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La costumbre de ser mala persona


El metro de Filadelfia, como casi todo el transporte público de Estados Unidos, se convierte, una vez transcurrida la hora punta, en una suerte de antro que acoge a los seres más desarrapados del lugar, los más pobres o débiles según el patrón ideológico dominante, los menos aptos para la supervivencia. En la ciudad desde la que escribo, esta lacra nacional viene con la particularidad de una presencia muy específica entre esos olvidados, la de muchos adictos a los opiáceos que, raíl arriba y abajo, se pinchan a la vista de cualquiera y sufren los efectos de una crisis creada por las empresas farmacéuticas. Filadelfia alberga el mayor mercado al aire libre de drogas de todo el país; sus víctimas, si logran moverse, a menudo se agrupan en los vagones que los trasladan de un barrio a otro, sea para dedicarse al robo de pequeñas mercancías que después puedan vender, o simplemente en busca de calefacción. El otro día, mi marido se encontraba en uno de esos vagones y fue testigo de una escena desgarradora que, de tanta reiteración, se ha erigido ya en costumbre: un hombre se balanceaba al ritmo del traqueteo hasta que, de repente, perdió el equilibro: en la caída de frente se partió la nariz, a juzgar por los gritos de dolor. “¿Y tú qué hiciste?”, quise saber. “Preguntarle si estaba bien, pero no podía hablar. El resto de los viajeros permaneció indiferente”.

Son cientos las situaciones de ese calibre que el ciudadano estadounidense observa en su rutina diaria, cuando no le toca sufrirlas de primera mano. La mayor parte de las veces, el gentío no pasa de mero espectador ante las desgracias ajenas. Si ese día a mi marido le latió algo que lo instigó a proferir unas palabras, en otras ocasiones no ha sido así: la tarde que vimos a un mendigo tirado en el suelo, agonizante y ensangrentado, ambos seguimos caminando mientras conteníamos una rabia, por lo demás, inservible. Semanas después, una mujer fue violada en un tren a la vista de multitud de pasajeros: nadie hizo nada por evitarlo. Meses antes, yo había entrevistado a una chica recuperada de su adicción a los opiáceos que me reveló lo errado de una sociedad sin ningún tipo de atención pública en la que se deja morir a los más indefensos: había contemplado las mayores aberraciones —robos, asesinatos, agresiones físicas— durante la época en que se inyectaba aquellas sustancias. Incontenible, el llanto le resbalaba por las mejillas al contestar a mis preguntas: “Yo estaba hecha una mierda, ¿sabes?, pero mucha gente estaba peor que yo, y no fui capaz de mover un dedo por ella. Jamás”, argumentaba con dificultad, entre espasmos, “jamás imaginé que podría llegar a ser tan mala persona.

El desdén hacia el dolor del otro no es un rasgo intrínseco al ser humano, sino que se cultiva socialmente. Suele nacer del miedo al contagio, a que la situación desesperada en que alguien se encuentra nos salpique de alguna manera, lo cual refuerza un sistema que fomenta el individualismo y normaliza esa completa desasistencia, especialmente entre los más vulnerables. Ante la visión de una persona enferma yaciendo en la calle, el primer impulso quizá sea llamar a la ambulancia, pero automáticamente surge el interrogante de cuánto va a costar y quién pagará la factura, cuando no el pensamiento que la culpabiliza por su condición. La falta de sanidad pública construye así una tolerancia frente al cuerpo aquejado de mil males que habrán sido, decimos, instaurados por el propio sujeto y cuya sanación vale dinero. De la misma forma, el pánico a que alguien lleve un arma nos disuade de actuar, pero también el pavor a unas fuerzas del orden militarizadas, en las que abundan energúmenos de extrema derecha entrenados para reducir al enemigo y no para asistir a la ciudadanía. Se les podría escapar una bala en la dirección inapropiada, podrían acusarme a mí de las circunstancias en que se halla el otro y arrestarme sin motivo; la cooperación entre gentes que conviven y deberían preocuparse por el bienestar común se esfuma si se ha sido educado para subsistir en la jungla. Estas dinámicas, que no son más que síntomas de la desaparición progresiva de nuestras sociedades democráticas y su transformación en otra cosa, de la inexistencia del Estado del bienestar, empobrecen los bolsillos tanto como la moral, que acaba siendo el andrajo con que arropar a la familia más cercana, la nuclear, y, si acaso, al reducido grupo de contactos que constituyen tanto como resguardan nuestro pequeño círculo de privilegio. Cuando desde instancias gubernamentales se impone el sálvese quien pueda a costa de los ahogados que yacen debajo, se institucionaliza también una maldad que es tan administrativa como personal y termina haciendo mella en nuestra concepción del ser humano, los cuidados —y los derechos— que merece, si no nos transforma directamente en piedras.

Describía el escritor portugués Valter Hugo Mãe en la novela La máquina de hacer españoles las vicisitudes de un puñado de ancianos, residentes en un geriátrico, en quienes transpiraba “el fascismo de los hombres buenos”, a saber, una vileza sutil, desmigada en actos suavemente violentos, como minúsculos alfileres, que provenía de haber sido socializados en la dictadura de Salazar. No eran seres diabólicos; al contrario, sus chascarrillos e historietas los tornaban entrañables, hasta que el monstruo del hábito alimentado durante décadas brotaba de improviso, provocando daños incalculables. El literato jugaba así con el concepto de “la banalidad del mal” que acuñó Hannah Arendt: basta un engranaje estatal dañino, una burocracia perniciosa, para que cualquier ser humano se transforme en una criatura despreciable.

Si atravesamos fronteras y comparamos países cuidadosamente, admitimos las diferencias, pero establecemos paralelismos, rimas que nos permitan abrir los ojos, discerniremos con lucidez una atomización social que es capaz de pudrirnos por dentro mientras se despedazan los vínculos colectivos. Que comunidades autónomas como Madrid o Andalucía se hayan empeñado en destruir la atención primaria y, con ello, la sanidad pública, como se han hartado de gritar las multitudes que se han manifestado recientemente, no solo engorda la masa de clientes de la privada, sino que desgaja al individuo del objetivo común que debería ser cuidarnos entre todos y no salvarnos —quien lo consiga— aisladamente. Lo mismo podría decirse del desmantelamiento de la educación pública e, igualmente, de una ley mordaza que reprime el civismo en cuanto que lo criminaliza y autoriza la mano dura policial sin restricciones ni fiscalización por parte de esa gente que, además, les paga el sueldo con sus impuestos a cambio de un servicio que no recibe. Ante la paliza arbitraria o la declaración que da con tus huesos en la cárcel sin más pruebas que un testimonio, muchos optarán por no hablar, por torcer la vista en un gesto de desinterés que es también de egoísmo, por no denunciar el abuso que conlleva empobrecernos cada vez más y privarnos de derechos fundamentales. Después, como ya he vivido tantas veces aquí, seguiremos remando en soledad, en mitad de aguas sépticas y procelosas, para acabar llorando no solo la democracia y sus pilares del bienestar, sino, sobre todo, la oportunidad perdida de haber podido ser, tal vez, buenas personas.

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