de julio, pero eso no movió los cimientos del problema. Es una tónica general en todo el país, donde han proliferado estímulos de este tipo. Alison M. Buttenheim, una especialista en economía conductual que desarrolla ensayos y campañas para la prevención de enfermedades infecciosas, explica que se ha estudiado la tendencia en los Estados donde han llevado a cabo esas iniciativas y “no se han registrado repuntes en las cifras de inoculaciones”. “Lo que funciona especialmente es que la gente en la que confías se vacune y te anime a hacerlo”, añade.

Para algunos, como es el caso de Jacc Mikel, los premios pueden resultar incluso contraproducentes. Tiene 53 años, es afroamericano y no se vacunó hasta el pasado jueves porque temía los posibles efectos secundarios y sospechaba de todo ese interés de las autoridades. “Si echa la vista atrás, antes de que yo naciera, el sistema usaba a los negros como conejillos de indias para probar todas las cosas, y había mucho desconocimiento, era engañoso, y mucha gente murió, incluidos niños”, explica desde el jardín de una de las casas que cuida en Nueva Orleans.

Jacc Mikel, en uno de los jardines que cuida en Nueva Orleans. /AMANDA MARS

La población negra, más pobre y legalmente segregada hasta hace poco más de medio siglo, fue durante décadas carne de cañón para la medicina en Estados Unidos. El Estudio Tuskegee sobre la sífilis es el ejemplo más aberrante. Se desarrolló durante 40 años en la población de Alabama de ese mismo nombre y consistió, básicamente, en tomar a 400 hombres negros con esa infección y negarles todo tratamiento posible para poder analizar el avance de la enfermedad y después, si morían, estudiar sus cuerpos. Comenzó en 1932 y se desarrolló hasta 1972. Durante todo ese tiempo en el que hicieron de cobayas humanas sin saberlo no se les contó el mal que padecían. El experimento terminó justo después de que saliera a la luz en la prensa y estallara el escándalo. Los supervivientes recibieron una compensación económica tres años después y el presidente Bill Clinton pidió perdón por la atrocidad en 1997.

La desconfianza de los afroamericanos hacia los médicos blancos coleó mucho tiempo. Jacc Mikel recalca que las cosas han cambiado, pero sigue habiendo recelos. Grabó un vídeo mientras se vacunaba este jueves y se lo empezó a enviar a todos los jóvenes de su barrio porque cree que puede ayudar. El 59% de la población de Nueva Orleans es negra.

“Aquí me llaman tío Jacc, me respetan, ¿sabe? Y si yo, que soy tan testarudo, al final me la he puesto creo que puede tener un impacto”, cuenta el hombre, que se dedica a cuidar casas, pasear perros y todo tipo de arreglos y chapuzas que le ponen en contacto con la comunidad. Dice que, si después de todo, venció los recelos fue por Leo, un niño de 10 años de la zona que le dijo: “No quiero que te pase nada, si yo pudiera [la vacuna no está aprobada aún para menores de 12 años], me vacunaría”.

El prescriptor decisivo puede ser, para algunos, un niño de 10 años, tras meses haciendo oídos sordos a las autoridades. El detonante puede ser la muerte de un allegado. O las cifras imposibles que vive Luisiana estos días. También los políticos republicanos han empezado a reforzar su mensaje a favor de las vacunas después de meses de escaso entusiasmo por el asunto.

El peso de la política y de la desinformación

La política ha lastrado el proceso de inmunización, como muchos otros aspectos a priori apolíticos en la vida de los estadounidenses. La raza, las ideas religiosas o el nivel de educación muestran diferencias claras en el nivel de inoculaciones. Una encuesta realizada en julio por YouGov en colaboración con The Economist muestra, por ejemplo, cómo la probabilidad de que una persona esté vacunada en zonas rurales es casi 10 puntos porcentuales menor que la media, lo que se puede explicar por el menor riesgo que perciben y por la menor accesibilidad a los centros de distribución. Aun así, según su modelo estadístico, el factor mayor de predicción para calcular si el estadounidense medio se vacunó es si eran votantes de Donald Trump o de Joe Biden. Es hasta 13 puntos menos probable que los primeros se hayan vacunado y hasta 18 más probable que sí lo hayan hecho los segundos.

La epidemióloga Susanne Straif-Bourgeois, de la escuela de Medicina de la Universidad de Luisiana, culpa especialmente a la desinformación que reina en las redes sociales. “Leen cosas como que puede perjudicar la fertilidad de las mujeres, o sus embarazos, cuando no es cierto”, lamenta. El pastor Spell forma parte de esos portavoces explosivos antivacunas, extremistas religiosos, pero no representa al grueso de la población que aún no ha ido a por su inyección. La mayor parte son personas con dudas. Algunas han cambiado de opinión esta semana al ver a su Estado en las noticias de todo el país como el nuevo gran foco del contagio. Brandon, el practicante de una de las farmacias de la capital, lo corrobora: “He notado que viene mucha más gente estos días, estamos vacunando a unas 20 personas al día”. Jackie, de 71 años, aguardaba su turno la mañana del viernes. Su hijo había muerto de covid el año pasado.


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