Mientras la ola de calor de mediados de agosto asolaba la Península, la España verde apenas superaba los 23 grados, y los habitantes y visitantes del País Vasco se quejaban de que los días de sol y playa del verano se contaban con los dedos de la mano. Quien haya pasado alguna vez allí sus vacaciones entiende muy bien por qué las uvas de la zona tienen una de las acideces más vivaces del viñedo español.
Conseguir que maduraran, de hecho, era toda una odisea en el pasado. El chacolí rara vez superaba los 10 grados de alcohol. Era un elemento más de la economía de los caseríos vascos, hecho para consumir particularmente o beber en las tabernas locales. Se elaboraba en bocoyes viejos y se embotellaba sin filtrar, por lo que a menudo el proceso de fermentación terminaba en la botella, generando una pequeña burbuja que hacía aconsejable escanciarlo de forma muy similar a la sidra. Este es el origen del estilo tradicional que enamoró a los americanos en los años dos mil al ofrecer una percepción totalmente diferente del vino español: frescor atlántico frente a golosidad mediterránea.
Hoy, sin embargo, en las tres denominaciones vascas de chacolí —hay una diferente para cada una de sus provincias—, el toque burbujeante ha quedado prácticamente reducido a la zona costera de Gipuzkoa. En Bizkaia el carbónico es la excepción, y lo mismo ocurre en Álava, la provincia más continental y alejada del mar.
En los últimos años se ha luchado para que el vino local no se vea solo como un trago joven y fresco. Desde que Bodegas Itsasmendi lanzara en la cosecha 2003 el N7, un chacolí criado con lías en acero inoxidable en una línea similar a la de los albariños de Rías Baixas, el estilo no solo se ha generalizado, sino que ha sembrado una ambiciosa semilla: la de que el vino vasco también puede envejecer. Hoy, bodegas como Itsasmendi y Doniene Gorrondona, en Bizkaia; Bat Gara, en Álava, o K4, en Gipuzkoa, lo pueden demostrar ya con consistentes catas verticales.
Pero hay territorios mucho más exóticos. Tienen que ver tanto con una nueva generación de productores osados y poco intervencionistas —entre ellos están Oxer Bastegieta, Alfredo Egia, Imanol Garay, Bat Gara o Hasi Berriak— que se atreven a elaborar en tinajas con pieles o bajo velo de flor como con la experiencia y conocimiento adquirido por bodegas veteranas y asesores con larga veteranía como la bilbaína Ana Martín, que exploran el potencial de vinos parcelarios o el envejecimiento en huevos de cemento.
Además, el porfolio de una gran mayoría de bodegas se está ampliando para incluir tintos, rosados o espumosos. Si los primeros plantean retos importantes por la escasa superficie de uvas tintas y las dificultades en su maduración, los segundos han resultado un éxito total en el mercado estadounidense desde que la bodega de Getaria Ameztoi siguiera los consejos de su importador para elaborar y vender un chacolí rosado al otro lado del Atlántico.
Aunque quizás el campo más prometedor sea el de los espumosos, tanto si se elaboran mediante el método tradicional de segunda fermentación en botella —como ocurre con el cava o el champán— como si se hace por el método ancestral de una única fermentación. Es una opción lógica teniendo en cuenta los altos niveles de acidez y el carácter aromático poco invasivo de las variedades de uva locales, no siempre fáciles de pronunciar: hondarrabi zuri, hondarrabi zuri zerratia y hondarrabi beltza.
Lo vio ya con bastante claridad a principios del siglo XIX el viajero francés Alexandre de Laborde quien, decepcionado con la calidad general de los chacolís de la época, sugería madurar mejor la fruta y realizar una fermentación adecuada para convertirlos “en espumosos casi análogos a los de champán”. Más de 100 años después, etiquetas como Izar-Leku, Hiruzta o Apardune, capaces de equilibrar muy bien la acidez y evolucionar lentamente durante la crianza, están demostrando que tenía razón. Y hay otros en camino: algunas de las novedades más interesantes que se están gestando en las bodegas vascas tienen burbujas.
Tinto. Beltza. 2019. Tinto. Bizkaiko Txakolina. Doniene Gorrondona. 100% hondarrabi beltza. 12,5% vol. 14,50 euros.
Es notable el proyecto de recuperación de los tintos de Bakio, localidad costera vizcaína con larga tradición vitivinícola, que ha realizado el equipo de Doniene Gorrondona y los esfuerzos de la enóloga Itziar Insausti por dar forma a un tinto atlántico con tipicidad y personalidad. Hay que acercarse con la mente abierta y adentrarse en las notas herbales y toques de pedernal que ofrece en la copa. Aunque tiene mucha menos estructura de la habitual en los tintos españoles, lo compensa su espíritu silvestre e indómito.
Con burbujas. Izar-Leku Brut. 2016. Espumoso. Sin indicación geográfica. Izar-Leku. 100% hondarrabi zuri. 12,5% vol. 22,50 euros.
Cuando el especialista en sidra Zapiain y la icónica bodega Artadi (en Laguardia) se aliaron para producir un chacolí con vistas al mar en Zarautz, la elevada acidez de sus uvas aconsejó un cambio de rumbo y apostar por las burbujas. Han dado en la diana con este espumoso atlántico, mineral, salino, con más tensión que tostados y personalidad muy marcada que va mejorando añada a añada gracias al asesoramiento del productor de Champagne Raphäel Bérêche. Imprescindible para los amantes de las burbujas.
Con pieles. Bat Berri Maceración Carbónica. 2018. Blanco. Bizkaiko Txakolina. Itsasmendi. 100% hondarrabi zuri. 13,5% vol. 15,50 euros.
Aunque suene transgresor, la fermentación con uva entera, en este caso de 13 días, recupera prácticas que se suponen habituales en un pasado sin tecnología. Este vino se elabora desde 2018, pero en esta añada se desechó el mosto que se genera con el peso de los racimos para quedarse solo con el corazón de la uva. Se crio en una tina grande de madera 11 meses y se afinó 3 más en tinaja. Con el color, los toques herbales y la energía de los vinos naranjas en clave jugosa, es para paladares aventureros.
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