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¿La democracia es una sola mujer trabajadora en la Asamblea de Francia?

¿La democracia es una sola mujer trabajadora en la Asamblea de Francia?

La primera vuelta de las elecciones legislativas ha ayudado a dejar muy clara una cosa que, además, desmiente de forma inequívoca la posición fundamental de Emmanuel Macron: su expresión “al mismo tiempo” no era más que un truco retórico. Macron no es ni de izquierdas ni de izquierdas. Pero el problema esencial es otro.

La representación política es una forma de delegación del poder. Aunque no la interpretemos de manera literal, aunque se suponga que un diputado no representa solo su propia posición social y entra en el hemiciclo con vocación universal, el mero hecho de que no haya más que una trabajadora cualificada entre los diputados de la última legislatura, frente a 27 directivos de empresas con más de 10 empleados; el hecho de que los empresarios, los ejecutivos y las profesiones liberales representen más de las tres cuartas partes de la Asamblea, basta para poner seriamente en duda todo el procedimiento. La desconfianza, la prevención y la indiferencia respecto al proceso electoral que vivimos el domingo pasado es una de las manifestaciones de esa duda: la abstención. Por muchas vueltas que le demos a la palabra “representación”, por más que le atribuyamos todo tipo de cosas, que intentemos hacerla simpática, hay algo que se resiste. La gente se niega a contribuir a mantener esta curiosa oligarquía atenuada que se las da de democracia. Una sola mujer trabajadora y nada más que un 4,6 % de asalariados entre los diputados: el precio de la representación es la eliminación de la mitad de la población activa. Es tan grave que debería ser suficiente como para que los demócratas se preocupen.

Pero la página web de la Asamblea Nacional nos tranquiliza: “Ser diputado no es un trabajo, es una función”. Menos mal. Y el perezoso que redactó este bonito resumen —”¿Son los diputados un reflejo de la sociedad?”— reconoce que los ejecutivos, los funcionarios y los profesionales liberales están más representados, “mientras que los empleados, los trabajadores y los jubilados tienen menos presencia”. Si todo el futuro de la representación depende de esos dos pequeños adverbios de cantidad, la democracia no tiene más remedio que funcionar bien. A la desigualdad estructural se añade así su negación, y precisamente en la sede de la institución que se supone que encarna la democracia: el Parlamento.

En resumen, para la Asamblea Nacional, una sola mujer trabajadora, cuatro o cinco jubilados, tres docenas de empleados que se comportan son suficientes para construir una democracia, para que la Asamblea sea “un reflejo de la sociedad”. Y es un reflejo, en efecto, porque en ella los trabajadores no tienen nada que hacer, dado que, en la sociedad, los empleados, sus hijos y sus familiares no se benefician de las mismas oportunidades, de los mismos privilegios que esos ejecutivos y esos profesionales liberales que solo “están mejor representados”.

Para terminar, la web de la Asamblea se muestra satisfecha por “la diversidad y originalidad de trayectorias que se encuentran…, por ejemplo, con un estudiante, un marino, varios escritores y una exdeportista de élite”. No sé si dan ganas de aplaudir o de llorar.

Esto es lo que me inspira en principio la primera vuelta de estas elecciones legislativas. Ahora bien, por una vez, hay una alternativa posible. Recordemos que, en el último siglo, la izquierda ha llegado unida al poder solo seis veces y que, en esas seis ocasiones, hubo un claro descenso de las desigualdades, gracias a la gratuidad de la enseñanza secundaria, las vacaciones pagadas, la limitación de la jornada laboral, la seguridad social y las nacionalizaciones. Si NUPES consigue la mayoría, habrá entrado un poco más de democracia en las instituciones. Si la calle apoya y se opone como en la época del Frente Popular, podemos esperar una vida social y política más libre e igualitaria.

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En cambio, una victoria relativa de Macron produciría el resultado contrario: las instituciones volverían a adoptar de inmediato, y con más vigor que nunca, sus viejas tendencias jerárquicas y autoritarias. Con toda probabilidad, el presidente solo podría gobernar por decreto, con arreglo al artículo 49.3 de la Constitución, sin procedimiento de control, sin debate, sin votaciones. Uno ya no se hace ilusiones sobre la vida política, sobre el grado de democracia de los procedimientos que la estructuran, pero este es un peligro real.

Por un lado, existe la posibilidad de una vida social más intensa, más fiel al interés general y más democrática y, por otro, una contracción del poder en torno a su función menos democrática —la gestión, la función ejecutiva— y unas decisiones concentradas, de pronto, en unas cuantas manos.

Independientemente del recelo que nos provoca, con razón, un procedimiento tan sesgado y desigual como la representación electoral, la idea de una tercera vuelta, formulada al día siguiente de las elecciones por Jean-Luc Mélenchon, es un intento de dar a unas instituciones moribundas un nuevo baño de sufragio universal y así contrarrestar la concentración de poder. Cuando, en la misma noche de las elecciones, Elisabeth Borne habló con desprecio de lo que denomina “los extremos”, ya no se refería a RN [Rassemblement National, el partido de Marine le Pen] y a los Insumisos [de Mélenchon], sino a RN y a toda la izquierda. Ahora, el mero hecho de ser de izquierdas es, en opinión de la mayoría presidencial, ser demasiado partidista.

No hay que tomarse este anatema a la ligera. Quizá quiere decir que incluso los viejos procedimientos nada igualitarios que, a pesar de todo, permitieron instaurar las vacaciones pagadas, limitar la jornada laboral y abolir la pena de muerte, son hoy demasiado democráticos para quienes nos gobiernan. Una trabajadora debe seguir siendo un exceso; el 4,6 % de los empleados debe seguir siendo demasiado, demasiados extremistas.

Cuando se habla así deja de haber una oposición posible, una alternancia posible. En este sentido, tal vez la segunda vuelta tenga esta vez una importancia especial. Quizá podamos hacer que el viejo procedimiento nada igualitario, como ha ocurrido en otras ocasiones pasadas, se desvíe temporalmente de su curso y permita que aquellos que representan a más de la mitad de la población activa se beneficien de la subida de los salarios, la seguridad del puesto de trabajo y la congelación de los precios. Eso es lo que pienso al ver el 50 % de abstención: me recuerda que hay que ir a votar, pero no para ser un buen ciudadano —no, eso es una tontería—, sino porque el viejo procedimiento, a veces, se escapa de los que escriben pequeños resúmenes.

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