La caída de Kabul es un grave desastre


Es un grave desastre para el pueblo de Afganistán, que a partir de ahora va a tener que vivir en un régimen teocrático que reprime las libertades más básicas, castiga de forma despiadada a los disidentes y se enorgullece de oprimir a las mujeres. Es un grave desastre para decenas de miles de afganos que ayudaron a los periodistas y diplomáticos occidentales en el intento de construir un país mejor, observaron con impotencia cómo se olvidaban vergonzosamente las promesas de protegerlos y ahora se enfrentan a la ira mortal de los talibanes. Es un grave desastre para numerosos países de la región, que van a tener que lidiar con las consecuencias profundamente desestabilizadoras de otra enorme crisis de refugiados. Es un grave desastre para la credibilidad de Occidente, cuyas promesas de garantizar la seguridad de los aliados amenazados por rivales autoritarios como Rusia y China parecen ahora todavía más vacías. Y es un grave desastre para Estados Unidos, cuya seguridad estará mucho menos garantizada ahora que los talibanes han puesto en libertad a un número considerable de miembros de Al Qaeda y quizá vuelvan a permitir el entrenamiento de grupos terroristas en Afganistán.

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En medio de estos horrores, es lógico que haya pasado inadvertida una consecuencia más indirecta de estos últimos días: el humillante fracaso de Estados Unidos en Afganistán es también el dedo acusador en contra de una teoría que constituye la base de la política exterior del presidente Joe Biden.

En los últimos años, los principales políticos de Washington, preocupados por la popularidad de las críticas de Donald Trump contra los compromisos de Estados Unidos en el extranjero —incluida la presencia en Afganistán—, se han sumado a la idea de una “política exterior para la clase media”. Para obtener el apoyo de la población al papel de su país como garante del orden liberal internacional y para impedir que otros populistas autoritarios como Trump ganasen elecciones, decían, iba a ser necesario abandonar las misiones impopulares como la de Afganistán y centrarse en medidas cuyos beneficios fueran a parar directamente al bolsillo de los ciudadanos corrientes.

Pues bien, la primera vez que esta política se ha puesto a prueba ha fracasado. En lugar de disminuir las probabilidades de que vuelvan a ganar personajes como Trump, la retirada de las tropas de Afganistán ha reforzado peligrosamente la impresión de que las clases dirigentes tradicionales del país son demasiado débiles e incompetentes para confiarles el poder. Si el Gobierno de Biden quiere evitar otras catástrofes similares en los próximos años, tendrá que abandonar el prisma en el que enmarca actualmente su política exterior.

La política exterior de Trump fue un caos incoherente. Durante la campaña de 2016 criticó una y otra vez a Xi Jinping e hizo advertencias constantes sobre el peligro que representaba China. Luego conoció a Xi y de pronto empezó a deshacerse en elogios. “Ya es presidente vitalicio”, dijo en 2018, “y es estupendo”. Las valoraciones de Trump sobre otros jefes de Estado, ya fueran líderes elegidos democráticamente como Emanuel Macron y Shinzo Abe o autócratas como el norcoreano Kim Jong-Un y el egipcio Abdel Fatá el Sisi, sufrieron el mismo tipo de oscilaciones, aparentemente en función de cuánto le elogiaban a él.

Pero sería un error dejar que las veleidades personales de Trump nos ocultasen la fría coherencia de sus convicciones esenciales sobre el mundo. En términos generales, sus ideas sobre la política exterior se basan, como las de muchos otros populistas de todo el mundo, en tres simples principios. En primer lugar, cree que los dirigentes políticos deben colocar en todo momento los intereses de su país por encima de cualquier otra consideración. Segundo, cree que la prolongada y costosa presencia militar de Estados Unidos en otros países rara vez favorece sus intereses nacionales. Y tercero, cree que la protección de esos intereses exige muchas veces que Estados Unidos infrinja las reglas formales e informales de la política internacional.

Esta opinión se puso de manifiesto en la actitud de Trump respecto a Afganistán. Durante su primera campaña electoral criticó frecuentemente la misión. Estados Unidos estaba pagando un precio demasiado alto por la presencia de los aliados en el país, afirmaba, en vidas y en dinero. Como dijo en un tuit: “Debemos irnos de Afganistán inmediatamente… Reconstruyamos antes Estados Unidos”. Una vez en la presidencia, Trump no cumplió su promesa. Aunque inició los trámites para la retirada de Afganistán, siguió habiendo allí un contingente pequeño pero crucial de tropas estadounidenses.

