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La condena a seis años de cárcel entierra las aspiraciones de Cristina Kirchner, pero no su poder

La condena a seis años de cárcel entierra las aspiraciones de Cristina Kirchner, pero no su poder

El martes 6 de diciembre, Cristina Fernández de Kirchner escuchó desde su despacho en el Senado la lectura de una condena a seis años de prisión por corrupción durante sus dos gobiernos, entre 2007 y 2015. Minutos después, con la mirada fija a una cámara, les dijo a los argentinos que era víctima de una “mafia judicial” cuyo único objetivo era proscribirla de la política. No hubo grandes novedades en sus ataques a los jueces federales, a los que considera desde el inicio del juicio, hace poco más de tres años, sicarios a sueldo de la oposición y de los grandes medios. Pero aquel día hubo algo más. Cuando todo se perdía en la monotonía de lo ya dicho, Kirchner anunció que se bajaba de cualquier carrera electoral. “Me quieren presa o muerta, no voy a ser candidata a nada, ni a presidenta ni a senadora, no voy a estar en ninguna boleta”, disparó al borde de las lágrimas. La política derrotada en los tribunales volvía a colocarse, ahora por ausencia, en el centro de la escena.

En la noche que siguió a la sentencia, Kirchner organizó un asado. Juntó en una misma mesa a gobernadores, legisladores y altos funcionarios del Gobierno, todos kirchneristas de paladar negro. Sin ponerse de pie, tomó la palabra. “Estaba fuerte, armada, y nos dijo: ‘Yo no vine acá para hablar, vine a compartir un momento con ustedes, pero voy a decir una sola cosa: cada uno de ustedes tiene el bastón de mariscal’, y dejó el micrófono”, reproduce uno de los presentes en el encuentro. Acababa de transferirles la responsabilidad de evitar una debacle electoral del peronismo en 2023.

Kirchner no está impedida para ser candidata, porque la sentencia no está firme. “Cualquier político normal, en una situación similar, diría ‘confío en la justicia’, sabiendo que los tiempos de apelación son larguísimos, hasta ocho años”, dice una fuente muy cercana a la vicepresidenta, pero que tiende también puentes con el presidente, Alberto Fernández. “Bastaba con que dijese que confiaba en su inocencia, pero ella no quiere que la justicia le diga si puede ser o no ser candidata. Por eso se anticipa brutalmente y redobla la apuesta”, explica.

La jugada la pone, una vez más, en el centro del debate político. El peronismo está ahora obligado a reacomodarse, desactivado el eje alrededor del cual se dirimían todas las disputas. Para la oposición, la ausencia de la expresidenta en una boleta supone elaborar un discurso alternativo a la polarización.

En la renuncia de Kirchner se han puesto en juego además cuestiones personales. El 1 de septiembre, la expresidenta salió ilesa de un intento de asesinato en la puerta de su casa de Recoleta, uno de los barrios más acomodados de la ciudad de Buenos Aires. La bala del atacante no salió. El peronismo, golpeado por la crisis económica, encontró un motivo para movilizarse y salió en apoyo de su figura más importante. La causa Vialidad por corrupción pasó a un segundo plano.

Kirchner intentó, hasta ahora sin éxito, instalar la idea de que los atacantes no eran lobos solitarios, como supone la justicia, sino parte de una organización más grande financiada por la oposición. Se mudó de casa. Dejó el barrio de los ricos y se fue a vivir a San Telmo, en el casco histórico de la capital, cerca de su hija Florencia. Allí siguió los últimos días del juicio y la condena, que daba por hecha. Y allí decidió, sin avisar a nadie, que no sería candidata “a nada”.

Los jueces encontraron a Kirchner responsable de defraudar al Estado por unos 1.000 millones de dólares mediante el desvío de contratos de obras públicas a empresarios amigos. La expresidenta apelará la sentencia, pero si renuncia a buscar cargos electivos perderá irremediablemente los fueros que la protegen de la cárcel en caso de fracasar en los tribunales.

