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Ahmed Fofana, de 21 años, se ha quedado sin trabajo, y la vieja escopeta de su abuelo le va a ser muy útil. El arma llevaba años desmontada en el cobertizo. “Ya no se usaba”, cuenta Fofana, que ha dedicado tiempo a darle una segunda oportunidad. Ahora, el largo cañón y la culata de madera se mantienen unidos con un envoltorio de cinta negra y soldadura.
FOTOGALERÍA: ¡Marchando una de carne de rata con berenjenas!
Así, casi cada día, el muchacho sale del pueblo al anochecer con el arma al hombro. Agou, una aldea del departamento de Adzopé, en el sudeste de Costa de Marfil, está rodeada de bosques y campos perfectos para la caza. En la brousse o en el bush ―la maleza, que es como llaman los marfileños a las extensiones silvestres―, Fofana caza para comer. “Gacelas, ciervos, erizos, ratas, pangolines, serpientes…”, enumera. Si es comestible, le dispara. Él preferiría ganarse la vida de otra manera, pero asegura que no tiene elección. A causa de la covid-19, el año pasado perdió su empleo de conductor de mototaxis. “Soy el hombre de la casa y mi obligación es dar de comer a mi familia”, asume.
Carne de monte
La caza está prohibida en Costa de Marfil desde 1974, explica el historiador Anicet Zran, de la Universidad Alassane Ouattara, pero “la ley nunca se ha aplicado”. Zran es especialista en historia de la atención sanitaria y actualmente investiga una novedad que afecta a muchos de sus compatriotas: la prohibición del consumo de carne de monte, como se llama en el país a la carne de animales salvajes.
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Una razón es la covid-19, pues se teme que ésta pueda contribuir a propagar el virus. Durante el brote de ébola que asoló varias regiones de África occidental entre 2014 y 2016, también se prohibió el consumo. En aquel entonces, el origen de la epidemia fue la mordedura de un murciélago en Guinea. En el caso del actual brote de coronavirus, se sospecha que el patógeno pueda haber pasado de los animales a los seres humanos. Los investigadores apuntaron a los pangolines, un insectívoro caracterizado por su cuerpo cubierto de escamas. La especie fue identificada como otra posible portadora y propagadora. La Organización Mundial de la Salud (OMS) está investigando el origen.
Rata con salsa de berenjenas
A pesar de todo, en Costa de Marfil se sigue consumiendo y vendiendo carne de caza, afirma Zran. “Las rutas de comercio ilegal creadas durante la epidemia de ébola están volviendo a usarse”. En la aldea de Agou apenas se nota el veto. En el menú del día del restaurante Crinsh-Crinsh ofrecen rata con mandioca y salsa picante de berenjenas. Emile Yapo, de 60 años, da un mordisquito a la pata del rodeador. “Deliciosa”. De todas maneras, reconoce que debería tener cuidado. “Si los animales salvajes están enfermos, no lo sabemos. No los ha examinado ningún veterinario. Puede ser peligroso”.
Pero, al igual que su paisano, el joven cazador Ahmed Fofana, Yapo afirma que no tiene alternativa. “A veces es lo único que tenemos para alimentarnos. No nos queda más remedio”. Mientras que en la mayoría de las principales ciudades de Costa de Marfil la carne de caza es una exquisitez más cara que el pollo o la vaca, en las zonas rurales ocurre lo contrario. Allí constituye una importante fuente de proteínas.
“Aquí no hay bastante alimento”, confirma Sylvie Demoué, la propietaria de Crinsh-Crinsh, mientras machaca raíces de mandioca con una gran mano de madera. En su restaurante, los clientes comen lo que hay. “El pescado es demasiado caro, así que salen al campo y yo les preparo lo que traen”.
No todos los marfileños consumen estos animales, matiza Zran. En la costa se come sobre todo pescado, y a causa de su religión, los musulmanes evitan alguna clase de caza. Pero para gran parte de los marfileños, la carne de monte no solo es necesaria para sobrevivir, sino también una costumbre de gran valor cultural. “Cuando la familia se reúne, es el plato tradicional. Es imposible prohibirlo”.
Consecuencias desastrosas para la naturaleza
Marcelline Bah, presidenta de la organización Les Amis de la Nature (Amigos de la Naturaleza) educa a sus paisanos de Agou en los posibles peligros asociados al consumo de carne de animales salvajes. No solo les advierte del riesgo de enfermedad, sino también de las consecuencias catastróficas para la naturaleza. “Hoy en día se ven menos animales. Hemos acabado con muchos de ellos. Ya casi no se ven pangolines, quedan muy pocos”.
