Apenas se ha comentado la noticia, ni siquiera entre los odiadores contumaces o quienes matan las horas a golpe de tuit y chascarrillo. Phil Collins, con seguridad el batería más rico y famoso en la historia del pop, se retira. En realidad, las baquetas hubo de aparcarlas hace ya casi una década, afectado por esa enfermedad tan característica en el gremio que es el tinnitus, la aparición de un zumbido intermitente y desquiciante en la audición. Pero el pasado 26 de marzo, en el 02 Arena londinense y coincidiendo con el último concierto de la gira de reunión de Genesis, bautizada como The Last Domino?, dejó claro que no volvería a pisar las tablas. “Hoy es la última escala de la gira y el último concierto de Genesis. A partir de este momento, tendremos que buscarnos algún trabajo de verdad”, anotó tirando de inequívoco humor inglés para salpimentar la melancolía.
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No es nada mayor Philip David Charles Collins (71 años cumplidos en enero) para los estándares de la generación más icónica, seminal e irrepetible del rock británico, con Paul McCartney encarando en junio la condición de octogenario, Ray Davies (The Kinks) cerca de los 78, Pete Townshend y Roger Daltrey(The Who) por encima de los 75 y Robert Plant, de Led Zeppelin, anclado en los 73. Pero la salud nunca fue la mejor aliada de Collins, que hubo de afrontar toda la gira de The Last Domino? sentado en una silla y con gesto dolorido por culpa también de una seria lesión vertebral que le limita la movilidad desde hace años. Si a ello le añadimos que su timidísimo regreso como músico solista (un disco de versiones de la Motown titulado Going Back) se remonta a 2010, parece evidente que la trayectoria artística de este hombre ha finalizado. Y que su retirada tiene lugar casi de puntillas, sin solemnidades ni anuncios oficiales.
La baja intensidad mediática de esta despedida llama aún más la atención si reparamos en que Collins, entre álbumes propios y con sus bandas (Genesis, claro, pero también Brand X), suma la enormidad de 150 millones de discos vendidos. Es un mérito al que, en la parte numérica, podemos agregar 11 números uno, ocho premios Grammy, media docena de Brits, un Oscar e hitos como erigirse en el único artista del mundo que el 13 de julio de 1985 fue capaz de participar en el Live Aid tanto en Wembley como desde Filadelfia (en casa, en su calidad de solista; al otro lado del charco, sumándose a Eric Clapton, Led Zeppelin o Madonna). Pero lo curioso es que Phil Collins pasará a los anales como uno de los músicos más famosos de la historia en contra de toda lógica, porque su condición original de batería le alejaba por completo de los focos y su relación con la fama siempre fue abiertamente recelosa.
Nada permitiría imaginar que en Collins habitaba el embrión de una megaestrella. Hablamos de un hombre retraído y poco fotogénico, cantante por accidente y compositor muy tardío. Y, sin embargo, la historia de la música pop de los setenta y, sobre todo, de los ochenta no se puede explicar sin él.
Phil Collins (derecha), con sus compañeros de Genesis Mike Rutherford (izquierda) y Tony Banks (centro) en marzo de 2020.Frank Augstein (AP)
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Criado en los suburbios londinenses de Hounslow, al oeste de la gran metrópoli, Collins fue un arquetípico niño de la clase obrera en plena posguerra. Por eso, el día de septiembre de 1970 que respondió a un anuncio de la revista Melody Maker en el que el mánager Tony Stratton-Smith reclamaba “un batería con sensibilidad para la música acústica”, se quedó pasmado al descubrir que la audición tenía lugar en un chalet con piscina privada. Se trataba de la casa familiar de Peter Gabriel, por entonces cantante de Genesis, por la que desfilarían hasta 15 candidatos al puesto, pero tanto Gabriel como sus escuderos –el guitarrista Mike Rutherford y el teclista Tony Banks– tuvieron claro que aquel actor aficionado y músico de la efímera banda Flaming Youth era el único capaz de amoldarse a los laberintos rítmicos del rock progresivo.
Aquella fue una confluencia feliz para el joven batería, pero también para una banda con ínfulas que había fracasado con estrépito en sus dos primeros álbumes. Y por la que ya habían desfilado hasta tres baterías bastante mediocres; entre ellos, el sin par Chris Stewart, que tres décadas después, asentado en las Alpujarras granadinas, relataría sus vivencias en un adorable autorretrato literario titulado Entre limones.
El éxito del hombre llamado a triunfar contra toda lógica comenzó a afianzarse en 1975 tras el abrupto abandono de Gabriel al frente de Genesis. Nadie pensó en Collins como sustituto, ni siquiera él mismo. Y solo después de recibir más de 300 propuestas y realizar medio centenar de pruebas (entre ellas, a Nick Lowe o Mick Rogers, de Manfred Mann), se contempló la opción de Phil David Charles como “solución provisional”. El resultado de A Trick of the Tail (1976), primer trabajo sin el carismático líder predecesor, fue asombroso. Nadie lo supo resumir mejor que Stratton-Smith: “Phil sonaba más a Peter Gabriel que el propio Peter Gabriel”.