Los círculos tradicionales de la política exterior en Washington, inquietos por la victoria de Trump, se tomaron muy en serio algunas de sus críticas. Los centros de estudios llevaban mucho tiempo preocupados por la impopularidad del “orden liberal internacional” y la falta de apoyo de la población a la presencia de tropas estadounidenses en el extranjero. Y el triunfo de Trump parecía ser la prueba de que las viejas costumbres eran insostenibles. ¿Cuál era la solución?

Los altos responsables de política exterior pensaron que lo que Trump les había obligado a preguntarse era cómo proteger las normas internacionales fundamentales que garantizaban la prosperidad de Estados Unidos sin fomentar una reacción populista que amenazaba con destruir las alianzas nacionales y la supervivencia de sus instituciones. Muchos de los que hoy dirigen la política exterior del Gobierno de Biden —entre ellos,. el secretario de Estado, Antony Blinken, y el consejero de Seguridad Nacional, Jake Sullivan— se pusieron de acuerdo en una respuesta concreta a esa pregunta. Empezaron a pensar que los votantes estaban convencidos de que la política exterior de Estados Unidos no había protegido los intereses nacionales. Y llegaron a la conclusión de que, para competir con Trump, los demócratas debían abandonar la presencia impopular de tropas en otros países y explicar que el compromiso del país con las normas internacionales era una forma eficaz de proteger los intereses económicos de los votantes. Tenían que centrarse en una “política exterior para la clase media”.

Esta idea no se ha quedado en un mero eslogan, ni mucho menos, sino que ha dado forma a la política exterior de Joe Biden en los seis primeros meses de su mandato. Ha servido de guía para sus primeros éxitos internacionales, como los acuerdos para garantizar un mínimo tipo impositivo para las grandes empresas multinacionales. Explica algunas medidas que podrían parecer desconcertantes, como los recientes intentos de presionar para que los países de la OPEP aumenten sus cuotas de producción de petróleo. Y también permite comprender el empeño de Biden en salir de Afganistán a una velocidad irresponsable.

En las encuestas, los estadounidenses se han mostrado siempre mayoritariamente en favor de retirar las tropas de Afganistán. La presencia de Estados Unidos allí no había tenido ningún beneficio económico significativo. No se veía el desenlace. Desde el punto de vista de una “política exterior para la clase media”, lo de Afganistán estaba claro. Con la retirada de tropas, Biden podía demostrar que estaba dispuesto a tener en cuenta la opinión pública, que no se iba a enredar en costosas aventuras en el extranjero y que dedicaría los esfuerzos de su país a iniciativas que tengan beneficios tangibles para los estadounidenses. Parecía que todos saldrían ganando.

Sin embargo, la precipitada retirada de las tropas estadounidenses de Afganistán no solo ha tenido trágicas consecuencias para el país y el mundo entero sino que ni siquiera ha servido para cumplir el propósito buscado. Pensada para debilitar los argumentos de populistas como Donald Trump, solo ha servido para hacer más probable su reaparición.

Las imágenes de los helicópteros sacando a los diplomáticos estadounidenses de la Embajada en Kabul y de los afganos colgándose de los aviones norteamericanos en un intento desesperado de huir de los talibanes se convertirán sin duda en todo un símbolo. Serán el símbolo de una nueva era de debilidad estadounidense y contribuirán a definir la actuación de Biden en política exterior.

Muchos demócratas parecen discrepar de este diagnóstico. Todavía el domingo, confiados en que la caída de Kabul no les saldría tan cara, varios altos cargos del Gobierno de Biden aseguraban a los periodistas que “los estadounidenses quieren que las tropas vuelvan a casa”. Pero, aunque es cierto que la mayoría de los estadounidenses había dicho que apoyaba el regreso de los soldados, eso fue antes de comprender los malos resultados que iba a dar esa política, y ahora es probable que juzguen a Biden con dureza por las escenas de humillación nacional que todos pueden ver en televisión y a través de las redes sociales.