Según el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF, por sus siglas en inglés), en medio siglo el número de animales salvajes del continente africano ha descendido un 65%. La organización lo atribuye en gran medida a la “actividad humana”. Cuando pasa por un restaurante o se encuentra con un cazador, Bah intenta cambiar la mentalidad de sus conciudadanos. “Pero si les pedimos que maten menos animales, nos preguntan qué obtienen a cambio y se enfadan”.
Hoy en día se ven menos animales. Ya casi no se ven pangolines, quedan muy pocos
Marcelline Bah, presidenta de Les Amis De La Nature
Además, las piezas no se destinan solo al consumo local, sino que también se venden en otros sitios. A pocos kilómetros de Agou, a lo largo de la carretera asfaltada que conecta el sudeste de Costa de Marfil con la ciudad costera de Abiyán, multitud de cazadores comercian con las capturas del día. Cuando un coche se detiene en el margen, corren hacia el vehículo con serpientes y roedores muertos colgando de las manos.
Aunque cada vez es más difícil encontrarlos en el país, también allí se ofrecen pangolines, pero en cuanto los vendedores se dan cuenta de que están hablando con un periodista, el animal muerto desaparece en una nevera. “Por aquí ya casi no se ven”, lamenta Bah, “pero en algunos restaurantes del pueblo lo sirven. Un plato de pangolín es más caro que un plato de cualquier otra carne de caza”.
La víctima principal de la caza furtiva
Al igual que en el resto del mundo, en Costa de Marfil hay una gran demanda de pangolines. Según WWF, en la pasada década al menos un millón de ellos fue objeto de tráfico ilegal. Ya hace tiempo que la especie está en peligro de extinción. De hecho, es la principal víctima de la caza furtiva del mundo.
“Desde 2000, la tasa de caza furtiva de pangolines ha aumentado exponencialmente”, denuncia Claire Okell, directora de The Pangolin Project, dedicado a la protección de este animal. “Las cuatro especies del continente están en peligro de extinción. La supervivencia de las cuatro que viven en Asia pende de un hilo. Desde 2000, a medida que las asiáticas disminuyen, la crisis de la caza furtiva se ha extendido a África y amenaza a que aún quedan en el continente”.
Mientras que los marfileños consumen la carne, las escamas se suelen destinar al comercio y se exportan a China. Allí, las láminas de queratina se muelen y se utilizan para preparar medicamentos tradicionales.
Una advertencia simbólica
Recientemente, tanto China como Costa de Marfil han tomado medidas para reducir el tráfico de pangolines. En el país africano, el año pasado se incineraron tres toneladas de escamas confiscadas, una advertencia simbólica tanto para los cazadores furtivos como para los traficantes. En China, las escamas de pangolín se eliminaron de la lista de ingredientes autorizados para las medicinas tradicionales.
Son pasos importantes, reconoce Okell. “Ha llegado el momento de garantizar que actuamos de acuerdo con las medidas y las políticas dictadas por los gobiernos”, asevera, “y para ello es necesario tener en cuenta a todas las partes. Uno de los principales escollos con los que se encuentra la protección de este animal es el desconocimiento de los jueces, la policía, los ecologistas y las comunidades sobre la especie y las leyes que la protegen”.
Según Zran, el hecho de que los marfileños sean en parte responsables de la desaparición del pangolín es difícil de atajar. “La causa principal es que la gente sigue cazándolos para su propio consumo. Comemos demasiados”.
Mientras recorre el bosque cercano a Agou, Fofana se queda inmóvil de repente. A lo lejos se oye un crujido. El cazador sospecha que es un ciervo, pero si fuese un pangolín sería perfecto. Ni siquiera tendría que utilizar la escopeta de su abuelo para cazarlo porque, en cuanto uno se siente amenazado, se enrosca formando una bola. “No tienes más que cogerlo”.
Mientras atisba entre los arbustos, el joven se arrodilla sin hacer ruido. Con el índice y el pulgar se aprieta las fosas nasales; una fuerte llamada nasal resuena en el campo. Al otro lado del claro todo sigue en silencio. Fofana se acerca arrastrándose, pero pronto descubre que el animal que estaba allí hace tiempo que se ha ido. Quizá mañana las cosas le saldrán mejor.
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