Para Carlos Arriola (Ciudad de Guatemala, 54 años) el hambre es un sinsentido. Igual que las políticas guatemaltecas para atajarlo. Este doctor e investigador, con 31 años de experiencia en la zona Chortí de Guatemala, señala como raíz del problema la propia indiferencia social: “Estamos acostumbrados a decir: ‘es que es chaparrito (bajo) como el papá’ o ‘es flaquita como la mamá’, pero lo que suelen tener esos niños es desnutrición”, explica mediante una videollamada. “Y el Gobierno solo toma medidas asistencialistas o paliativas. Para mí, hay un componente malicioso de política pública de no hacer nada para mantener a nuestra población en las mismas condiciones; es una estrategia política para mantener los círculos de pobreza”.
Uno de cada dos niños de Guatemala sufre desnutrición; el 46,5% según la última Encuesta Nacional Materno Infantil, del 2014-2015. La tierra del quetzal ya cargaba entonces con el título de ser el sexto país con mayores tasas de hambre del mundo y el primero en Latinoamérica. Una situación que, de acuerdo a los expertos, ha empeorado los últimos dos años por la pandemia y los huracanes Eta y Iota, que azotaron Centroamérica en noviembre de 2020. “Aunque la situación se agrave sigue siendo un problema invisible”, aseguró Arriola a principios de febrero en la presentación de la campaña de concienciación de Manos Unidas, Nuestra indiferencia condena al olvido.
Los expertos hablan de 30 años para modificar estas tendencias, hace falta toda una generación. Pero esta, la nuestra, no ha hecho lo suficiente por ponerle punto y final
Parte de esta invisibilidad tiene mucho que ver con las personas a las que afecta. Guatemala es un país muy desigual y los indígenas son los peor parados en todas las estadísticas, a pesar de que son prácticamente la mitad de la población. En torno al 40% de estas comunidades vive en extrema pobreza y cerca del 80% está excluida socialmente. La vulnerabilidad y la marginalización es el día a día de quienes se acostumbraron, dice Arriola, al desprecio. El también catedrático de la Universidad San Carlos de Guatemala en Chiquimula recuerda con especial impotencia lo que le respondió un padre de familia al que le comentó que las tasas de hambre eran muy superiores entre los pueblos ancestrales: “Me dijo: ‘Mire, doctor, usted no se preocupe si se le muere un niño desnutrido, de esos, de los indios. Ellos tienen muchos hijos y no sienten nada, les da lo mismo; si se les muere uno, tienen más. Ellos no son iguales a nosotros’”.
El maíz o milpa es la fuente principal de alimentación de Guatemala, el sexto país con mayores tasas de desnutrición del mundo.Carlos Zaparolli / Manos Unidas
Pero pocos saben más de dolor e injusticia que los habitantes de la región chortí. La tasa de analfabetismo es del 72% y el Índice de Desarrollo Humano, del 0,38 en el año 2005. Hace 20 años, la desnutrición aguda era tan común que la etnia fue calificada como víctima de la hambruna. Desde esa “mala propaganda internacional”, las políticas de un gobierno tras otro han sido básicamente la entrega de alimentos. “Nada de medidas a largo plazo”, critica. Aquí, en el corazón del país, el médico fundó la Asociación Santiago Jocotán‐ASSAJO, organización socia de Manos Unidas en Guatemala, con el fin de cerrar estas brechas. Investigador y coordinador de la Mesa de Desarrollo y Seguridad Alimentaria de la mancomunidad Copán Chortí, este empecinado doctor fue nombrado Héroe Anónimo, en 2002 y Constructor de Paz, en 2006, por la Comisión Presidencial de Derechos Humanos.
Café y pan
Los recursos son la llave para poder elegir. Para los campesinos más vulnerables del país, la única opción de alimento durante el proceso de destete es café y pan. “Hay una generación entera de bebés que está alimentándose de eso. ¿Qué nutrientes aporta el café y el pan?”, se cuestiona. Por eso, la tasa de retraso severo de crecimiento roza el 15%. La niñez indígena presenta unas estadísticas del 55,5%, según datos de Manos Unidas. La exclusión social acompaña la desnutrición, pues se traduce en baja disponibilidad y acceso a los alimentos, falta de medios para producirlos o comprarlos y malas condiciones sanitarias o hacinamiento.
“Es una cadena de desigualdad que viene desde la época colonial”, zanja el médico. Y es, dice, la base de todas las injusticias que se apelotonan después. “Al llegar a la escuela, los niños no tienen la capacidad de aprender como otros que sí han tenido buena alimentación. Este es un flagelo permanente, ya que los daños son irreversibles y los condenan a trabajos de carga, pesados, mal pagados, perpetuando así el círculo de la pobreza”, lamenta. Por eso, esta enfermedad que afecta a 165 millones de menores, según Unicef, es conocida como la cadena perpetua.
El hambre, una tendencia al alza
Guatemala no es el único país que presenta un aumento en las tasas de inseguridad alimentaria. 2020 fue, de hecho, el año que más hambre pasó Latinoamérica en la última veintena. El porcentaje creció un 30% de 2019 a 2020, elevando a 59,7 millones el número de personas afectadas. Son 13,8 millones más de platos vacíos de un año para otro, y aunque la pandemia es la razón principal, no es la única, ya que estos alarmantes datos no han parado de crecer en los últimos seis años. La migración forzada, los desastres naturales y el cambio climático están detrás de este “escenario sombrío” en la que ya es la región del mundo donde más drásticamente han aumentado unas estadísticas que plasman una situación desoladora: 267 millones de víctimas de la inseguridad alimentaria y 106 millones de adultos con obesidad.
“A veces me pregunto qué pasarán en los próximos 30 años”, reflexiona el guatemalteco tras un largo suspiro. “No creo yo que haya mucho cambio si no se produce una intención diferente de elaborar estrategias. Venimos ocho años arrastrando las tasas de las que hablamos hoy. Y no ha mejorado mucho. Los expertos hablan precisamente de 30 años para modificar estas tendencias, hace falta toda una generación. Pero esta, la nuestra, no ha hecho lo suficiente por ponerle punto y final”.
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