Hasta ahora, las críticas a Biden que lo tildaban de viejo y vacilante no han tenido demasiado eco fuera de los medios de comunicación de la derecha; los votantes no tenían motivos para pensar que era incapaz de dirigir el país. Pero los vídeos que llegan de Afganistán ofrecen una imagen visceral en consonancia con una línea de ataque que sin duda se intensificará en los próximos meses. Con razón o sin ella, vinculan lo que dicen los republicanos sobre el presidente con una catástrofe real ocurrida durante su mandato.

Las críticas podrían adquirir aún más fuerza si en los próximos años vuelve a haber atentados terroristas en Estados Unidos. Según las primeras noticias, los talibanes ya han puesto en libertad a un número importante de miembros de Al Qaeda. Es posible que vuelvan a permitir que las células terroristas se entrenen o se escondan en el país, ahora que está bajo su control. Si algún atentado futuro parece tener relación con Afganistán, la absurda decisión del Gobierno de vincular la retirada de las tropas con el vigésimo aniversario del 11-S podría volverse en su contra.

Para otoño de 2022 o 2024, lo más probable es que muchos estadounidenses se hayan olvidado por completo del pueblo afgano. Pero incluso cuando los sucesos originales se desvanezcan de la memoria, la impresión de debilidad e incompetencia del Gobierno seguramente persistirá. Y eso abre todo un abanico de oportunidades a un populista que, como Trump, siempre ha hecho campaña presumiendo de su capacidad de restablecer el poder de Estados Unidos y prometiendo reducir los compromisos del país en el extranjero.

El propósito de retirar las tropas estadounidenses de Afganistán era dejar claro que Biden había prestado atención a las preocupaciones de los votantes y había dado prioridad a su bienestar. En lugar de eso, está reforzando la percepción de debilidad y fracaso de las élites que alimenta a los líderes populistas. La enseñanza que nos deja, entre otras muchas, es que el consenso de la clase política sobre cómo reaccionar ante lo que representa Trump ha fracasado por completo.

La política exterior no es el instrumento más eficaz para aumentar los salarios de los trabajadores del metal en Michigan o de las enfermeras en Georgia. La idea de que el Gobierno, durante las negociaciones del G-7 o de Naciones Unidas, podía hacer algo que transformara el bienestar del estadounidense normal lo suficiente como para hacerle cambiar el voto siempre fue una quimera. Por muchas ventajas que tuviera la política exterior para la clase media como teoría, como estrategia política siempre ha sido una ingenuidad.

Pero la caída de Kabul, además, pone de relieve un segundo defecto de esa idea. Es posible que, en las encuestas, los estadounidenses digan que prefieren una política exterior que favorezca los intereses nacionales y contribuya a mejorar su nivel de vida. Pero tienden a juzgar duramente a sus gobernantes cuando las decisiones que toman humillan espectacularmente al país o no lo protegen como es debido. Y resulta que lo que hace falta para evitar la humillación nacional y proteger la seguridad del país suele ser precisamente lo que muchos votantes consideran que es alejarse de la defensa de sus intereses inmediatos.

Esto no significa que los líderes estadounidenses tengan que hacer caso omiso de la opinión pública ni partir en busca del tipo de desatinadas aventuras militares que han minado el prestigio del país en las últimas décadas. Pero los votantes merecen que se les diga la verdad. Y la verdad es que, debidamente entendidos, los intereses de Estados Unidos se defienden mostrando verdadera lealtad a sus aliados y, a menudo, tomando decisiones dolorosas para desbaratar los designios de las fuerzas más peligrosas del mundo; por ejemplo, haciendo todo lo que sea necesario para que los talibanes no se apoderen de Afganistán y maten a muchos de los más fieles aliados de los estadounidenses.

Incluso después de las dramáticas imágenes de Kabul, muchos votantes estadounidenses seguirán resistiéndose a aceptar que, a veces, las políticas que más contribuyen a su seguridad y su prosperidad parecen tener una relación muy indirecta con su vida. Pero esa es una lección que los líderes deben aprenderse de memoria para evitar nuevas humillaciones tan peligrosas como las que estamos viviendo en estos días.

Yascha Mounk es profesor de la Facultad de Estudios Internacionales Avanzados de la Universidad Johns Hopkins y autor de El pueblo contra la democracia (Paidós).

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.


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