La catedral de Santiago es un ecosistema. Un cuerpo gigante con achaques únicos, que no coinciden con los que sufren otros monumentos. Tiene su propio clima. Una orografía cargada de conflictos por la superposición de estilos arquitectónicos. Incontables formas de vida luchando por colonizarla, desde algas en las paredes hasta pinos en las gárgolas. Y una auténtica red hidrográfica sobre las cubiertas pétreas por las que se encauzan “millones de metros cúbicos” de lluvia. Hace 13 años empezaron a monitorizarse las condiciones ambientales del Pórtico de la Gloria, la obra cumbre del románico situada a los pies de la planta de cruz latina, y desde entonces, durante los trabajos de restauración casi integral de la basílica, se han acumulado estudios de todo tipo. Los hay hasta de botánica y zoología, por la vegetación y la fauna que prosperan entre las piedras en el corazón de una Galicia de naturaleza desbocada. Ahora las mediciones se efectúan en tiempo real en todas las naves y, después de tres años cruzando datos, el equipo técnico de la Fundación Catedral ha bautizado a su peor enemigo: el “día K”.
Daniel Lorenzo, párroco, miembro de la Real Academia de Belas Artes y director de la fundación creada para gestionar la basílica y su conservación, cuenta: “No le pusimos así por nada, pero de alguna manera había que llamarle”. Lorenzo, que es lo que desde antiguo se llama canónigo fabriquero (responsable del mantenimiento de “la Fábrica”, es decir, la catedral), explica que días K son aquellos en los que hay “viento sur o suroeste” y se dan “grandes oscilaciones de temperatura y humedad”.
Estas variables desencadenan fuertes contrastes entre la base y las partes altas, la condensación se concentra bajo las bóvedas, y su efecto es desastroso. “Vivimos pendientes de la meteorología”, reconoce Lorenzo, “la catedral está completamente monitorizada. Además del flujo de personas, controlado por cámaras, se registran parámetros como el movimiento del aire, la temperatura, la humedad relativa…”. Es “fundamental” saber “qué horas y qué días” son nefastos, “pero hemos visto que no es tan fácil prever [lo que va a venir]”, admite el sacerdote, al frente de un equipo de especialistas que una vez rematadas las obras prepara sus propias armas para proteger el monumento.
La estrategia pasa por instalar un sistema escondido de la vista del público (con aparatos en la tribuna que recorre la parte superior de las naves) para “calefactar con energías sostenibles las bóvedas”, revela el responsable del Plan Director, que ha sacado adelante la restauración tras detectar 534 patologías. “Se está estudiando qué energía utilizar”. “Teorías hay muchas y muy conocidas”, añade, “pero en la catedral interesa la práctica; los equipos que han trabajado estos años han tenido que romper sus esquemas” ante esta “singularidad” ambiental.
Un Pórtico enfermo de contaminación química
Corre ya el primero de los dos años santos que ha decretado el Papa por la pandemia (algo que no ocurría desde la Guerra Civil), y también se busca, para instalar “en los próximos meses”, algún tipo de barrera “de quita y pon” que aísle de forma urgente el Pórtico del resto de la seo cuando las condiciones ambientales lo amenacen. De momento, este nártex ideado por el Maestro Mateo —que colocó los dinteles en 1188— está permanentemente encapsulado y separado del resto del templo con grandes paneles de madera. Se puede visitar gratis, pero hay que retirar la entrada en el museo de la catedral.
“Buscamos una intervención rápida, sistemas de aislamiento de fácil desmontaje para situaciones de emergencia, pero las distintas alternativas no nos convencen porque son aparatosas y complejas de instalar”, comenta Daniel Lorenzo: “Queremos que invadan lo menos posible”. Cuando se complete con las obras pendientes (fachada románica de Platerías, edificio claustral y alguna capilla), la restauración de la basílica compostelana rondará los 30 millones de euros, la mayoría procedentes de fondos públicos, mientras que la intervención en el Pórtico —6,2 millones durante 12 años— fue sufragada por la Fundación Barrié. En el proceso, según Lorenzo, “se estudió qué ventilar y cómo ventilar. Y resultó que la hiperventilación era malísima, sobre todo en los días K”.
