El mandatario del Estado francés fue abofeteado, el 8 de junio, por un ciudadano que ha sido condenado a 18 meses de prisión por esa agresión. Enmanuel Macron pretendía sopesar su influencia visitando la Francia profunda antes del comienzo de la campaña electoral. La bofetada tiene un significado altamente simbólico y pone de relieve, otra vez, la inquietante degradación de las relaciones, cada vez más conflictivas, entre la ciudadanía y quienes la representan en el país. Esta línea divisora separa, desde hace décadas, a los gobernantes y los gobernados, incluso sirvió de lema electoral a Jacques Chirac, que ganó en 1995 denunciando la “fractura social”; desde entonces, todos los candidatos vienen utilizando este discurso para conseguir apoyo entre los silenciados, en especial, en las clases populares más humildes.
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A esa tesis central, la extrema derecha ha sumado la “amenaza” migratoria, el islam y el europeísmo. Y se puede afirmar que la desagregación de todo el sistema de partidos políticos que emergió en Francia con el fracaso de la derecha en 2012, se extendió en 2017 a la izquierda, y fue aprovechado por el pragmatismo de Macron para alcanzar el poder, procede de esta línea conflictiva de fondo. Categorías esenciales del pueblo han dejado de reconocerse en la alta y lejana figura del presidente de la República, lo que desestabiliza seriamente las instituciones de la Quinta República y así, la confianza en las fuerzas y cuerpos de seguridad o la propia función publica. Un estado de cosas que provoca, al tiempo, el auge del populismo francés, el más duradero (desde hace veinte años condiciona la vida política) e importante de Europa.
Los síntomas son visibles en los chalecos amarillos, en las clases populares que refuerzan exponencialmente las posiciones de la ultraderecha representada por el Frente Nacional, denominado ahora Reagrupamiento Nacional, de Marine Le Pen, el clima social desesperado en algunos suburbios, la polémica gestión gubernamental de la pandemia, la manifiesta y preocupante derechización de amplios sectores de la intelectualidad francesa. Cinco años después de la victoria del presidente en 2017, este balance no es especialmente alentador.
La bofetada, acto irreverente por antonomasia cuando se dirige a un mandatario, ofrece, sin embargo, una resonancia rebelde a la casi desaparición de los grandes partidos tradicionales e interroga sobre el vacío de proyecto común compartido. Porque, en realidad, el principal fracaso de Macron estriba en su incapacidad para construir un partido hegemónico que permita colmar esas lagunas esenciales y arraigarse sólidamente en el pueblo. Ha gobernado apoyándose en élites financieras y sectores débiles de la derecha y de la izquierda, sin ser capaz de frenar la descomposición del sistema político ni establecer una verdadera relación de confianza con el pueblo profundo. Si quiere ganar las presidenciales de 2022, tendrá que proponer un programa que pueda generar una alternativa política al clima de pesimismo y malestar, y reconducir las preguntas y respuestas a las aspiraciones populares. Es decir, aplacar y neutralizar los discursos que hoy nutren la extrema derecha francesa.
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