Va a ser verdad que la distancia le viene bien a las cocinas. Antes era lo contrario; abría una quiebra que arrancaba en el producto para llegar a las ideas, los conceptos y las formas. No era fácil que las cocinas supieran mantener el tipo cuando se hacían viajeras, alejándose de su despensa natural y de sus mejores intérpretes. Quedaban excepciones, pero tan contadas que la búsqueda no salía a cuenta; pocas similitudes y demasiados sinsabores. El tiempo ha cambiado las tornas. Administrada por algunos profesionales, la lejanía las ayuda a entenderse, o como poco a empezar a conocerse. Cada vez encuentro más cocineros y cocinas que han logrado superar la barrera de la memoria, todavía más grande que la del alejamiento del producto y las sazones.
La idea se confirma mientras como el sope de txangurro que me acaban de servir en Punto MX, el restaurante que exhibe la cocina del oaxaqueño Roberto Ruiz en Madrid. Es un bocado mínimo, casi minúsculo, no más que un aperitivo, pero abre una doble puerta a la sorpresa y la reflexión. Lo veo y me reencuentro en un terreno que he transitado muchas veces en los tiempos del amontonamiento; demasiados ingredientes para algo tan chico. El sope, la carne desmigada del centollo, unos daditos de tomate, otros de cebolla, el chipotle y algunos más se antojan una multitud para un solo bocado. La ligereza del sope, renunciando al protagonismo absoluto de la preparación, es el primer argumento para cambiar las tornas. Su liviandad deja paso franco al resto de ingredientes, que se van mostrando por capas, uno a uno, creciendo en la boca sin perder su naturaleza hasta la llegada final del chile chipotle, anunciándose con amabilidad para crecer poco a poco hasta marcar los terrenos.
La historia se repite con la tostada de pata de cerdo con jalapeño escabechado y se convierte definitivamente en costumbre cuando llega el taco de bogavante. Lo terminan con una salsa densa y consistente, parecida en color y textura a una demi-glace, que prepararon con una reducción del caldo de la cocción de frijoles negros. Me deja aplaudiendo con las orejas. El punto de cocción del bogavante, la naturaleza sutil y tibia de la tostada y ese mix de salsa especiada de frijoles que por momentos se me antoja un amago de mole, son la base de un buen plato cuya arquitectura lo hace aún más grande. Los sabores mostrándose de nuevo con naturalidad, uno tras otro, sin cortapisas, antes de empezar a mezclarse en el tránsito final.
No es lo que suelo encontrar cuando recorro las nuevas cocinas de la Ciudad de México, sobre todo las de esos jóvenes que levantan sus menús sobre un elenco interminable de tortillas, tostadas, sopes, gorditas, tacos flautas y otras formas de masa, sin pararse antes a intentar entender lo que hacen. El resultado es una sucesión de bocados de sabores densos y empastados cuyo máximo logro es ocultar la naturaleza de los ingredientes que deberían darles vida. De su mano, una cocina alegre, vital y festiva como la mexicana vira hacia tonos tristes y grises y sabores empastados, sin apenas matices. La cocina de Enrique Olvera tomó hace tiempo el camino contrario y lo trasladó con maestría al Omakase del nuevo Pujol, pero solo unos pocos han seguido ese trayecto.
En el menú de Punto MX hay un taco más, con buey madurado, y una quesadilla rellenando una flor de calabaza frita en tempura, junto a otros platos que mantienen todavía con algún altibajo el nivel de la cocina de Roberto Ruiz. Lo más interesante no está tanto en la calidad del producto, los puntos de cocción o las combinaciones, sino en la manera de interpretar el recetario. Roberto Ruiz ha convertido la distancia en un aliado que le permite afrontar la reflexión sobre su cocina sin los apremios que genera la inmediatez del territorio y la presión de las costumbres. Es una tarea ineludible; las cocinas no crecen hasta que sus intérpretes no se atreven a cuestionarlas. Es el paso necesario para poder entenderlas y acabar conociéndolas. Hace cien años era recursos para vencer al hambre y engañar la pobreza, pero hoy piden otra mirada.
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