“No será candidata, su anuncio fue sincero”, dice un kirchnerista que la conoce de cerca. “Les dice ‘a ver si en 2023, sin fueros, se animan a meterme presa’. Cristina no quiere ser [el expresidente Carlos] Menem, que murió siendo senador con una condena [por tráfico de armas a Ecuador y Croacia] confirmada en segunda instancia. Y cede, aunque al hacerlo pierde poder político. Seguirá teniendo la centralidad en el peronismo en general y en la provincia de Buenos Aires en particular, pero ya no será absoluta. Por no dar el brazo a torcer pierde influencia”, dice.

El peronismo tendrá, ahora, que rearmarse alrededor de una figura que aún no existe. “Nos quita un potencial fuerte, no hay duda, pero abre más el juego, será un juego más horizontal si somos capaces de meter a todos adentro”, explica la fuente. La estrategia, dice, debe evitar que el kirchnerismo se radicalice y tome un curso diferente, por fuera del peronismo. “Eso complicaría las cosas” en las elecciones generales de 2023, advierte.

Kirchner arma y también desarma. Lo hizo en 2019, cuando eligió a Alberto Fernández, con quien se detestaba, para representar al peronismo en una papeleta que la tuvo a ella como vicepresidenta. Sabía que no tenía los votos para vencer a Mauricio Macri, que iba por la reelección, y probó desde las bambalinas del poder. La fórmula Fernández-Kirchner fue un éxito en las urnas y un desastre en el Gobierno. Fernández y Kirchner se habían prometido amor eterno, pero dos años después ya no se hablaban.

La vicepresidenta nunca estuvo de acuerdo con la derrota general, boicoteó el acuerdo firmado por su delfín con el Fondo Monetario Internacional y forzó todos los cambios de ministros que pudo. Había otra espina en esa relación tan contranatura: Kirchner consideró siempre que el presidente no hizo lo suficiente para detener la causa Vialidad, esa que el martes pasado terminó en condena.

Las opciones electorales del peronismo no abundan. Alberto Fernández coqueteó con la idea de la reelección, pero su imagen está por los suelos. Axel Kicillof, delfín de Cristina Kirchner en la provincia de Buenos Aires, buscará, si no hay un terremoto político, un segundo mandato como gobernador. Queda Sergio Massa, ministro de Economía elegido de emergencia cuando la crisis amenazaba con descarrilarse definitivamente. La suerte de Massa depende del apoyo que Kirchner, y el kirchnerismo, le han dispensado hasta ahora. Pero también de que la inflación no se dispare (en diciembre rondará el 100%) y la tensión social no haga estallar en mil pedazos la delicada gobernabilidad que hoy mantiene a Argentina con vida.

¿Y la oposición? Allí sí sobran candidatos. Se siente ganadora y quien se imponga en la discusión interna acariciará la Casa Rosada el año próximo. En la carrera están el alcalde de la ciudad de Buenos Aires, Horacio Rodríguez Larreta, y Patricia Bullrich, exministra de Seguridad de Mauricio Macri (2015-2019). Hay una larga lista de indecisos, como el mismo Macri y María Eugenia Vidal, exgobernadora de Buenos Aires.

La UCR, el partido centenario que integra la alianza opositora Juntos por el Cambio, también tiene sus nombres. La salida de Kirchner los deja sin un importante factor de unidad. Todos ellos consideraron la sentencia contra Kirchner un triunfo de la República y “un punto a 12 años de corrupción e impunidad”, como dijo Mario Negri, jefe de los diputados opositores en el Congreso. Bullrich, del sector más a la derecha de la coalición opositora, subió más el tono: “Seguiremos atentos y sin bajar la guardia. El kirchnerismo no puede ser subestimado. Su capacidad de daño no tiene límites”. Kirchner será, desde ahora, “el kirchnerismo”.

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