La ciencia es compleja


Durante el confinamiento por la covid-19 hemos tenido que gestionar muchas situaciones que nos eran ajenas o que al menos no habíamos vivido de forma tan intensa como ahora. Se ha hecho hincapié insistentemente en que los adultos debíamos ser esa referencia y modelo que los niños necesitan para afrontar una situación como esta, inusual, difícil, angustiosa, una crisis que ha puesto a prueba nuestros recursos emocionales y psicológicos. Sin embargo, haciendo una lectura más profunda, donde abandonemos nuestro habitual adultocentrismo, podemos encontrar que los menores nos han dado una lección inmensa, convirtiéndose ellos en maestros silenciosos, en un modelo sereno de cómo sacar lo mejor de uno mismo en condiciones adversas.

Preguntando a padres y madres sobre qué han aprendido de sus hijos durante estos meses, lo primero que llama la atención es que muchos no habían hecho esta reflexión, han tenido que pensarlo. ¿Cuántas veces no ocurre lo mismo? La inercia de nuestra educación, las prisas, los miles de demandas cotidianas nos alejan de ese análisis. Pero sí, podemos y debemos aprender de ellos. Nuestros hijos nos proponen una cura de humildad, una vuelta a lo esencial, una escala de prioridades que conecta con los vínculos primero y con las cosas después, que nos recuerda que la felicidad no está hecha de grandes gestas, sino que está escondida —pero al alcance de la mano— en lo pequeño, en lo cotidiano, en el juego compartido, en las risas, en saber sentirse bien dentro de la burbuja que llamamos familia, con la conciencia de que ahí es donde queremos estar. Disfrutar es la palabra mágica que define a los niños, una habilidad que vamos perdiendo poco a poco con el paso de los años.

Los pequeños nos han enseñado una enorme capacidad de adaptación sin apenas quejas; la sabiduría de ilusionarse con cuestiones ínfimas, como hacer un bizcocho o ver una serie; la creatividad para reinventar su día a día para hacerlo interesante, motivador, y la generosidad sin límite de desprenderse de su mundo y al mismo tiempo ser conscientes de quienes estaban sufriendo la enfermedad o la muerte de alguien querido. Su optimismo con forma de arco iris apoyado en la certeza de que “todo saldrá bien” nos ha transmitido esperanza y serenidad. Nos han enseñado algo en lo que ellos son maestros: saber estar en el aquí y ahora más radical y más sabio. Para los niños el pasado es un tiempo corto, muchas veces desdibujado por una memoria selectiva que nos ayuda a vivir dando más sonido y color a los buenos momentos; y el futuro no existe porque es abstracto y lejano. Los adultos vivimos presos entre el pasado y el futuro, entre la experiencia vivida y la esperanza o el miedo al futuro.

Algunas de las conclusiones de los padres expresan de manera muy lúcida lo que han aprendido de sus hijos en los tiempos de esta pandemia:

“Hemos crecido todos como familia”.

“Me han enseñado una gran capacidad de adaptación sobre la marcha, subiéndose a este carro sin generar ningún drama”.

“Los niños tienen grandes ideas para mejorar las cosas, más que un gran número de adultos. Además, han sido capaces de prescindir de muchas cosas materiales”.

“Mi hijo me ha enseñado que en situaciones difíciles nunca hay que perder el cuidado de lo básico, aunque el mundo esté hecho de manera que nos hagan creer lo contrario. Me refiero al cuidado del bienestar emocional por encima de la presión escolar o laboral”.

“Han sido capaces de hacer un giro de 180 grados en sus rutinas, dinámicas de estudios, etcétera, con una actitud muy positiva y resolutiva. Me han enseñado a disfrutar de las cosas pequeñas”.

Esta capacidad de adaptación, la tendencia al optimismo, en definitiva, la resiliencia que habita en cada niño ya fue observada por la pedagoga, científica y educadora Maria Montessori (1870-1952), quien decía que “los menores tienen una capacidad de adaptación que ningún adulto posee”. El psiquiatra, neurólogo y etólogo francés, padre del concepto de resiliencia, Boris Cyrulnik, dice en su libro La maravilla del dolor: “La resiliencia es más que resistir, es también aprender a vivir”.

Este parón obligado nos ha confrontado con una realidad distinta. Hemos tenido que convivir mucho, para bien y para mal. Habrá quien se sienta liberado al recuperar la antigua normalidad, pero también hay quienes se han replanteado sus prioridades vitales y han reflexionado sobre con quién desean pasar más tiempo y de qué forma. La normalidad es aquello que hace la mayoría, dice la estadística, pero lo que hace la mayoría no necesariamente es lo que nos hace mejores ni más felices.

Sin heroísmos ni aplausos, les debemos un agradecimiento profundo y honesto a nuestros hijos, reconociendo su grandeza y sabiduría. Siempre podemos y debemos tener la humildad y la capacidad de aprender de ellos, no solo en tiempos de pandemia. —eps

Olga Carmona es psicóloga clínica experta en neuropsicología de la educación.


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