La carrera espacial


Estudié en el CP Vicente Aleixandre primero y en el IES Alpajés después, pero cuando lo incluyo en las biografías que me piden para dar una charla o poner en la contraportada de un libro me lo suelen quitar. Es un gesto tonto y supongo que comprensible ―“nadie los conoce”, me dijeron una vez―, pero a mí me da mucha rabia porque si hubiera estudiado en el Pilar, en el Colegio Británico o en el Estudio, incluso si hubiera ido al Ramiro de Maetzu, que es público pero de postín, me lo dejarían. Y me lo dejarían porque, aunque tampoco los conoce mucha gente, sí quien tiene que conocerlos: las clases medias y altas, sobre todo las de Madrid.

Sus cachorros se identifican los unos a los otros, entre otras cosas, por sus colegios; esto lo aprendí cuando empecé a mezclarme con ellos, de adolescente. Una de las primeras preguntas que se hacían, nada más conocerse y ya fuera en una discoteca o en una manifestación, era que de qué colegio eran. Y los reconocían, como supongo que los siguen reconociendo en eventos culturales, comités de empresa y despachos de instituciones públicas varias.

Lo que sí me dejan siempre en esas breves semblanzas que me piden es la universidad en la que estudié. Incluso si tuviera, como muchos de mi quinta, un par de másteres, seguro que me los dejarían también, todos ellos con sus correspondientes instituciones expedidoras y por mucho que tuvieran, como casi todos los másteres, nombres ridículos o incomprensibles. Y esto, claro, también me da rabia, porque sin el esfuerzo de muchos en esos colegios e institutos que nadie en los comités de empresa conoce, otros muchos no habríamos llegado a la universidad.

Los del Estudio, el Colegio Británico y el Liceo van a la universidad. Los de los colegios e institutos que no lucen bien en las biografías, en muchas ocasiones llegamos. Así se lo oímos decir a nuestras familias, “llegar a la universidad”, como si la universidad fuera la Luna. Y es que, durante mucho tiempo, para los nuestros lo fue.

En nuestra carrera espacial pusieron los cimientos maestros que tuvieron que enseñarnos no solo a leer y a escribir, sino también por qué algunos teníamos más regalos que otros el día de Reyes y porque había quien, incluso, no tenía ninguno. Nos enseñaron a soportar la gravedad cero profesores que suplieron el frío de las aulas prefabricadas con infinito cariño y tener cada año más críos por curso con infinita paciencia. A calzarnos la escafandra nos ayudaron jefes de estudios y directores que lidiaron no solo con los recortes sino también con los caprichos y las ocurrencias del gobierno de turno.

Y que me perdonen todos esos profesores de colegios que quedan bien en las contraportadas de los libros, que seguramente desempeñan una gran labor con esos chavales para quienes el centro de estudios es un signo de estatus. Que me disculpen, pero el día D, cuando el cohete partió, seguramente no despidieron a sus alumnos sabiendo que, a pesar de su trabajo y su amor, muchos no llegarían. Por eso hay que dejar el nombre de esos colegios e institutos que nadie conoce en las biografías de quienes pusimos, de algún modo, un pie en la Luna.

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