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La decepcionante propuesta de reforma del profesorado


Hace unos días el Ministerio de Educación y Formación Profesional presentó lo que probablemente es el documento más importante de la legislatura en materia educativa. Cuando se aprobó la nueva ley educativa en diciembre de 2020, quizás porque la oposición estaba distraída con su campaña contra la ley —por sus supuestos agravios a la escuela concertada, la lengua o la educación especial—, pasó casi desapercibida la ausencia de un modelo de carrera docente para el sistema educativo. La ley se limitaba a dar un plazo de un año para una primera propuesta, que acaba de ver la luz 13 meses después. Por desgracia y aun abordando todos los temas relevantes, la propuesta se puede resumir como un cúmulo de medidas fragmentadas, poco consistentes, y con escasa ambición.

Toda la investigación en educación apunta al profesorado como el factor más importante para la calidad de los sistemas escolares. En esto, la experiencia internacional (de países como Finlandia, Canadá, Corea del Sur o Singapur) apunta a la importancia de cuatro factores: la selección (quién debe acceder a la profesión), la formación inicial (en la universidad), la inducción (el periodo formativo de enseñanza remunerada y acompañada, tipo MIR) y la carrera profesional (con evaluación y desarrollo profesional). Tan importantes son estos ingredientes como la consistencia entre ellos en torno a la pregunta de “qué es hoy ser un buen docente”. Nada de esto es nuevo ni ajeno a ninguno de los actores del sector educativo, tampoco al propio profesorado.

En España, las políticas docentes son las grandes olvidadas de la política educativa de las cuatro últimas décadas. El reciente informe de Presidencia del Gobierno España 2050 habla de “déficit de profesionalización” y menciona las “carencias que están limitando nuestra capacidad para tener a los mejores profesionales posibles en cada aula”. Por ejemplo, la nota media de admisión a carreras de Educación está muy por debajo de la media y lejos de carreras STEM [ciencias, tecnología, ingeniería y matemáticas]. También se habla de las “carencias formativas de los docentes que, una vez incorporados al sistema, apenas se corrigen”: en comparación con sus pares de países vecinos, los docentes españoles son menos evaluados, tienen un menor reconocimiento por su desempeño, o no han sido tutorizados y acompañados.

El Ministerio de Educación es perfectamente consciente de estas carencias y necesidades de la profesión docente, pues aborda muy bien el diagnóstico en sus 24 Propuestas de Reforma para la Mejora de la Profesión Docente. Con acierto se habla de un “Marco de Competencias Profesionales Docentes”, la guía para definir qué es un buen docente y cuáles deben ser sus competencias. Es esa definición la que luego debe determinar y dar consistencia al “póker de políticas docentes” (selección, formación inicial, inducción y carrera profesional), algo que no ocurre a lo largo de las propuestas.

En materia de selección, las propuestas se quedan a medio camino en la transición a un modelo competencial de selección docente (y no únicamente basado en lo académico), tan importante para la equidad educativa. Para docentes de Primaria, se insiste en priorizar competencias académicas (necesarias), pero apenas se mencionan las socioemocionales (igualmente necesarias para atender al alumnado vulnerable). Esto se agudiza más con la selección para el máster de Secundaria, porque sólo se incide en el dominio de conocimiento y materias y se ignora la aptitud pedagógica, la vocación, la motivación o las competencias socioemocionales. También es llamativa la ausencia de competencias no académicas en las propuestas para las oposiciones, que únicamente parecen centrase en modificar algunos contenidos. En resumen, es probable que este conjunto de medidas no logre atraer y seleccionar a la profesión los perfiles más adecuados para el sistema educativo del futuro.

Quizás la mayor desilusión es que se renuncia de forma explícita a un periodo de inducción específico tipo MIR, una reivindicación promovida por casi todos los partidos políticos (incluyendo el PSOE) desde hace una década: la inducción es clave pues permite a los docentes aprender su oficio en el terreno, con la práctica y la observación, y bajo una buena supervisión, como ocurre en medicina. Para funcionar, es importante que este periodo tenga una duración de al menos un año (idealmente dos), que disponga de una dotación económica amplia para remunerar a los nuevos docentes y sus tutores, y que esté más relacionada con los centros educativos que con la universidad. En la propuesta, este periodo de iniciación a la docencia queda diluido y fragmentado, y dependerá fundamentalmente de las facultades de Educación y de su voluntariedad para coordinarse con los centros educativos. Es contranatura el exceso de poder se que pretende transferir a las universidades para la inducción (y también la formación inicial) sin exigir a cambio más responsabilidad en cuanto a aseguramiento de la calidad. Esto contrasta con el poco peso que parece que tendrán los centros educativos y sus profesionales en la inducción, algo que va contra todo lo que ha mostrado la investigación científica en los últimos años.

En materia de evaluación y desarrollo profesional, fundamental para la motivación y el desempeño del profesorado, el documento señala puntos importantes, pero es a la vez incoherente y ambiguo. El modelo de evaluación propuesto plantea metodologías (como la autoevaluación o evaluación por pares) que suponen un importante avance, pero deja en el aire como se van a hacer operativas sin aumentar la burocracia. Más preocupante resulta la disonancia entre la mención al carácter formativo de la evaluación (“evaluar para mejorar”) con lo que en otras partes se plantea en términos sumativos para reconocer la buena labor docente (“evaluar para premiar profesionalmente”). Finalmente, no hay una memoria económica aparejada a las propuestas del documento, algo que llama mucho la atención, pues algunas de ellas implican movilizaciones importantes de recursos públicos.

Es mucho lo que hay en juego. En España hay casi 700.000 docentes entre Primaria y Secundaria, de los cuales más de un tercio va a jubilarse en la próxima década: la transformación de la profesión docente debería ser la prioridad número uno del ministerio y las comunidades autónomas en los próximos años. Es de apreciar la voluntariedad de este primer documento por parte del ministerio. Sin embargo, por no querer abrir la puerta a un debate profundo y ambicioso, deja un balance decepcionante. La falta de un modelo consistente que dote a universidades y centros educativos de una responsabilidad aparejada a una buena rendición de cuentas y que ofrezca una visión ambiciosa para los docentes del futuro hace pensar que estamos más ante una suma de pequeñas decisiones en el margen que ante una reforma de calado.

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