Cuando los diputados consevadores británicos comienzan a calentarse entre ellos en Whatsapp al hablar de Boris Johnson, hasta el punto de echar sin misericordia a los discrepantes del grupo de chat, es que los problemas internos del partido comienzan a ser serios. Ocurrió este sábado, ya de noche, cuando surgió la noticia de que el negociador con la UE para el Brexit, David Frost, había dimitido. El grupo se llama Clean Global Brexit (Brexit limpio y global), y están en él hasta cien diputados tories. En su gran mayoría son euroescépticos convencidos que, en su momento, brindaron un apoyo entusiasta a Johnson y le auparon al liderazgo del partido y hasta Dowining Street. Lo administra Steve Baker, un político calculador, inteligente y fanático antieuropeo y neoliberal que tiempo atrás estuvo en la dirección del famoso European Research Group, la corriente parlamentaria liderada por el extravagante Jacob Rees-Mogg, que maniobró hasta derrocar a la entonces primera ministra Theresa May. Cuando varios de los participantes en el chat lamentaron el “desastre” que suponía para Johnson la dimisión de Frost, y aseguraron que compartían con el ya exministro su preocupación “por la deriva actual del Gobierno”, la nueva ministra de Cultura, Nadine Dorries, estalló. Esta enfermera, autora de best-sellers ligeros, y muy conservadora en temas sociales como el aborto o el matrimonio homosexual, saltó a defender “al verdadero héroe que es el primer ministro, que nos trajo el Brexit”. “Ya sé que el regicidio forma parte del ADN del Partido Conservador, pero no estaría mal un poco de lealtad con la persona que nos proporcionó una mayoría parlamentaria de 83 escaños”, reprochaba Dorries a sus compañeros. “Steve Baker ha eliminado a Nadine Dorries”, fue la respuesta de los euroescépticos. Su líder había decidido expulsar a la ministra del chat de Whatsapp. Enough is enough (Ya es suficiente), remataba Baker su decisión con un escueto comentario de hartazgo. “Ya era hora, gracias Steve”, añadía el diputado Andrew Bridgen. Baker aún tuvo que discutir con otros participantes que intentaban resaltar la fuerza electoral de Johnson, y les recordaba que la victoria de diciembre de 2019 no se debió en exclusiva a las virtudes del actual primer ministro.
Este corresponsal ha escuchado directamente a Baker en 2019, en un almuerzo informal, admitir que Johnson era un personaje limitado, con muchos defectos, pero el vehículo necesario para lograr finalmente sacar adelante un Brexit que estaba entonces estancado. La dimisión de Frost, y las razones que ha esgrimido, ha resultado reveladora. Si para Johnson aquella bandera política fue el medio para alcanzar su sueño, ser el primer minstro del Reino Unido, para los euroescépticos que se agruparon en torno a él era el fin para una meta muy diferente: dar la vuelta al país como un calcetín y volver a la era Thatcher. Frost ha justificado su abandono del Gobierno en la subida de impuestos -la decidida y la prevista- para hacer frente al agujero presupuestario provocado por la pandemia; en la rigidez económica que implican los planes de Johnson para alcanzar en 2050 la neutralidad de emisiones de dióxido de carbono; y las nuevas restricciones sociales -mascarillas o pasaporte covid- para hacer frente a la amenaza de la variante ómicron. Pero nadie debería sorprenderse ni pensar que todos esos argumentos son excusas. El pasado 23 de noviembre, en el Centre for Policy Studies (Centro de Estudios Políticos), un centro de pensamiento y debate profundamente conservador, Frost esbozó en un discurso su ideario político: “No podemos seguir como antes. Si todo lo que hacemos después del Brexit es importar el modelo social europeo, nunca triunfaremos. No hemos echado atrás las fronteras de la UE desde Gran Bretaña gracias al Brexit para volver a importar ese modelo”, decía el ya exministro en una intervención que parafraseaba el histórico discurso de Margaret Thatcher en el Colegio de Europa, en Brujas, en 1988. “Estoy feliz de que una Gran Bretaña libre , o al menos una Inglaterra libre [sin contar con Escocia o Gales], sea ahora además el país más libre del mundo en lo que se refiere a restricciones por la covid. Nada de mascarillas, nada de pasaportes de vacuna, y que siga así por mucho tiempo”, concluía Frost. Como él, muchos de los casi cien diputados conservadores que se rebelaron contra las nuevas restricciones sociales impuestas por Johnson, se sienten decepcionados con un Gobierno que no está cumpliendo con sus deseos libertarios.
En otras circunstancias, y con otro primer ministro que no fuera Johnson, la salida de Frost sería un alivio. Lo que menos necesita ahora Londres es una guerra comercial con Bruselas, después de que Frost llevara al precipicio las negociaciones en torno al espinoso Protocolo de Irlanda del Norte. Downing Street ha dado señales en los últimos días de que quiere seguir hablando, y buscar una solución pragmática a las fricciones aduaneras y comerciales surgidas por la aplicación de ese protocolo. Johnson ha encargado a su ministra de Exteriores, Liz Truss, que asuma la tarea de negociar con la UE. Popular entre los conservadores -entra en todas las quinielas como posible sustiuta del primer ministro-, con una visión tan ideologizada del Brexit como la de Frost pero más pragmática y dirigida al futuro -ella ha cerrado nuevos acuerdos comerciales con Nueva Zelanda o Australia-, su elección puede servir para calmar a unos euroescépticos de los que Johnson sigue dependiendo para seguir a flote como primer ministro.
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