Bien pensado, el ascenso de Collins siempre fue consecuencia de la meritocracia. Llegó desde la nada para enrolarse en un grupo ambicioso sin que intermediara ningún padrino. Asumió la voz cantante cuando solo se había puesto delante del micrófono en un par de piezas ocasionales, For Absent Friends (1971) y More Fool Me (1973). Y desempeñó un papel testimonial como compositor hasta que, a raíz de su divorcio de Andrea Bertorelli (1980), comenzó a desangrarse por la herida con canciones de elevadísimo octanaje emocional, las que acabaron integrando su estreno en primera persona: Face Value, de 1981. Ahí, en aquel disco personal y desolado que iba a haberse titulado Exposure o Interiors, figuraba In The Air Tonight. Y aquella canción revolucionó todos los parámetros.
El sonido metálico y aparatoso de la batería, esa marca de la casa que ha sido admirada, parodiada y, en último extremo, vilipendiada, no fue idea solo de Collins. Buena parte de la culpa también hay que atribuírsela al ingeniero y productor Hugh Padgham, que ya patentó esa pegada con motivo del tercer disco en solitario de Peter Gabriel (1980), en el que Collins dejaba la huella inconfundible de sus baquetas para Intruder. Se trató de un hallazgo inmenso: nunca el gran público había experimentado esa sensación de distinguir a un percusionista desde el primer golpe.
Phil Collins, cuando tocaba la batería en Genesis.
Desde aquel 1981, a Phil Collins ya le resultó imposible pasar inadvertido; ni como cantante ni como autor ni como instrumentista. La banda catalana Love of Lesbian, amante siempre de la lírica surrealista, se mofaba (cariñosamente) de aquella ubicuidad en su tema Marlene, la vecina del Ártico (2005), la delirante historia de una inquilina ucrania algo chaveta que cree ser el mismísimo batería de Genesis. “Yo es que era un fan muy friki de la banda, aunque no me correspondiera por edad”, se confiesa Santi Balmes, líder y compositor del grupo. “Me gustaban más los discos de la época de Gabriel y me costó comprender que Collins se pusiera a cantar, pero es un compositor magnífico, innegablemente. Y álbumes como Duke [1980] o Genesis [1983] también acabaron encantándome”.
Balmes asume que esa “cierta manía” que una parte del público desarrolló hacia Phil Collins proviene de su “sobreexposición” en los años de gloria, pero insiste en que, más allá de la broma de Marlene, le merece “todos los respetos” y la admiración por hallazgos como la versión de You Can’t Hurry Love, un viejo clásico de las Supremes que rescató e hizo inmensamente popular en 1982. Sobre la omnipresencia de Collins en esos tiempos deja testimonio la obsesión que su figura despierta en Patrick Bateman, el asesino en serie protagonista de American Psycho (1991), la perturbadora novela de Bret Easton Ellis.
También se confiesa “firme partidaria” de Collins Julia Martín-Maestro, batería y colíder de los madrileños Rufus T Firefly, pese a que por generación y adscripción estilística podríamos considerarla muy alejada de sus parámetros. “Mi padre ponía mucho los vinilos de Genesis en casa, así que Phil formó parte de mi infancia”, se sonríe. “Tuvo el mérito de pasar de mero batería a cantante y compositor, una evolución nada habitual que le convierte en referente. Y, sobre todo, nunca paró de investigar y buscar sonidos nuevos. Yo le voy a echar de menos”.
El ascendente de Collins iría desdibujándose a partir de Both Sides (1993), un álbum largo, endeble y aburrido, mientras que la acumulación de baladas con elevado contenido en azúcar, en particular You’ll Be In My Heart (para el Tarzán de Disney, en 1999), proporcionaba munición a los detractores. Pero Collins también ha dejado su huella en una soberbia formación de jazz progresivo, Brand X, y su abrumadora faceta de productor y colaborador abarca nombres como Eric Clapton, Robert Fripp, Brian Eno, Robert Plant, Al Di Meola, Paul McCartney, Tears for Fears, David Crosby, John Martyn, Philip Bailey o Howard Jones. Incluso como actor no se le dio del todo mal, y hasta esa faceta escénica acabaría trasvasándose también a los fonogramas: recordemos la risotada histriónica que sirve como patrón en la soberbia Mama (1983), uno de los títulos más radiados de Genesis.
Pese a todo, aún hay quien piensa que los únicos Genesis auténticos y genuinos son los de Peter Gabriel. Fueron, en efecto, fabulosos, influyentes, quintaesenciales. Pero no como para pensar que Gabriel y Collins son viejos enemigos corroídos por la envidia. El entrañable selfi que se hicieron Pete y Philip en los camerinos del 02 Arena, el ya histórico 26 de marzo de 2022, demuestra que todavía hay muy serios motivos para seguir amando a Collins.
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