La espectacular policromía resucitada del conjunto escultórico situado tras la fachada del Obradoiro, ahora sellada, sufre una dolencia crónica por compuestos químicos (de los pigmentos aplicados en viejos repintados) que no se ha podido erradicar. La contaminación por cloro se activa con la humedad y destruye los colores desde dentro. Hay instalados dos grandes deshumidificadores que, ahora que el agua ya no entra desde las torres, tratan de combatir la condensación, porque a las heridas infligidas por el cloro se suma el daño de las sales del granito, que se mueven en función de la humedad y producen cristalizaciones.
Desde que comenzaron las tareas de restauración (Obradoiro y casi todas las fachadas, las torres, las cubiertas, el crucero, las naves, la capilla mayor y hasta el órgano) “han trabajado unas 50 empresas y arquitectos de toda España experimentados en restauración”, y todos estos equipos, explica el fabriquero, “aportaron informes”. Hoy, prosigue, “de pocos monumentos hay tanta información, y no encontramos muchas realidades parecidas en el mundo”. “Quisimos salir del tópico, buscar los datos, y así comprobamos que aunque en otras catedrales se acreditó que la presencia del público era significativa” para acelerar el deterioro, en general “en la de Santiago”, con un aforo permitido de 1.000 personas, “no es así”. Los visitantes y peregrinos “mojan el suelo y la piedra con sus chubasqueros”, pero no provocan esa humedad que se condensa y se convierte en “agua líquida en las fábricas del Pórtico”. En el tercer monumento más visitado de España, por detrás de la Sagrada Familia y la Alhambra, el mal venía de fuera y “de más arriba”.
Aquel “caparazón de cochambre” en la capilla mayor
Un día de hace 10 años, el deán de la época, José María Díaz, alzaba su brazo, y con el gesto sombrío y la nariz arrugada describía como “caparazón de cochambre” la bóveda de la capilla mayor. Por aquella época, salvo los canónigos más viejos, nadie en el templo recordaba que aquel cielo ennegrecido del altar de la basílica —situado sobre el sepulcro que es el kilómetro cero de todos los Caminos— ocultaba delicadas pinturas en dorado y lapislázuli. Ni siquiera el arzobispo, Julián Barrio. Porque una década después, al culminar las obras el pasado diciembre, se preguntaba “de dónde” había podido “salir tanta belleza”.
Después de años oculta por dentro y por fuera con andamios, lonas y plásticos, la catedral de Santiago ha recobrado los colores y, sobre todo, la salud. Aunque esta no deja de ser delicada. Además de por la edad (la construcción se inició en 1075), según Daniel Lorenzo, el canónigo fabriquero, las flaquezas del edificio se explican por la capilaridad de los materiales y por los continuos añadidos (románicos, góticos, renacentistas, barrocos, neoclásicos), muchos de los cuales fueron “poniendo trabas al natural discurrir del agua” por los tejados. Las nuevas cubiertas de piedra, sobre una capa aislante, consiguen evacuar el agua e impiden que la lluvia se estanque y empape los trasdós (parte exterior de las bóvedas), como sucedía.
Lorenzo explica que el nuevo sistema de cubiertas también ha puesto orden en las “geometrías endemoniadas” de los itinerarios de evacuación del agua, entorpecidos durante siglos. Aquí “manejamos millones de metros cúbicos”, recuerda acerca de las estaciones lluviosas en Santiago. “Con vientos de 40, 60 o 90 kilómetros por hora, el agua se abre paso y llega a los lugares más insospechados”, a lo que ayuda una vegetación empecinada en instalarse en las juntas.
Ahora, en la catedral rejuvenecida esto no sucede, pero ya no se puede bajar la guardia porque la naturaleza manda. “Uno puede tener una visión romántica de la ruina o una perspectiva de la conservación”, defiende el académico de Bellas Artes. “Podemos decir qué simpática, qué pintoresca la vegetación” desbordada que tapiza los edificios, “pero las zarzas y los pinos que nos crecen en este monumento tan vivo” —en el que “se acumula con extrema facilidad la materia orgánica”— ahondan sus raíces, “hacen desaparecer la cal que cerraba la juntas y causan graves daños”. “Tenemos una piedra muy agradecida al sol y al agua, que alcanza toda la gama de grises, amarillos y dorados”, reivindica el director de la Fundación Catedral: “No necesita para nada estar cubierta de algas y líquenes para ser bella”.
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